La sociedad frente al sindicalismo
Los que hayan leído mi anterior artículo me juzgarán acaso, erróneamente, animado por instintos feroces de represión o de venganza respecto al sindicalismo obrero. Nada de eso. Me hallo tan alejado, en el orden político, de la extrema derecha como de la extrema izquierda. Lo "negro" y lo "rojo" me son igualmente desagradables, y si creo, con la mayoría de los más pacíficos ciudadanos, que el problema de España no puede arreglarse sólo con una dictadura militar, tampoco espero el remedio de la "dictadura del proletariado", que pretende convertirnos a cada cual en un diminuto engranaje de la inmensa máquina arrolladora montada por el Sindicato único.
Porque hoy día sólo los ilusos, es decir, los pobres de espíritu (amplia categoría en la cual entran políticos, sociólogos, periodistas e intelectuales varios) pueden creer que este formidable movimiento de huelgas revolucionarias, conmoviendo el mundo tiene como única misión social el mejoramiento de la clase obrera. No se trata de eso, aunque lo de las "justas reivindicaciones" del proletariado sirva de pantalla a los agitadores y anarquistas para despistar a la opinión pública. De lo que se trata es de socavar los cimientos de la sociedad "burguesa" y "capitalista" con el encarecimiento de la vida, causado por el aumento progresivo de los salarios y la disminución de las horas de trabajo; por las huelgas continuas y la paralización de toda industria; por la amenaza y el atentado personal que en España va quedando impune, merced a la abstención de las autoridades y el miedo de los gobernantes a aplicar la ley. Cuando toda esta magna organización (cuyos tentáculos extiende la Casa del Pueblo por todos los gremios, a fin de envolver en sus redes al capitalismo burgués) se halle bajo la tiranía implacable del Sindicato único, abarcando desde los periodistas, actores y toreros, hasta los limpiabotas, verduleras y traperos, la dictadura "roja" del proletariado será un hecho. Todos nos veremos sindicados forzosamente, acatando las órdenes de esa invisible y misteriosa Junta de película, a riesgo, sino, de ser suprimidos como insignificantes obstáculos a tan vasto programa nivelador. Entonces de poco servirá que los políticos pretendan achacarse mutuas responsabilidades al ver los efectos desastrosos de su política de "vivir al día" sin aplicar la ley: ni que se espere del Parlamento una medida de defensa nacional, ni que se evite la catástrofe con que los militares "se echen a la calle". Habrá llegado la hora trágica de las iras y de las ciegas pasiones populares; lo que pudiéramos llamar "la hora rusa", en la que, sobre escombros y charcos de sangre se alzarán los Trotzky y los Lenine de la Península, como grotescas caricaturas de esos dos energúmenos. Y lo más extreaño es que anhelan ese advenimiento de los Soviets muchas personas pertenecientes a la hoy tan atacada burguesía. Pero son aventureros de la políticas, que sueñan con dictaduras revolucionarias; periodistas que adulan al proletariado en todas sus violencias, con la risible ilusión de que la "ola roja" no les salpicará a ellos; literatos e intelectuales habitando mentalmente en la luna y convencidos de que los futuros "comisarios del pueblo" declararán obligatoria la lectura de sus obras, como ejemplar castigo colectivo...
¿Hallaría, en ese caso, el pueblo español un Sylla dictador capaz de salvarle a pesar suyo, del caos y de la anarquía...?
¿Surgiría el hombre de hierro, el cirujano a quien no le temblara el pulso para amputar del organismo social un miembro gangrenado...? Yo quiero suponer que sí; pero eso no basta. Hace falta que la gran masa del país sostenga al gobernante sobre su pedestal, sin dejarle caer al primer clamor de hostilidad de los vencidos o a las primeras medidas severas para garantizar el orden público. Las explosiones del bolcheviquismo internacional no se propagaron de Rusia a otros países europeos gracias a la energía de sus gobernantes y al instinto de conservación de sus ciudadanos. Si Alemania se ha salvado del espartaquismo y de la anarquía interior, lo debe no sólo al ministro Noske y a su guardia pretoriana, sino al sentido común del pueblo alemán, que espera rehacerse en la adversidad.
Puede decirse lo mismo de Francia, dispuesta en la victoria a limpiar del suelo patrio todo foco de infección bolcheviquista. Y lo propio de Inglaterra, cuya última huelga ferroviaria ha sido el triunfo de la opinión pública, del pueblo británico entero, sobre la tiranía de una clase que hoy pretende arrollar a las demás. Tras dtl cataclismo de la guerra mundial, los pueblos de Europa y de América aspiran a la paz, al bienestar. Es la hora de crear, no la de destruir.
Para revolucionar a un país basta con agitar las más bajas pasiones del vulgo, sin pensar en el mañana como para arrasar una ciudad basta con abandonar su suerte a las hordas de malhechores incendiarios. Para reconstruirla, ya es más difícil, se necesitan ingenieros, arquitectos, directores ténicos, cerebros creadores... Y esos suelen pertenecer a la odiada burguesía, única clase social que, entre la aristocracia, hoy limitada a un vago papel decorativo, y el sindicalismo obrero, aún sectario e inculto, puede aspirar legitímamente a dirigir los destinos de un país.