La sirena negra: 13

La sirena negra
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XIII

Capítulo XIII

El desquite, el triunfo de miss Annie, es la hora del baño de mar. El niño, entonces, la pertenece por completo, y, al principio, no sé si calculadamente, la inglesa se opuso a que yo presenciase de cerca este rito sacro; porque, desde lejos, no habría modo de impedirlo. Yo me impuse. El playazo donde se baña Rafael es mío; forma parte de la posesión. Lo cercan altos áloes, formidables -que se crían aquí y echan su pitón de oro, como si estuviésemos -en alguna tierra africana-. Miss Annie entra en el agua con su alumno. En vano Solís, angustiosamente, tercamente, ha reclamado para sí el privilegio de bañar a Baby. ¿Qué le importa? ¿Por qué insiste?... ¿Acaso?... Estemos sobre aviso. Y, para forzar la tensión, excluyámosle de la playa.

En una caseta de lona a rayas rojas y grises se desnudan y preparan Baby y Annie, ayudados de una rapaza humilde, una sierva del terruño. La arena, tersa y compacta, convida a pisarla con pies descalzos, y despide calor vibrante bajo la refracción solar... Conchillas rosadas y pequeñas, como orejas de muchachas bonitas, la esmaltan allí donde la ola dejó un borde de vegetaciones salobres, húmedas aún, de un verdor luminoso. Una beatitud material, voluptuosa, emana de esta marina apacible en que parecen inverosímiles los naufragios; son risas subacuáticas de náyades retozonas lo que riza y ondula el cristal del agua, y, para mayor mitologismo, ayer he visto saltar a corta distancia a los delfines -que llaman golfines aquí-. Me siento bajo el quitasol, en un peñasco excavado de oquedades colmas de agua, donde corretean vivaces cangrejillos y se desperezan actinias cabelludas. Y miro, miro, aletargado el pensamiento. El niño sale de la tienda de campaña: viene encogido, a remolque, deseoso de ocultarse, con esa repulsión instintiva de las criaturas al agua, o mejor dicho, a la primera sensación de frío y al terror de lo inmenso. Admiro su torso, gentil, que empieza a perder las redondeces crasas del bebé y a estirarse un poco, con tendencia a ser musculoso y firme, tallado en roble. Admiro sus brazos adorables, su pie delicado, su vientrecillo, igual a una de estas conchas trigueñas y curvas; su testa de angelote, de rizos brillantes, sedosos. Detrás de él asoma Annie, agarrándole la mano y empujándole. La franela blanca de su traje masculino, corto de brazo y pierna, es menos dulce de color que su nuca, descubierta, porque la gorra de hule recoge el pelo, no tanto que unos abuelos locos no diableen cerca del arranque de las espaldas. Jamás me he dado cuenta de este carácter étnico, la blancura de la piel inglesa, como ahora. Es un blanco que será desesperante para un pintor: un blanco tintado imperceptiblemente de rosa té, un blanco virginal, «carne de doncella»... La misma blancura a lo Van Dyck se nota en la pierna larga, esbelta, derecha; en el brazo duro, nada corto; en el pie de mármol cuyas uñas descubro que están limadas cuidadosamente, y abrillantadas, sin duda, con polvos de coral, pues una vez más me reproducen la imagen, sensual y delicada, de las menudas conchas traídas por la ola, envueltas en perlas verdosas, resbalantes.

La inglesa se apresura, semidesnuda, púdica y resuelta; se lanza con el niño, animándole: Hip, Baby, go; oigo el chillido del pequeño, acortado, sofocado por la misma violencia de la impresión, y mientras Sardiñete, el marinero contratado para asegurar de todo riesgo a Rafaelín, le coge y le sostiene dentro de las mansas olas, Annie rompe a nadar, diestramente, y se aleja, se aleja, delatada por la ligera espuma que sus brazos y pies levantan al palear avanzando. La veo a bastante distancia, echada sobre el lomo azul de este mar peregrino, mar griego en costas del Noroeste; saco del bolsillo mis gemelos marinos, y entonces me salta a los ojos, acrecentada por el misterioso rielar del agua con ziszás del sol, la blancura de ondina de los brazos, de las piernas, de la garganta, y la risa silenciosa de la boca emperlada de anchos dientes, otro género de blancura deslumbrante... Pero ¿qué es lo que pasa? Annie ha hecho un movimiento, se ha quitado su gorra de hule, el único recato de su atavío de bañista; el pelo rubio, mojado, se esparce y la rodea de una aureola de serpezuelas de cobre... ¿Sabe que la miro? ¡De cierto! Y, con paladas suaves, casi negligentes, vuelve hacia la orilla, toma al niño otra vez de la mano -imperiosa, pues el chico se resiste a salir y juega en el agua- y de pronto se detiene, sin soltar a Rafaelín.

-¡Sardiñete! ¡Por Dios!... ¡Mi capa! La olvidaba... ¡Está en la tienda! ¡La tiene Flores!...

Mientras el marinero busca la capa que ha de cubrir a la miss, ella permanece descubierta y en pie frente a mis ojos, tal vez los únicos que la contemplan. ¿Para qué pide la capa?... La franela se pega a sus formas como el lienzo húmedo de los escultores a la estatua. Detallo el armonioso y contenido desarrollo de su hermosura. El mar, benignamente, se acerca a la peña donde me siento, se retira, deposita algas brillantes, deja en seco moluscos palpitando de vida... Los áloes son de bronce; sus enormes hojas carnosas y apuntadas se dibujan sobre el cielo sin nubes. Mi cabeza está vacía y mis venas hierven...

Me incorporo, cierro el quitasol, y sin esperar a que miss Annie se vista y vista al chico, emprendo la cuesta que conduce a la torre de Portodor -entre grupos de mimbrales, encinas, castaños, viñedos, oyendo el glugú del agua en los molinos, y el silbo de los mirlos que, digeridas las cerezas de julio, esperan las uvas de septiembre... Corro, porque la mujer me ha arrollado, y necesito estar conmigo a solas, pensar, recaer en el cerebro, libertándome de lo sensible.

Y era claro como la luz que este fenómeno había de presentarse a su hora. ¿Acaso no sé que hay en mí dos hombres, un meditativo espiritualista y un corrompido epicúreo? ¿Ha pasado cerca de mí ninguna manifestación de belleza femenil que no me estremezca? Excepto la pobre Rita... Pero ésa era ya un fantasma cuando la conocí.

Por otra parte, me encuentro sometido a un régimen absurdo. Soledad, naturaleza, alimentación de pescado, fósforo, aire, sueño, el aguijón vital sobrepuesto a la adoración secreta de la Nada... ¿Hay en Portodor otra mujer más que Annie? Las pescadoras son muy gallardas; las señoritas del pueblecillo quizá no dejen de atesorar hechizos para los horteras que vienen a baños y fraternizan y sudan agarrados a ellas en los bailes del Casino Portourense; pero yo no he de aproximarme ni a unas ni a otras. En la duda, las pescadoras serían preferibles... si no fuese la acuidad de mi sentido del olfato y aun del tacto, porque estas sirenas airosas y bravías llevan, textualmente, coraza de escamas de pez. En resumen: he aquí que Annie constituye para mí un peligro: puede echarme a perder la temporada. Cierto que no ejerce el menor influjo sobre lo hondo (¡sí, para ella estaban las telas de mi corazón!), pero, a flor de lo sensible, preso me tiene. Con mirada a la vez turbia y lúcida, la recorro, la desmenuzo. Hay horas en que me olvido de Rafaelín; hay momentos en que temo ser arrastrado por mi antojo.

Y véase cómo acertaba Camila, y los murmuradores y todo el buen sentido, cuyos aciertos tienen la virtud de irritarme más que si fuesen errores. Me indigna que una parte de mí mismo éste sujeta a las fáciles previsiones de los cotarros parleros. «Ese solterón va a caer con la miss»... Pues, señores patitos de charca, no caeré, o al menos no caeré como ustedes suponen. Soy jeroglífico que ustedes no descifrarán.

Hasta acertaron en lo de que Annie pica alto y a quien «pone los puntos» es a los señores. Ahora interpreto mejor aquel afán de acompañarnos a Rafael y a mí. Su juego está descubierto... Pierdes el tiempo, cándido trozo de nieve solidificada y teñida con el zumo de un pétalo de flor. No te sueltes el pelo, no finjas haber olvidado la capa para quedarte, chorreante y guanteada por tu tuniquilla de franela, ante mí. Tengo contra ti un escudo, que es la meditación. Te medito, te escudriño con el pensamiento; no encierras para mí atractivo alguno de curiosidad; sé de antemano el género de impresión que puedes ofrecerme; no soy de los que a cada copa nueva y a cada nuevo licor suponen embriagueces distintas, y, libre de ilusiones, aunque no de fervorines de la sangre, me limito a esas ojeadas furtivas del gotoso goloso, que avizora en el escaparate el plato prohibido por su régimen y del cual sabe que, precavido, no comerá.

Comparo el estado de mi espíritu a un entremés que a veces nos presenta el cocinero: una exquisita crema de chocolate hirviente que viene a la mesa dentro de un aro de queso helado, compacto, duro. Cuando te sirves del piperete, Annie, no sabes interpretar mi sonrisilla -demasiado calor-, pero el hielo no se liquidará. No cantes victoria, hija de la pérfida Albión, porque notes la eléctrica sacudida que me causa tu presencia. Yo no soy esa parte de mi ser a quien tu blancura ha trastornado. Yo soy el que piensa, razona, conoce, prevé, diseca. Yo soy el que ama otras cosas muy oscuras, muy sombrías; yo soy el galán de la Negra... Soy su trovador, su romántico minnesinger, capaz de cortarse un dedo, como se lo cortó aquel de la leyenda, para enviárselo a su princesa y dama.

El niño puede distraerme de este ensueño viejo; tú no, aunque juegues a salir de las olas, salvo la franela, como Afrodita...

A diversión tomo el engañarte inocentemente. Ya que tú me has perturbado en mi calma, te perturbaré en tus ambiciones. Gozo en hacerte creer, con indicaciones que aparento que se me escapan a pesar mío, que me traes fascinado, que lucho para no ceder al imán. Finjo suspiros, afecto brusquedades, hago como si tragase frases encendidas, bordo rendimientos, entretejo insinuaciones. Y así que te veo encandilada (no por mí, por mis accesorios de dinero y posición), hago la comedia de la retirada; me llevo a Rafaelín al bosque, a la playa, a los molinos, a los maizales, a los setos de zarzamoras, donde nos ponemos como dos bandidos, y echándome a cuatro patas, le digo a la criatura:

-Súbete: soy tu caballo, o tu pollino, como quieras... Para ti, nenito, soy asno. ¡Sólo para ti!