La sirena negra: 09
Capítulo IX
Me ha servido de distracción el arreglo de mi nueva morada, un hotelito riente, con regular trozo de jardín, en calle solitaria y nueva. Lo he adquirido, lo he destripado, lo he dispuesto a mi manera, agregándole un ala, y acabo de instalarme en él.
A planta baja, un salón, la biblioteca, el comedor, una antesala: en el principal, mi dormitorio, mi cuarto de baño, mis servidores; en el segundo, las habitaciones de Rafaelín y de la inglesa que le cuida; las dependencias, office, en el ala agregada; y la cochera, en un pabellón al extremo del jardín, con entrada independiente. Es curioso que los hombres más distintos por dentro de la mayoría de la humanidad, sean tan previstos y tan gregarios en la mayor parte de sus exteriorizaciones. Apenas terminado mi nido, caigo en la cuenta de que, como los pájaros, me he sujetado a la regla general, al hábito, y que si Camila, con todo su normalismo, fuese la directora de mi instalación, no la haría de otro modo.
El hábito tiene una fuerza singular. ¡Me ha costado trabajo separarme de Camila! Todas las incompatibilidades de carácter que con ella me reconozco, todas las impertinencias de su cominería fiscalizadora, no impidieron que sintiese un penoso hormigueo llegado el momento crítico de la escisión. Ella, por su parte, demostró que la pesaba gravemente quedarse sola, y, con la expresión del que dice «ahí viene la primavera médica, habré de purgarme», murmuró: «Será preciso casarse otra vez. No está bien una mujer, sin arrimo, entregada a sí misma...»
Trini, que vino a almorzar más a menudo los últimos días de mi estancia en la casa fraternal, anduvo unos días con los ojos encarnados y las mejillas tocadas de palidez, allí donde suelen abrirse las rosas. Por señas, que no estaba ni pizca de guapa así. El llanto puede hermosear a las mujeres de líneas correctas y nobles; a las carirredondas las echa a pique. Parecen la luna en caricatura.
El golpe, para Camila, es tremendo. ¡No sabe como explicar a sus relaciones lo sucedido! «Diles la verdad», indico yo, siempre irónico. «Les diré que has tenido un arrechucho a la cabeza», contesta ella, siempre hostil. «¡Qué quieren ustedes!», suspirará mi hermana en casa de las gutibambas de Roa, de las presumidas de Granizales, de las cenaaoscuras de Moneada, de las viejas carcomidas de Urizalén. «¡Cosas que, cuanto más se piensan, menos se entienden!» Y las amigas cuchichearan: «¡Vaya por Dios! ¡Ya, ya es fastidio! ¡A nadie le faltan contrariedades!... «Y la mayor de Urizalén se volverá hacia la menor, exclamando: «No sé, Lola, lo que habrá debajo de todo eso... A la fuerza el chico es suyo...» «A la fuerza, Antoñita», repetirá Lola, que siempre opina como su hermana. Y Camila, plegando la frente, sacudiendo la cabeza, pasará la mano enguantada por el manguito de chinchilla, mientras le acercan una mesa volante para que tome el té con comodidad...
De suerte que tampoco las vejezuelas admiten que mi conducta tenga más móvil que la paternidad física. Imposible hacerlas comprender que se pueda ser padre de otro modo. De suerte que los santos de entraña paternal, los que engendraron con el espíritu, los Javier, los Vicentes de Paúl, la salada y celeste Jorbalán, pura, honestísima, que llamaba «mis chicas» a las prostitutas recogidas en el arroyo, habían, sin duda, «tenido que ver...» ¡Miseria, brutalidad humana! Y el cristianismo es letra muerta, texto arrinconado, para las señoras como mi hermana, para la inmensa mayoría de las gentes.
Si el cristianismo no fuese letra muerta... En fin, dejémoslo, que yo tampoco estoy bañado en esa miel, en esa leche de bondad, en ese olvido de sí propio, acaso el único preservativo contra la fascinación de los dos abismos negros que desde el fondo del río me magnetizaban... La fuerza de vivir, ¿no eres tú quien la lleva y la reparte con tus manos horadadas, mártir Nazareno? Por no pedírtela, yo la busco, egoístamente -en esta criatura...
No sé si he dicho cómo es. Debo confesar que una de las razones escondidas de mi preferencia por la paternidad espiritual es que me creo incapaz de amar a un niño feo, aunque haya salido de mi sangre. Un rapaz con cara picuda o chafados morros, una especie de monuelo o tití, de patas zambas y brazos sin proporción; un giboso, un bizco... no, no me parecerían hijos nunca. No habiéndolos deseado así, serían fruto sólo de prosaica aproximación: el ideal nunca echaría flores en mí para ellos.
Rafaelín es moreno. Su testa, de amorcillo pagano, empieza a coronarse de sortijas que un lírico griego compararía a oscuros racimos de vid. La luz de su mirar alumbra y calienta a la vez las facciones, y las dos mitades de guinda de los labios se apartan dejando ver los dientes lechales, completos, diminutos y húmedos de fresca saliva. Sus manizuelas hoyosas tienen el candor amante, el gesto de bendición tierna de las manos del Niño Jesús, que acaricia a San Antonio de Padua. La conformación de Rafaelín es perfecta; su cuerpo, un modelo para escultores de infancias divinas. Cada uno de sus gestos rebosa gracia, y la travesura lozana de los chiquillos sanos. Adora la limpieza y reclama el baño él mismo -caso raro, afirma, la inglesa, en babies de los países meridionales-. Ha preguntado varias veces por su madre, y un día lloró sin consuelo por ella, porque no venía, y pidió, en su lengua de trapo, que le llevasen adonde está ella, sin sospechar lo trágico de la petición. Pronto, sin embargo, se disipa la preocupación; el menor incidente, un juguete, lleva su pensamiento fluido, sin consistencia, hacia otra parte. Una observación curiosa es la precoz afición de Rafaelín a la música. Su vivacidad se aquieta horas enteras si oye tañer o cantar. Esto lo he averiguado porque el ayo de mi hijo tiene algo de artista: toca el violín, el piano -sin pretensiones de virtuosismo, pero con sentimiento.
Contra estas aficiones musicales tan tempranas de Rafael ya estaré yo vigilante, en guardia, para prevenir la ridiculez funesta del niño fenomenal. Le quiero niño natural, llevado de la mano de dos ángeles protectores: el ángel de la higiene y el ángel del juego. Anhelaría embutir sus nervios en sus músculos, como se envaina un arma peligrosa y de envenenado filo en un forro de grueso cuero resistente. A veces sueño para la criatura un atletismo que, mediante la ley de adaptación, le reduzca el cerebro y le convierta en uno de esos dioses bellamente estúpidos, de cabeza menuda y pectorales y bíceps soberbiamente desarrollados, que nos legó un periodo del arte helénico.
De estos planes hablo detenidamente con el futuro ayo, muchacho muy intelectual, que propende a la idolatría cerebralista y al orgullo de la razón. A bien que tengo tiempo de estudiar las manos en que va a caer mi chico, pues, por ahora, no quiero que aprenda ni el abecedario.
Su dueña, actualmente, es la inglesa, miss Annie Dogson, de lo castizo británico, más institutriz que nurse, que se limita a presenciar y dirigir el aseo y tocado de Rafael, hecho como antes por Marichu. Es decir, como antes no: la inglesa ha cambiado todos los métodos y sistemas de la vascongada, que lo soporta agriada e impaciente. El cuarto donde se practican las operaciones de aseo es un primor: miss Annie lo ha amueblado a su gusto, con cretonas Liberty, lacas blancas, estantes de vidrio y lavabo y baño de la misma materia; sabias tuberías reparten agua a capricho de temperatura, y armarios de formas ingeniosas encierran una ropa blanca admirable, venida de Londres, que alegra la vista. Voy algunas veces a gozarme en ver restregar y purificar a mi hijo. Escena encantadora que halaga mis instintos de ultrarrefinado, nunca enteramente satisfecho del semi-confort, estilo clase media, para mi hermana bastante. Miss Annie, con delantal níveo, manda la maniobra. El niño sale del agua como el capullo sale de la lluvia fina que lo refresca. Su cuerpo es un santuario. Ha crecido visiblemente; ha aumentado de peso; en la calle la gente se vuelve para alabar su gentileza; cuando le llevo en coche a la Castellana o a la Casa de Campo, leo en las miradas una efusión de simpatía hacia el bello muñeco, vestido originalmente, con tufo de extranjería o de highlife, por el sastre de niños que trajea a los príncipes de la familia real inglesa. Camila, que no ha puesto los pies en mi hotel desde mi instalación, pasa en su berlina, se cruza con nosotros y, sin poderlo remediar, detiene la mirada en la hechicera figurilla. El niño tiene chic... Para el amor propio de mi hermana, que el niño tenga chic es género de consuelo.
El ayo en cierne, y por ahora inútil, se llama Desiderio Solís. Es posible que al traerme a casa a este mozo obedeciese yo, sin saberlo, a un sentimiento que no quisiera cultivar ni que nadie me atribuyese: un impulso de beneficencia, de compasión, el saborete de hacer feliz a alguien. Todavía me desagrada más tal género de deporte cuando lleva ribetes de interés y de conveniencia. Al favorecer a Solís, si por ahí me daba, no debí señalarle obligación alguna. Cierto que viene a ser como si no se la hubiese señalado, puesto que es honorario su cargo, y hasta dentro de tres años, lo menos, no darán principio sus tareas. Sin embargo, como le he dicho que es preciso que se prepare debidamente, que se empape en pedagogía moderna y que antes de tener alumno tengamos profesor, el hombre está sujeto por una cadena dorada; su tiempo me pertenece, no es libre...
El tal Desiderio Solís -yo al pronto creí que este nombre fuese un pseudónimo literario- pasaba, cuando le conocí, una crujía negra de miseria y de arbitrios acción equívocos para combatirla. No realizaba ninguna acción penada por el Código, pero estaba en ese resbaladero en que la necesidad apremiante puede inducir al robo si no hay altivez, y al suicidio si la hay. Como muchos proletarios intelectuales, Solís, cargado de conocimientos, se había encontrado en el arroyo, sin medio de dar empleo a sus aptitudes, sin saber a qué aplicar las sabidurías o los lugares comunes de información almacenados en su cabeza. De los tales proletarios, la mayor parte posee cultura de remiendos, con agujeros y carreras de puntos de media usada: Solís, sujeto a disciplina en el estudio por un tío que era catedrático y que tuvo al sobrino a su lado siempre, mientras vivió, había aprendido con método y orden, combinando dos clases de estudios que rara vez se juntan: el de los clásicos y la Historia, impuesto por su tío, y el de los autores novísimos y las recientes tendencias, a que le llevaba su afición. Su cabeza, de forma algo prolongada, es un almacén, y, cosa más insólita, al lado de tanta noticia, fecha y hecho, sobre el matorral espeso del memorión atestado, salta un chisporroteo de ideas, muchas no previstas y algunas realmente originales. Justamente el rencor, la protesta de Desiderio Solís contra la suerte, en eso se fundaban: en que mientras él se roía los codos, veía solicitados y pagados escritores que no poseían otro mérito sino aquella elocuencia vacía que aparenta decir algo y no dice nada; que recocían y recocían el mismo duro garbanzo, y después lo freían y lo sofreían con picadillo de cebolla de repetición, aderezándolo luego y escondiéndolo en soplado vol-au-vent a fin de que no se adivine lo casero y burgués del manjar. Y de este rencor temo que no le ha curado ni medio aliviado el fortunón -para él tiene que serlo- de entrar en mi casa. A pesar de haber encontrado en ella alojamiento confortable de todo punto, y no despreciable sueldo, Solís continúa acedo, quejoso de su destino. Tal vez, en el puesto que le ha caído de las nubes, ve la humillación de una especie de domesticidad.
Por este descontento exigente, que no lleva trazas de desaparecer, me agrada más el ayo. Confieso que le hubiese mirado con algún desprecio si, propicio al yugo y satisfecho con el pesebre colmado, se hubiese reclinado muellemente en la litera de fresca paja. Solís aparenta todo lo contrario: en frases sueltas deja entrever la añoranza de sus hambres y libertades bohemias, y hasta lo dice en artículos que le admite algún periódico trasconejado, y que yo he sorprendido. El ansia de independencia es en él una especie de obsesión.
Si yo fuese como el vulgo, el análisis que empiezo a hacer del carácter de Solís me alarmaría, y recelaría dar a Rafaelín un director semejante. La grey suele preferir a los ayos por sus condiciones borreguiles; cada día escasean más los preceptores verdaderamente intelectuales, especie que abundó entre los enciclopedistas del siglo XVIII y que parece haberse perdido. Sea que los hombres de talento tienen hoy más ambición y desdeñan tales funciones, sea que la clase alta y pudiente que paga ayos ha cobrado miedo a la capacidad, ello es que el tipo de gran profesor desaparece, y quedan dómines apaisados que practican la enseñanza por recetas, o pedantes extranjeros, que se dicen personajes en su país, y a escondidas gastan papel de cartas con blasones de nobleza. -De esta peste véame yo libre-. Como elemento extranjero, me basta miss Annie, que realmente entiende a maravilla el riego y cultivo de la planta humana. La tierna plantita confiada a sus cuidados echa rama, se enfresca y lozanea. No me gustan, en cambio, otras condiciones de Annie. Paréceme coqueta al estilo de su tierra, a lo puritano, y con buena dosis de vanidad y aprecio de sí misma; es ultraexigente para sus comodidades, es despótica, intransigente en las horas y reglamento del chiquillo, pero cumple su deber de puericultora con la estricta exactitud que es una de las formas del orgullo británico; y el chico no florecería en manos de Marichu la excelente, como en las de la inglesita de rubio moño y tez de papel satinado.
Así y todo, yo deseaba conservar a Marichu eternamente; pero he aquí que se despide. Brusca y llorosa entra en mi despacho a espetarme que ella no quiere obedecer a Annie, que no va a misa, que es hereje.
-¿Qué te importa, Marichu? Ve tú a la iglesia cuanto te parezca; Annie también va, sólo que a una iglesia suya, a su modo.
-Una iglesia pícara, de herejes. Y el señor de Solís, pues, tampoco a misa va.
-No parece sino que tu antigua señora, mi pobre Rita, era alguna monja.
-Monja no era, pues, infelís; pero a misa ya iba, y resos sabía, y murió en grasia, con cura y todo. Al pobre de Rafaelín hereje le volverán si la Virgen lo consiente. Ya irá a ver el señorito que estos así mala gente son; disgustos tendrá, pues... Yo me marcho; acomodo había buscado. A Rafaelín quise darle un beso en los carrillos y la inglesa me aparta así -la vascongada me cogió por el hombro imitando el movimiento seco, rígido, de la miss- y va y dise que a los niños ahora besos no se les deben dar, que se les pegarían males... Males ella podrá pegar, que yo sano tengo todo, y el alma muy saludable. Siempre a los chicos he visto besar yo, pues, en mi tierra, y aquí lo mismo. Besarse hombres y mujeres sí será vergüenza; a los niños, ángeles del sielo, no. Así es que me voy, señorito; y perdone las mil faltas...
-No, Marichu; perdóname tú -respondí cariñosamente-. Ven a verme alguna vez. Toma, criatura, para que te compres un buen reloj, si quieres...
La propina fue pingüe, y en mí quedó un reconcomio, una lamentación de perder tan leal criada, y una espina de duda y sospecha. ¿Acierto en lo relativo a Rafael? ¿Le rodean elementos convenientes para la formación de su espíritu? Y me propongo observar, observar (con el interés vehemente que produce en mí la observación) a las institutrices y a los preceptores.