La sirena negra: 06

La sirena negra
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo VI

Capítulo VI

El doctor me lleva a un rincón, secreteando.

-Esto se acaba. La fatiga y el ansia que siente es que va a repetirle la hemoptisis. Y en ella, no respondo de que...

En vez de alarmarme, aprobé tranquilo. Era lo que tenía que suceder; ¡si lo sabría yo! Como que acababa de verlo... Acababa de asistir anticipadamente al momento que iba a transcurrir ahora: los pasos de la Seca tal vez resonaban en la calle, en la escalera tal vez. De todos modos, no tardaría en presentarse. Eran inútiles llaves y cerrojos para oponerse a su paso; y el doctor, con sus recetas y sus pociones, estaba soberanamente en ridículo, fuerza es reconocerlo.

-¡Rita, niña! -silabeé a su oído, cubriéndola de caricias, que ella ni advirtió.

-Álcela usted por la espalda... A ver si se atenúa la fatiga...

La incorporamos. Me miró como suplicándome que la aliviase.

-¿Qué sientes?

-Lo... de... antes... Sabor a hierro... aquí..., aquí...

Señaló hacia la laringe... y al hacerlo, la ola avanzó, las venas del mísero cuerpo se vaciaron, entre las angustias y los afanes postrimeros. La cabeza recayó en las almohadas. Sequé, limpié los labios manchados, enjugué la frente cubierta de glacial sudor. Ella entreabrió los ojos, y en voz de soplo, espaciando, murmuró:

-Me voy... Acordarse... El niño...

Un sutil estremecimiento la recorrió toda. Se inclinó su faz un poco hacia el pecho. Los ojos quedaron abiertos, cuajados, fríos; los labios, remangados, descubrieron los dientes. La nariz se afiló de súbito. La sonrisa, vaga, era de paz, de serenidad infinita; no protestaba, ni se quejaba, ni temía al más alla; en los labios flotaba la certeza del perdón. Y la contemplé, y las visiones calenturientas se apoderaron de mí otra vez: veía la danza, el esqueleto-guía... Por las ventanas de la sala penetraba la claridad polar de un amanecer de invierno matritense.

-Volveré dentro de un par de horas, Marichu. No la abandones.

Salí con el doctor, que exclamaba «¡Hiela!; ¡qué gris sopla!», no sabiendo qué decirme, en la duda de lo que significaba para mí aquella muerte; en la hipótesis de cuáles podían ser los lazos que me unían a la difunta. Y como yo no le hiciese el dúo en su tiritón intencional, se creyó en el caso de decir generalidades.

-Son momentos muy tristes... Era previsto... Dado el giro del padecimiento... Sin embargo, si no sobreviene esta última hemorragia...

Contesto con signos ambiguos, con enarcamientos de cejas de esos que a nada comprometen, y a la puerta ya del médico, saco mi cartera:

-Por no molestar a usted otra vez... si quisiese que liquidásemos ahora mismo nuestra cuentecilla..., ¿los honorarios...?

No hice caso de una protesta de desprendimiento hidalgo, de esas que en situaciones análogas tiene todo español, y le metí en la mano billetes. El apretón de despedida fue vehemente. Quizá representaba mi dinero el desahogo, el bienestar de un mes en el modesto hogar.

-Falta aún... Usted perdone... Me hará el favor de llenar las fórmulas, ¿no es eso?...

Sí, él llenaría las fórmulas... partes, aviso a la funeraria, y todo lo que se ha menester... Y yo seguí a mi casa. Me empujaba a ella, con tal prisa, la tiranía más poderosa y exigente de cuantas sufre el hombre de nuestro siglo: la tiranía del aseo. Para mí, como para tantos contemporáneos míos, el hábito del aseo ha llegado a convertirse en nimia obsesión. Las uñas sucias, los dientes sin enjuagar con elixir y sin frotar con pasta, el pelo sin cepillar, un borde dudoso, gris, en los puños de la camisa, bastan para hacerme desgraciado. A pesar de mi devoción extraña a Rita Quiñones, su menaje no me tranquilizaba poco ni mucho, y la fúnebre noche había impreso huellas en mi ropa y en mi piel. Sentía ese hormigueo, esa desazón física y esa especie de disminución moral que produce la certeza de no estar puro, nítido, fresco.

Con deleite de romano de la decadencia entré una hora después en un baño donde acababa de esparcir puñados de espuma de jabón y un frasco de colonia fina. Al flotar en el agua tibia y aromosa, las visiones de cementerio me parecían tan difumadas y desvaídas como un fresco de sacristía deteriorado por la humedad, y la desaparición de Rita, algo sucedido hacía muchos años y en un país distante. La fricción con el guante seco, activando mi circulación, acreció mi bienestar material; un chocolate ligero, a la francesa, en taza elegante, flanqueado de brioche, mantequilla y tostadas, absorbido al lado de la chimenea crepitante, metido mi cuerpo en ropón de franela caliente y mis pies en zapatillas confortables y airosas -las zapatillas fondonas, achancletadas, no las puedo aguantar, me ponen en ridículo ante mí mismo-, preparó sabiamente mi estómago, sin cargarlo. Tadeo, el ayuda de cámara, solicito, me vistió con ropas bien cortadas y de estación, y al darme los guantes, interrogó:

-¿Almorzará el señorito en casa? Porque la señorita Camila siempre me pregunta...

-No sé... Es probable que sí.

Volví a la casa mortuoria. Desde que pisé el portal me asaltó una idea, que en el primer momento me parecía singular, aunque después me haya enojado con los que singular la encontraron también. Y esta idea era que ya tengo familia; que tengo un hijo y que debo desear verle, besarle. ¿Cómo no lo hice ya a la madrugada, al rendir su madre el último suspiro?

Llamé. Marichu, que me abrió, traía los ojos hinchados, el pelo revuelto, el aliento impuro, de desvelo y fatiga.

«Es preciso -pensé- instalar a mi niño como corresponde. Le educaré, le cuidaré maravillosamente.»

Y planes britanizados, todo un programa serio, pedagógico, a la moderna, se formuló en mi mente mientras cruzaba el angosto pasillo cubierto de estera vieja y forrado de papel color manteca imitando los nudos y vetas de la madera de pino. Era la engañifa de la vida que volvía a apoderarse de mí con sus seducciones, su persuasión fascinadora de que hay cosas que urge, que importa hacer, y a las cuales debe consagrarse todo nuestro esfuerzo, sin vacilación y sin descanso... La engañifa me hizo tanto provecho como el baño y el chocolate, y entré en la alcoba mortuoria casi alegre, con la viril alegría de la acción.

La valerosa Marichu había arreglado y mudado la cama, lavado y vestido a la muerta con su mejor traje, de negro paño. Había cruzado sus manos, clausurado sus ojos de sombra, cuajados ya y mates como azabache sin bruñir, recogido con la modestia de los supremos instantes la cabellera indómita, de rebeldes mechones. La chica vascongada tenía, ciertamente, el sentimiento de lo conveniente en determinados casos. Me acerqué, mire a Rita -si es que era Rita el tronco inerte que yacía sobre el lecho- y me quedé absorto por el encanto de filtro letal que se desprendía de la contemplación. Sin duda quedaba mucho de alma en el cadáver. ¿No era el alma lo que bañaba con irradiaciones de paz y misterio la cara inmóvil? ¿No era el alma lo que se aletargaba tan calmosamente, lo que imprimía majestad a la frente clara, como retocada de luz? A la boca sonriente de un modo imperceptible, ¿no se asomaba el alma, a falta de aliento? ¿No había alma en las cruzadas manos casi transparentes, entre las cuales Marichu, no poseyendo un crucifijo había deslizado una humilde estampa del flamígero Corazón? ¿Podrá ser sólo la materia la que sugiere tanta emoción dramática en presencia de estos despojos? Miro hacia el fondo de la alcoba, buscando en las umbrías de los rincones al Ser que ha de contestarme, al Ser que disipe mis incertidumbres. En el silencio flota algo sagrado... Tal vez está ahí la Seca... Y de seguro es ella, la Omnipotente, quien me responde, entre castañeteos de mandíbula desencajada y chirridos de goznes herrumbrosos:

-Majadero: lo que te impresiona, ni es la materia, ni es el alma. Es la forma, la forma engañosa, algo lineal y superficial, que sobrevive a la vida.

-Date aceite a las clavijas de esos huesos -replico irritado, despreciativo y con jactancia colérica- para que no chirríen así. Tú debes ser callada, reservada, correcta, discreta. No me gustarás, ¿has entendido?, hasta que adoptes los modales de la mejor sociedad.

Y creo oír una carcajada sofocada, sorda, como si ella se desparramase de risa dentro de la oquedad de un nicho. ¡Ella! ¿Por qué llamarle así? Ella es la mujer; ella es la que simboliza la humareda azul del hogar, garantía de la supervivencia en la familia; sólo a la amada se aplica el dulce pronombre demostrativo...

¡No quiero que me atraigas, no quiero ser tuyo, esqueletada coqueta! Hay otro atractivo que vence, y, de fijo, vencerá siempre al de la Segadora. El niño pisará la cabeza de la muerte... Y en mi memoria, en ese caprichoso terreno donde brota lo que menos esperamos, salta una copla del sentencioso secretario de don Juan II, y se me viene a los labios:

Como toda criatura
de muerte tome siniestro,
aquel buen Dios y maestro
proveyó por tal figura
que los daños que natura
de la tal muerte tomase,
luxuria los reparase
con nueva progenitura...


-¡Marichu! -grité- ¿El niño, está despierto?

-Sí, señor.

¿Vestido? ¿Limpio?

-No, señor... No pude... Con atender... -y señaló al lecho funerario.

-¿Se ha desayunado?

-Un poco de leche le di...

-¿Sabe?...

-Inocente, ¿qué quiere que sepa? Algo se malicia ya... Tan listo.

-Arréglale muy bien, y avísame.

Mi ilusión de paternidad no quería yo perderla con una impresión que sublevase mis sentidos desde el primer momento. Como los sultanes de la Biblia que hacen lavarse, macerarse en aromas, revestirse de los mejores adornos a las que van a compartir su tálamo imperial -cultivando, sabiamente, la mentira subjetiva, fuente de toda ventura-, yo hubiese deseado al chico trajeado de terciopelos y guipures, saltante de planchados, exhalando olor a Rimmel y- a ropa nueva, inglesa, cara. Soy un refinado exigente, lo cual me vale sufrimiento y decepción continua. Quisiera que el sentimiento, o al menos la sensualidad, tuviesen el poder de abolir esta exasperación de mi delicadeza; y jamás la han tenido. En horas de delirio, o que para ser algo deben ser de delirio, mis sentidos lúcidos, vigilantes, severos, me vedaron el transporte y el anonadamiento que se parece a la muerte, y sólo por este parecido me hechizaría. He advertido todo, todo, todo; la basta calidad de un encaje, el corte desairado de un zapato, el principio de fatiga de un corsé, la imperceptible empañadura de una tez imperfectamente purificada, el vaho de un estómago nutrido de groserías... Y esas ofensas al refinamiento me han producido rencor, como si el ofendido fuese yo mismo, directamente; y el rencor me ha marchitado las flores de poesía en los labios y en el espíritu. ¿No me decía el año pasado la pobre Catalinita (por señas, una amiga de mi hermana), no me decía, repito, en son de despedida, en ocasión crítica y que otro llamaría solemne: «Eres un desagradecido. Te vas furioso contra mí»?...

Sí, furioso quedo yo cuando alguien me devasta por dentro, me disminuye la poesía, me roba mi sueño y mi pasajero entusiasmo... Marichu: pon cuidado, pon cuidado en cómo arreglas al niño, que en este momento es el asa a que me agarro para no caerme de mi propia altura imaginaria. ¡Oh arcangelito Rafael: haz el milagro de llenarme este abismo que hay en mí; llénamelo con tu monería celeste, con tu mohín murillesco, con tus carnezuelas amasadas de mantequilla y hojas de rosa, con tu mirar donde aún no se ha reflejado la negrura humana! Enamórame de ti, de tu cuerpo santo, sin contaminar, de tu pensamiento impoluto, de tus manos sin fuerza, de tus pies corretones... ¡Hazme padre, sin que yo tenga que rendirme al yugo de una Trini, de una mujer práctica, positiva, bien equilibrada, que lleve cuentas y saque brillo a mi capital! Hazme padre, que es lo que anhelo secretamente, porque ser padre es arraigar en la vida. Mira que estoy rendido de tanto aspirar a la paz de la Sima oscura... y que, para decir toda la verdad, la Sima es aterradora... ¡Y sí he visto bien, sí; allá en el fondo tiene fuego...!

-Aquí viene, señor: el huerfanito le traigo...

Cierro aprisa la vidriera de la alcoba, donde yace la madre, y me arrojo hacia el mocoso, le levanto en brazos y le devoro a besos. Él se ríe, se defiende y me pega puñetazos en los ojos, chillando: «Bapar, malo, Bapar...»

-No me llamo Bapar. Me llamo papá.

Marichu abre unas pupilas sosas, como dos bolas barnizadas... ¡Se lo sospechaba! ¡No era huerfanito el nene! Padre tenía, sólo que los miramientos y las razones..., el mundo, el mundo...

-Yo corro con todo, Marichu. Quizá nos mudemos, antes de la semana que viene, a otra casa. Ésta es triste. Entretén al pequeño; que no vea...

-¡Basta! Entendido, señor... Alla me lo llevo, cuando llegue la hora...

-Ahí va un par de billetes, para lo que ocurra...

-Suerte tiene Rafaelín... ¡Amparo no le falta!