La segunda casaca/24
-Salvadorillo, albricias -dije a mi amigo, entrando en la cueva del Sr. Mano-, todo va bien, la revolución marcha. Madrid ofrece un aspecto imponente... ¡Si vieras qué cosas me han pasado!... ¡qué aventuras!... ¡qué peligros!... soy un héroe. Pero en fin, he comido como un príncipe. ¿A que no sabes dónde? Pues en casa de tus amigos los Baraonas. Jenara, con sus propias manos divinas, me sirvió de comer.
-¿En dónde viven ahora? -me preguntó Salvador con indiferencia.
-En la calle de Sal si puedes... bonito nombre... aquí cerca.
-Te lo pregunto porque quizás me dé una vuelta por allá.
-Me alegraré de que busques camorra a esa canalla. Pero aguarda a que triunfe la revolución. Entonces les meteremos en un puño. Cuando la policía sea nuestra, es preciso tomar venganza. Enviaremos a Garrote a presidio y a Baraona a una casa de locos.
Monsalud se estaba arreglando y vistiendo. Habíale proporcionado Mortero un vestido de majo, como el mío, pero mucho más elegante: marsellés nuevo, calzas y pantalones negros, capa de grana y sombrero redondo. Su figura no podía ser más hermosa.
-¿Vas a salir esta noche? Te acompañaré. Me aburre este agujero. En Madrid se respira, amigo mío, el aliento sulfúreo de la revolución. La conmoción viene, el trueno retumba ya muy cerca.
Salimos juntos. Habíase disipado en gran parte mi miedo, y la compañía de Monsalud infundíame valor. Desde los primeros encuentros con varias personas conocidas, comprendimos que no corría ya gran peligro nuestra libertad. Las noticias eran tremendas para el absolutismo, y según dijeron, se preparaba para el día siguiente un decreto haciendo concesiones y prometiendo reunir Cortes. Tanta cobardía inflamaba más a los revolucionarios.
Visitamos aquella noche con el mayor descaro algunas tertulias, que no eran otra cosa que las mismas reuniones perseguidas por D. Buenaventura; pero con la súbita esperanza de triunfo, la revolución había arrojado la máscara y se burlaba del Gobierno. En este no había un solo ministro propio para la gravedad del caso. Hombres todos de miserable espíritu, no servían más que para la adulación. Todo Madrid se reía de ellos. Los conspiradores que no estaban presos afectaban en las calles y en sitios públicos un desprecio a la autoridad que rayaba en desvergüenza.
Al día siguiente, tranquilos ya con el aspecto que tomaban las cosas, abandonamos Salvador y yo el escondrijo del Sr. Mano de Mortero, y tuvimos hospitalidad en casa de un amigo.
Era el 6 de Marzo, cuando llegó la noticia de la sublevación de las tropas que estaban en Ocaña. El júbilo y osadía de los revolucionarios eran tan grandes, que por momentos se temía en Madrid un alzamiento popular. La atención de todos se fijaba en la guarnición de Madrid, formada de algunos regimientos de la Guardia y de otros de línea. En Palacio, según me dijo el Sr. Villela, a quien encontré en un estado de indecisión extraordinaria, todo era tumulto y azoramiento. La Reina Amalia lloraba, el Rey bufaba de ira y los palaciegos iban y venían consternados, sin saber si pondrían la vela al santo o al demonio, o a entrambos a la vez, que era lo más seguro. Escondíanse el duque de Alagón y los demás favoritos, y diversos personajes, oscurecidos u olvidados por la corte, se presentaban llamados por el Rey o espoleados por su propia ambición.
Desde que amaneció el día 7, Madrid ofrecía el aspecto propio de los días en que va a pasar algo extraordinario. Inútil es decir que desde muy temprano recorrí yo las principales calles, en unión de algunos individuos que iban sembrando la semilla del tumulto de barrio en barrio. Recordaba yo las escenas famosas del 1.º de Mayo de 1814, y me parecía que nada había cambiado. Las caras eran las mismas, los gritos parecidos. Ciertamente que la idea era distinta; pero como la idea no se ve, de aquí la ilusión.
No hay cosa más parecida a un motín absolutista que un motín revolucionario. Se asemejan como una calabaza a otra. No trabajar, cerrar las tiendas, salir chillando, derribar lápidas y letreros, injuriar a los caídos, proclamar nombres nuevos, levantar ídolos, mezclar tal o cual arranque generoso a salvajes actos, esto fue lo que vi en 1814, y lo que se repitió ante mis ojos en 1820. En una y otra época, por rara coincidencia, fui agente eficaz en el movimiento, y las dos veces mi astuto aguijón pinchó a la bestia feroz para que gruñese. Antes había gruñido en las Cortes; ahora debía gruñir en Palacio.
Comprendiendo la gravedad del asunto y la conveniencia de que el trabajo de seis años no se malograse, desplegué aquella mañana facultades verdaderamente maravillosas que llenaron de asombro a los revolucionarios viejos. Ya se comprenderá que los nuevos éramos atroces. No perdonábamos.
Debo advertir que en Marzo de 1820 yo notaba en la población un movimiento mucho más espontáneo y general que en Mayo de 1814. Todos los tenderos, todo el comercio alto y bajo de los barrios del Sur y del Centro se asociaba al impulso con una franca y natural alegría que me llenó de admiración. En los empleados, en todo el personal de la clase media, había un sentimiento de simpatía que más tarde llegó a manifestarse en hechos. Había, pues, en aquel día dos corrientes, la corriente natural de la gente de buena fe que se alegraba del cambio previsto, y la corriente del tumulto, que tenía encargo de vociferar y hacer demostraciones locas. Ambas se mezclaban y juntas invadían las calles, llenando los aires con sordo mugido, sin que se pudiese determinar dónde acababa el oro y empezaba el plomo. En la generalidad de la población resplandecía la más franca hombría de bien, una especie de candor revolucionario, si así puede decirse, un júbilo patriarcal que era del mejor augurio.
Por la tarde la muchedumbre formaba una apretada masa en los alrededores de Palacio. Escenas bulliciosas de animación, de risas, de plácemes, de gritos, de palabrillas un poco jacobinas alegraban las calles del Arenal y Mayor.
«Que el Rey juraba.
»Que el Rey no deseaba otra cosa que jurar.
»Que los ministros y palaciegos eran unos tunantes, pero que Fernando el hombre mejor del mundo.
»Que, a Dios gracias, nos íbamos a ver libres de pillos.
»Que en aquellos momentos se estaba formando un nuevo Gobierno.
»Que por la noche la guarnición de Madrid, incluso la guardia real, debía apoderarse del Retiro, para desde allí enviar una diputación al Rey pidiéndole el juramento consabido.
»Que la Reina decía entre lágrimas y suspiros que la habían engañado, y que se quería volver a Sajonia.
»Que Ballesteros, recién llegado por mandato del Rey, había dicho que nada se podía hacer ya.
»Que los hombres de la corte opinaban que no era cosa de trastornar al Reino y de pasar sustos por un juramento de más o de menos».
Esto y otras cosas que omitimos decía la gente. Yo no quise hacer demostraciones en público; pero me daba a conocer a todos mis amigos, no recatándome de nadie, porque ya no había para qué. Con los liberales me hacía el exaltado y con los templados el indiferente.
Cerca de Palacio, la multitud prorrumpía en desaforados gritos: allí estaba nuestra gente pidiendo a voces la Constitución y el juramento con tanto ardor, que parecía no poderse pasar ni un momento más sin ello. Pero los balcones de Palacio permanecían cerrados; no se veía ni aun la nariz del Infante D. Carlos, generalísimo de los ejércitos.
Iba cayendo la tarde, y no había novedad. Algunos jinetes de la guardia decían al pueblo que se retirase. Su actitud no era hostil, sino tan conciliadora, que despertaba general simpatía. La guardia, que tanto dio que hacer después, estaba aquel día como un guante. Verdad es que aquel día era un fenómeno por la generalización súbita de los sentimientos liberales. Había contagio sin duda. Los exaltados contagiaban a los tibios; los tibios a los indiferentes; los hombres contagiaban a las mujeres, las mujeres a los niños, y los niños a los pájaros, que de rama en rama piaban Constitución.
La noche enfrió el entusiasmo de muchos; pero exacerbó más el furor de otros. Aquellos que a toda costa deseaban una escena y la pedían y la estaban buscando, no querían irse a sus casas sin saber la determinación de Su Majestad. Diversas comisiones entraron en Palacio, pero el pueblo ignoraba todo. Por eso cuando corrieron voces de que era inútil esperar nada positivo hasta la mañana siguiente, un bramido de despecho circuló de un cabo a otro. Gracias a que nuestro pueblo es dócil, poco exigente, humilde, y conserva sentimientos de profundo respeto al Trono en medio de sus más soeces expansiones, que si no fuera así, algo grave habría ocurrido aquella noche.
Mientras los vecinos se iban a sus casas o a las tertulias o a los cafés, los que mangoneábamos en la maquinaria oculta del alboroto popular, azuzábamos a los beneméritos patriotas para que manifestasen sus altas dotes, ora rompiendo algunos vidrios absolutistas, ora entonando canciones que a toda prisa improvisaron ramplonas musas. Todo lo hicieron a pedir de boca; pero aquello donde más lució su destreza fue la algazara que armaron en la Plaza Mayor al poner una lapidilla provisional, que más tarde fue sustituida por otra de mármol. Diversas turbas, roncas a fuerza de gritos y aguardiente, daban vivas a la Constitución, y había grupos carnavalescos, semejantes a los que forman los gallegos la víspera de los Santos Reyes.
Aquella vez, entre lucientes antorchas no llevaban escaleras, sino el libro de la Constitución, abierto e izado en un palo. La gracia de esta apoteosis consistía en hacer que todo transeúnte besase el libro, previa inclinación del palo hacia el suelo. Se obligaba a los transeúntes a ponerse de rodillas, siendo de notar que la mayor parte lo hacían de muy buen grado. Fuera de este inocente desahoguillo, no hubo ningún exceso aquella noche, ni se vertió sangre, ni nadie fue arrastrado, ni se realizó ninguno de aquellos siniestros augurios que en tiempo de la conspiración se hacían. Todo era una especie de juego de chiquillos.
Así pasó la noche. Ya no tuve recelo de entrar en mi casa, en la cual encontré aún dos o tres polizontes, que me recibieron sombrero en mano, con exagerados cumplidos y servilismo. Yo les mire de un modo altanero, y entonces cada uno de ellos me rogó que le proporcionase un ascenso, puesto que ya de vencido me trocaba en vencedor e iba a estar pronto en candelero. Prometiles a tan guapos chicos mi favor, y se despidieron diciendo que si el nuevo Gobierno les mandaba prender a D. Buenaventura, lo harían de mil amores. Por último, les recomendé que al día siguiente muy de mañana saliesen por las calles dando vivas a la Constitución y a la libertad, que vigilasen la casa de Baraona por ver si entraban en ella gentes sospechosas, y que se pusiesen en todos los sucesos del día al lado de los buenos y ardientes patriotas.
El 8 fue día de júbilo, de triunfo, de algazara, de expansión incomparable. El pueblo, más niño en las buenas que en las malas, parecía haber recibido un juguete por mucho tiempo deseado. Viendo tanto entusiasmo, ¡quién creería que bien pronto el muñeco había de ser hecho pedazos por las mismas manos que entonces le recibían! Todo estaba consumado; la revolución estaba hecha; lo de arriba había pasado abajo y lo de abajo arriba; la cabeza era pie y el pie cabeza; la soberanía del pueblo, representada en un papel escrito, había subido al majestuoso zenit del Estado, echando de allí a la soberanía real para ponerla debajo. La gran jugarreta que hacen los siglos a los siglos estaba consumada, y el hoy había triunfado sobre el ayer. El Monarca de derecho divino, el escogido de Dios, se había prosternado moralmente ante los gallegos, que, cual comparsa de noche de Reyes, recorrían las calles con escobas encendidas, y había besado de rodillas el libro puesto en un palo. Ya era público el famoso decreto del 7 de Marzo, y desde muy temprano no había ciudadano de la improvisada nación constitucional que no repitiese el me he decidido a jurar la Constitución promulgada por las Cortes generales y extraordinarias de 1812. Tendreislo entendido... etc...