La pena y furor que yo sentía no dieron lugar por algún tiempo a la sorpresa que el encuentro inesperado de mi amigo debía producirme. El tío Mano, seguro de que no había peligro, encendió de nuevo la luz, y diciéndome algunas palabras festivas y tranquilizadoras, puso sus manos en la obra interrumpida. Estaba haciendo un ejército. Yo alcé la vista; contemplé la bóveda bajo la cual estaba, las macizas paredes, y me creí sepultado para siempre. Parecía que había caído sobre mi corazón una losa enorme. La Inquisición, o si se quiere la autoridad, ponía sobre mí su pie y me aplastaba como a un insecto. Una aflicción inmensa llenó mi alma, asemejándose a una irrupción de tinieblas que entraban en ella, ocupándola toda para nunca más salir. Yo no podía formar otra idea que esta.

-¡Adiós carrera, adiós porvenir, adiós posición mía!

¡Debilidad pueril! Ocultando el rostro entre las manos rompí a llorar como un chiquillo.

-No hay cuidado ninguno -dijo Mortero-. Aquí no vendrán los mochuelos. Esto es un sepulcro. Y si vinieran, señor mío, todavía están ahí los calabozos, y si entraran a registrar los calabozos, todavía nos quedaba la cisterna.

-Fíate de los amigos querido Pipaón -dijo Monsalud sacudiendo la pereza-. Pero aquí puedes estar tranquilo.

-También a ti te han querido prender -exclamé con furia -. ¿Has conocido hombre más infame que ese D. Buenaventura? ¡Miserable mastín del absolutismo! Dios poderoso: ¡permite que se desborden sobre España las revoluciones más horrendas; permite que se alce una guillotina en cada calle y que rueden por el suelo las cabezas de todos esos bárbaros tiranuelos que envilecen el país!! ¡Sí, sí, vengan los disturbios con sus cuadrillas de asesinos, levántese el pueblo y arrastre a esos menguados ídolos; ardan España y Madrid!!... ¡Pero qué detestable Gobierno! ¡Qué infames ministros! De modo que a un vecino honrado, a un hombre de bien, se le pone preso sin más ni más, porque a un ministro se le antoje... De modo que no hay seguridad... ¡De modo que la libertad y la vida de los españoles están a merced de un vil delator!... ¡Esto no se puede sufrir, esto es inicuo! Es preciso que esto concluya. ¡Salvador, venga la revolución, venga una y mil veces! Abajo todo esto y venga lo que saliere.

-Vamos: se conoce que te duele. Pues hay que tener paciencia, amigo -contestó Salvador fríamente-. La revolución no viene.

-¡No viene!

-Se ha constipado en el canal de Santi-Petri.

-Pues debe venir -repuse con furor-. Tú y tus amigos sois unos menguados cobardes. ¿Por qué no tenéis más energía?, ¿por qué no atropelláis por todo?, ¿por qué no subleváis en masa al país?, ¿por qué hacéis las cosas a medias?, ¿por qué andáis con paños calientes?, ¿por qué no matáis?, ¿por qué no incendiáis?... ¡Horrible estado es el nuestro! ¡Horrible situación la de España, entregada a un espantajo como D. Buenaventura, y sin encontrar media docena de hombres valerosos que me salven!

La cólera mía no encontraba otro lenguaje. Mi pecho era un volcán y mis palabras fuego.

-¡Jacobino estás! -me dijo Monsalud riendo, más sin abandonar su calma.

-Pero, hombre, ¿no bufas como yo?, ¿no te indignas?, ¿no deseas ver al infame marquesillo asado en parrillas?... Yo quisiera tener cien bocas para gritar con todas ellas:¡Viva la libertad! ¡Viva la Constitución!... Si no alcanzo cómo hay absolutistas en el mundo... Si no se comprende cómo no son liberales hasta las piedras de las calles... Si no se concibe cómo estas no se levantan solas y van corriendo por los aires a destrozar a esos miserables verdugos... Si no se concibe que doce millones de españoles consientan ser tratados como una manada de carneros... Si no se comprende cómo hemos vivido tanto tiempo en compañía de esa vil canalla sin hacer una revolución cada día y un motín cada hora... Salvador, tú no tienes sangre en las venas, cuando estás ahí tan tranquilo, y no te irritas al oírme, y no rechinas los dientes y no maldices a nuestros bárbaros enemigos, y no echas hiel y fuego y veneno por la boca.

-Sigue, sigue -dijo-. Te oigo con gusto.

-¡De modo que estoy perdido para siempre! -exclamé cruzando las manos con angustia-. ¿De modo que esa endiablada revolución no triunfa ya? ¡Qué inicua farsa! Nos comprometéis a tantos hombres honrados y luego lo perdéis todo por vuestra cobardía... Y heme aquí perdido para siempre, sin carrera, sin más porvenir que el destierro... porque es claro, tendré que emigrar, si no me ahorcan antes... Hombre, horrorízate... ten lástima de este desgraciado... consuélame, amigo, dime alguna palabra que alivie mi angustia... por Dios, Salvador, por Dios vivo, ¿no habrá todavía ninguna esperanza?

-Ninguna -contestó secamente mi amigo.

-Pero hombre, ¿es eso verdad?, ¿ninguna, ninguna? ¿Ha fracasado la revolución?

-Por completo.

-Quizás te engañes. Puede que todavía...

-Ya no hay remedio.

-¿Qué sabes tú? Todavía...

-Vengo de Andalucía.

-¿Cuándo llegaste?

-Hoy. Nadie sabe mejor que yo lo que allí ha pasado...

-Y dices que... ¿Pero qué haremos ahora?

-Nada; tener paciencia -repuso con una flema imperturbable que me exaltaba más.

-¡Tener paciencia! Eso está bueno para ti que nada pierdes, porque nada tenías; para ti que tan poca cosa eras antes como ahora; mas ¡ay!, yo estoy arruinado, yo estoy perdido. ¡Adiós carrera, posición, porvenir!... Pero cuéntame. ¿Qué ha pasado en esa fatal Andalucía? ¿Dices que has llegado hoy? ¿Por qué te has metido aquí?

-Porque el señor marqués no se duerme ahora en las pajas. Me han seguido la pista todo el día; me he visto muy apurado para escapar. Hoy no se encuentra un amigo por ninguna parte. Los Villelas y comparsa, en vista del mal éxito, adulan al Gobierno. Después de recorrer varios albergues, he creído que en ninguna parte estaba tan seguro como aquí. No he confiado el secreto de este escondrijo ni a mis más íntimos amigos. ¿Qué habrá sido de ellos?, en el aciago día de hoy, querido Pipaón, se han hecho más de doscientas prisiones. No hay compasión ni para los arrepentidos.

-¡Nos hemos lucido! Pero ¿no habrá alguna esperanza? Dime, por Dios, que sí.

-No, no hay ninguna. Los insurrectos vagan a estas horas por los llanos de Andalucía, medio muertos de hambre y de cansancio, sin encontrar apoyo en ninguna parte, viendo disminuir rápidamente su número en vez de aumentar; y gracias que los últimos consigan llegar vivos a la raya de Portugal. Ni Riego ni Quiroga valen más que para un momento de esos en que sólo se necesita arrojo. Cuando el primero arengó a sus soldados en las Cabezas y les dijo: Basta de sufrimientos, valientes camaradas; hemos cumplido con el honor; más larga paciencia sería vileza y cobardía, parecía que aquel hombre iba a imprimir a la insurrección impulso poderoso; pero después le hemos visto perplejo, vacilante, dejando pasar todas las buenas ocasiones, y corriendo de aquí para allí como un recluta al cual de golpe y porrazo se le pusiera en la mano el bastón de general. Tuvieron la mejor coyuntura para batir uno a uno los batallones que no habían querido insurreccionarse, y la dejaron perder. Rechazados en la Cortadura, salió Riego de la Isla con mil quinientos hombres y marchó hacia Algeciras, movimiento cuyo objeto no se alcanza a nadie. Cuando quiso regresar, supo que Freire bloqueaba la Isla, donde estaba Quiroga, y corrió a Málaga. Perseguíale D. José O'Donnell sin conseguir derrotarle ni tampoco ser derrotado por él. La insurrección hasta entonces no era más que un marchar continuo, sin aliento, sin entusiasmo, sin espíritu, porque en todos los pueblos del tránsito no había más que frialdad, indiferencia... De Málaga pasó Riego a Córdoba, donde entró con quinientos hombres.

-¿Y los otros mil?

-Habían desertado, y aprovechándose de la revolución, se iban tranquilos a sus casas.

-¡Canallas!... ¡Pero qué falta de entusiasmo y de patriotismo, sí señor, de patriotismo! -dije yo, no comprendiendo cómo había quien desmayase, tratándose de derribar al Gobierno absoluto.

-En Córdoba no fueron hostilizados por la tropa; pero tampoco vitoreados ni agasajados por el pueblo. No he visto frialdad semejante. Parece que esto no es Nación, sino un pueblo de sombras.

-¡Qué país! -exclamé con desesperación-. Con que mientras nosotros trabajamos por variar la forma de gobierno; mientras nos exponemos a perder las ventajas de una brillante carrera y sufrimos persecuciones, el bendito país se está mano sobre mano, sin decir esta boca es mía... ¡Pero qué horrible ingratitud, hombre! Lo que tú dices, un pueblo de sombras.

-Lo que más me ha afligido en este fracaso, no es la mala suerte de los militares sublevados, sino la apatía del país, su poltronería política, pues no merece otro nombre. Ve que se levantan unos cuantos hombres proclamando la libertad para todos, los principios de justicia, el gobierno ilustrado, y se cruza de brazos, no comprende nada, sonríe al ver pasar la insurrección, cual si fuera cabalgata de Carnaval. Esto hiela el corazón...

-¿Pero qué es esto, pues? Explícamelo.

-Esto es un triste desengaño; esto significa que España no nos entiende. Conoce su gran pobreza y envilecimiento; quizás comprende que otros pueblos viven mejor; pero no se le ocurre que en sí misma tiene los medios para salir de tal estado. Tres siglos de absolutismo no podían menos de producir esta modorra intelectual en que el país vive. Duerme: sueña tal vez. Sufre un encantamiento parecido al de aquellos caballeros a quienes un mago convertía en estatuas. Es verdad que en este león encantado hay una cabeza que piensa, la idea que está en la flor de la sociedad, en algunos centenares de hombres escogidos... pero estos pueden poco. La cabeza viva, puesta en un cuerpo inerte, no sabe hacer otra cosa que atormentarse con su propio pensamiento. Eso hacemos nosotros: atormentarnos, discurrir, creer. Tenemos fe, tenemos ideas; pero ¡ay!, queremos tener acción, y entonces empieza el desengaño; queremos movernos... ¡Cómo se ha de mover una piedra!

-Desconsolador cuadro me pintas, Salvador.

-¡Ojalá no fuese verdadero! En mí notarás una transformación tan rápida como triste. Mi pensamiento tiñe de negro todo aquello en que se fija. Ayer estaba lleno de luz, y hoy no hay más que tinieblas dentro de mí. No tengo ya esperanzas; he perdido todas las ilusiones. Parece mentira que se pierda todo esto y siga uno viviendo. He visto por mí mismo la apatía nacional, una congelación lamentable, una incapacidad absoluta para apropiarse la idea política y los sentimientos que con ella se relacionan, fuera del sentimiento de la patria y del sentimiento religioso, concebidos en bruto, a lo salvaje. Aquí el pueblo no entiende de ideas: sólo los sentimientos enormes del amor al suelo y a Dios le pueden mover. Hablarles otro lenguaje es hablar a sordos... Nosotros somos muy torpes: confundimos deplorablemente la conspiración con la revolución; creemos que la connivencia de unos cuantos hombres de ideas es lo mismo que el levantamiento de un país, y que aquello puede producir esto. Vemos el instantáneo triunfo de la idea verdadera sobre la falsa en la esfera del pensamiento, y creemos que con igual rapidez puede triunfar la acción nueva sobre las costumbres. Las costumbres las hizo el tiempo con tanta paciencia y lentitud como ha hecho las montañas, y sólo el tiempo, trabajando un día y otro, las puede destruir. No se derriban los montes a bayonetazos.

-Siempre creí que España era un pueblo de costumbres absolutistas -dije yo-, y que la revolución y el liberalismo estaban sólo en las cabezas exaltadas de cierto número de caballeretes, un tanto avispados por el alcohol de las lecturas... Por eso yo, al conspirar, no contaba con que se hiciera ninguna revolución verdadera, sino simplemente una mojiganga de revolución, una cosa teatral y de mentirijillas, que no alterara nada en el fondo, sino en la superficie, y que contentándose con fórmulas, verificase un razonable y justo cambio de personas, que es al fin y al postre lo más conveniente.

-Como tú piensan muchos, muchísimos de los que más han bullido en las logias, y esta es una de las causas del fracaso. Aquí no hay más que absolutismo, absolutismo puro arriba y abajo y en todas partes. La mayoría de los liberales llevan la revolución en la cabeza y en los labios, pero en su corazón, sin saberlo se desborda el despotismo.

-¿De modo que, según tu frase, España seguirá andando a cuatro pies por mucho tiempo?

-Por muchísimo tiempo.

-¿Y qué piensas hacer ahora?

-Nada: renunciar a un trabajo que creo no ha de tener resultado alguno. Yo empecé con mucho ardor; tenía una fe profunda; creía que por tales medios podía adquirir gloria para mi país y para mí; trabajaba a ciegas sin ver el material que tenía entre las manos. ¿Me preguntas lo que pienso hacer? Renunciar a un papel que empieza a ser criminal y hasta ridículo desde el momento en que sólo puede servir para ayudar a vulgares ambiciones. Estoy convencido de que la revolución tiene que ser vana por ahora. Lo he visto por mis propios ojos; lo he tocado con mis manos... Con su nombre pueden elevarse y luchar facciones miserables, y a facciones no sirvo yo. He sido durante algún tiempo aventurero, pero en mis aventuras entreveía un hermoso ideal. Mientras duró el engaño, mi conducta no podía dejar de ser noble. Pero, amigo mío, ya he visto que los que creía gigantes eran molinos de viento, y aquí concluye mi caballería andante. Felizmente no he perdido el seso. Si pude un día aceptar lo que hay de generoso en el papel del gran caballero de la Mancha, renuncio ya a lo que en él hay de ridículo, y arrojadas las inútiles armas me vuelvo a mi aldea.

-¿A tu aldea?

-Al extranjero, quiero decir; o a América, qué sé yo... En mi horrible descorazonamiento, amigo Bragas, yo conservo una serenidad notable, y no tomaré resoluciones atropelladas. No hay que apurarse... Calma. Durmamos ahora tranquilamente y mañana se pensará lo que se ha de hacer.

-Parece mentira que puedas dormir una noche de desgracias como esta. ¡Qué calma tienes!

-Estamos caídos -dijo con voz que se extinguía poco a poco a causa del sueño-. Algún día nos levantaremos. Dicen que no hay mal que cien años dure.

-¿Y serás capaz de dormirte así... dejándome solo, sin consuelo?...

-¿Consolarte yo? -repuso dormitándose, sin consideración a mi soledad-. ¡Pobre Pipaón, pobre cortesano!, le han quitado su destino... le han dado un puntapié con sandalia de rosas... Eso no es nada, amigo. Con unas cuantas sonrisas recobrarás tu favor... y si no con un par de lágrimas. El chubasco pasará y... al cabo de cierto tiempo... como si tal cosa...

Durmiose el infame, dejándome entregado al sombrío martirio de mis pensamientos... ¡Dormir cuando yo estaba perseguido, dormir cuando el orden natural de las cosas se había alterado! Encontreme enteramente solo, porque el Sr. Mano de Mortero había salido poco antes. Estuve meditando y cavilando con tal laberinto en el cerebro, que al fin deliraba. Creo que hablé solo largo rato y una visión extraña atraía la atención de mi espíritu. ¿Qué era aquello que yo contemplaba, Dios mío? Yo veía un ejército poderoso que avanzaba en gallarda formación. Las filas de hermosos caballos corrían las unas tras las otras tan matemáticamente alineadas, que no discrepaban una línea. Los jinetes todos esgrimían sus sables, y a igual altura se elevaban empenachados morriones... Pasaban, pasaban fila tras fila, escuadrón tras escuadrón, sin acabarse nunca y sin variar nunca. Era el ejército infinito, siempre el mismo, siempre marchando y nunca concluido. De las apretadas y correctas filas salía sin cesar un grito majestuoso, que penetraba en mi alma como un rayo de luz. El grito era: «¡Viva la libertad!».

No sé cuánto tiempo duró este fenómeno; pero al fin entró el señor Mano de Mortero, hizo ruido y me moví. En el rincón frontero y sobre el banco del taller, continuaba el ejército; más era un escuadrón de groseros muñecos mal tallados y peor pintados... Sin embargo, siempre me parecía que gritaban con sus bocas de palo: «¡Viva la libertad!».

El Sr. Mano de Mortero dejó a un lado el farolillo con que se alumbraba, la capa y el sombrero, y en voz alta nos dijo:

-Buenas y frescas, señores.

Monsalud despertó.

-¿Hay noticias? -pregunté con ansiedad.

-Y buenas. La Coruña ha proclamado la Constitución.

-¿Pero es verdad? ¿Lo dicen por ahí?

-Lo dicen por ahí y es verdad. Y el Ferrol y Vigo también se han sublevado. Dicen que los ministros están que se les puede ahorcar con un cabello.

-¡Dios mío, Virgen Santísima!, que sea verdad lo que dice este buen hombre -exclamé juntando las manos-. ¿No has oído, Monsalud, lo que cuenta el Sr. de Mano? ¿Qué te parece?, ¿será verdad?

-Puede ser verdad -dijo Salvador con mucha calma.

-Con que la Coruña, el Ferrol, Vigo; es decir, toda Galicia... Principio quieren las cosas. Si saldremos al fin con que triunfa la marimorena y arde toda España.

-El ejército nada más... -dijo mi amigo fríamente.

-Sr. de Mano, quién sabe, quién sabe todavía... Oye, Salvador, me ocurre una idea.

-¿Qué?

-Que imploremos de la Divina Misericordia...

-¿El perdón de nuestros pecados?

-No, el triunfo de la sedición. Pidamos a Dios con todo fervor y recogimiento... que sea verdad lo que ha dicho este buen hombre; que sea verdad el levantamiento de la Coruña...

Monsalud estaba echado boca arriba en actitud de tranquilidad perfecta. Había extendido sus dos brazos formando arco alrededor de la cabeza, y miraba al techo.

-Hombre, no seas impío -añadí-, ¿por qué no hemos de impetrar de la Omnipotencia Divina lo que deseamos? ¿No piden pan los hambrientos y salud los enfermos? Pues pidamos nosotros revolución. El Evangelio dice: «pedid y se os dará».

Monsalud reía.

-Sr. de Mano -añadí yo-. Aquí veo unas hermosísimas imágenes de la Virgen y del Señor. ¿Por qué no les pone usted una vela?

Salvador no podía tener la risa.

-Hereje, empedernido hereje, calla, calla. Cada uno tiene sus ideas. Yo soy religioso, yo soy creyente y tú eres un perro judío. Querido Sr. de Mortero, encienda usted un par de luces en ese altar que está junto a la cama.

Mortero encendió las luces.

-Ahora -dije yo-, que la Santísima Madre de Dios, Nuestra Señora del Rosario, nos dé el inefable beneficio de un pronunciamiento en cada ciudad de España; que sea un volcán Galicia y otro volcán Aragón; que caigan por tierra el absolutismo y D. Buenaventura.

-Me parece que se sienten pasos arriba -dijo Salvador en voz muy baja.

-Es que andan por allá el Sr. Secretario y un señor inquisidor -repuso Mortero-. No hagan ustedes ruido. Están sacando papeles del archivo.

-Es que ven la cosa negra -afirmé yo-. Sin duda temen que el pueblo penetre en la casa y descubra alguna picardía. Señor Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra...

-¡Es gracioso! -dijo Monsalud mirando la imagen, que era la Virgen del Rosario con Santo Domingo de Guzmán arrodillado a sus pies-. Si a esos señores inquisidores que están arriba les dijeran ahora que en un sótano de la Santa Casa arden velas ante las imágenes cristianas para implorar de Dios el triunfo de la revolución...

-Si se lo dijeran... seguramente no lo creerían.

Mi amigo se volvió hacia la pared, y al poco rato dormía.

Yo no cesé de rezar en toda la noche.