Resuelto a no apartarme del camino nuevamente emprendido y seguro de que conducía a buen término, seguí asistiendo a la reunión secreta. A los que ya me conocen, no necesito decirles que en poco tiempo me congracié de tal modo con los revolucionarios, que yo parecía un democratista de toda mi vida. Bien pronto adquirí singular prestigio entre ellos; me comunicaban acuerdos importantes y se asesoraban de mí para vencer dificultades. En honor de la verdad debo decir que yo trabajaba con celo, sin hipocresía ni doblez, al menos aquellos días, que eran los últimos de 1819: yo no daba cuenta de lo que veía en las reuniones más que a D. Antonio Ugarte, de quien era poco menos que esclavo. En cambio, recibía de él noticias e indicios estupendos que con toda diligencia comunicaba a mis nuevos amigos.

La entrada del Sr. Marqués de M*** en el ministerio no había cambiado radicalmente la situación. Verdad es que él, creyéndose un Júpiter de Gracia y Justicia, descargaba sus rayos a diestro y siniestro. ¡Pobre hombre! Sus rayos, o mejor dicho sus palos, eran palos de ciego. No dio un golpe que no cayera sobre inocentes, mientras los verdaderos criminales bullían en torno suyo, gozándose en la bufante ira del Ministro. Todos los días decretaba destierros, embargos, prisiones, registros de casas; el aturrullado Marqués hubiera despoblado a Madrid sin dar con los verdaderos revolucionarios. ¡Y qué convencido estaba él de que iba poco a poco arrancando de cuajo la perniciosa yerba! Había que ver al buen señor; había que oírle ponderar el éxito de sus trabajos, mientras daba pataditas en el suelo, emblemático movimiento para indicar queaplastaba la hidra revolucionaria.

Si apunto estos detalles es porque yo le veía con frecuencia, y si le veía con frecuencia era porque nuestra antigua amistad no se había enfriado. Tan lejos estaba el bendito Marqués de tenerme por liberal como de creer que llovían calabazas. Muy al contrario, me juzgaba empalagado de amor por el absolutismo, y en ley de tal me hacía confidente de sus proyectos y de lo bien que le iba saliendo el espurgo y limpieza del Reino. Para que no sospechase, yo me deslenguaba en denuestos e injurias contra los liberales, y alguna vez iba con el cuento de una logia descubierta por mí o de una conspiración sospechosa. De este modo favorecía a mis nuevos amigos, porque si nos reuníamos en tal calle, llevaba yo el soplo de que la cita era a legua y media de allí. De este modo, mientras la logia estaba tranquila, descomunal nublado caía sobre una junta de cofradía o merienda de artesanos pacíficos.

Entre tanto era evidente que la cosa iba a paso de carga, según opinión de los más metidos en harina. Al mismo tiempo todo Madrid esperaba algo estupendo. Había en la población la atmósfera especial del gran suceso inminente, una ansiedad precursora, sin saberse aún de qué. A pesar de esto, los adeptos a la comunidad secreta no sabíamos nada fijo; sabíamos tan sólo que se trabajaba en el ejército. Del de la Isla corrían versiones muy distintas: unos lo daban por entregado a la revolución; otros le creían patriota en la idea, pero tímido en la acción. Salían y entraban comisionados; pero Monsalud no regresó de Andalucía. Últimamente logré internarme más en el corazón de la conjura, fui dueño de importantes secretos. El golpe debía darse en la Coruña y en Zaragoza.

Llegó el 1.º de Enero de 1820; vino el día de Reyes y una noticia circuló por Madrid con la celeridad del rayo. Fue a despertarme Carlos Garrote, el cual me dijo que me vistiese con toda presteza para salir juntos. Estaba tétrico, y sus miradas y sus palabras eran hiel.

-¿Apostamos a que este bruto ha hecho una atrocidad con su mujer? -dije para mí.

-Levántese usted -me dijo-; ocurren sucesos graves...

-¡Pobre Jenara! -exclamé-. Yo tengo la seguridad, Sr. D. Carlos...

-¿Qué habla usted ahí? No se trata de mi mujer.

-¿Pues de qué, Sr. D. Carlos?

-Se han sublevado algunas tropas del ejército expedicionario.

-¡Qué picardía! ¿Habrase visto?... -exclamé yo simulando tanto enojo como espanto-. ¿Pero son muchas las tropas sublevadas?

-Unos dicen que son muchas y otros que sólo un par de regimientos.

-¿Y no sabe en qué punto?

-En las Cabezas de San Juan.

-¿Y hacia dónde están esas Cabezas? No conozco más que una, que suele verse sobre los hombros del Santo Precursor o en la bandeja de Herodías.

-Estas Cabezas, donde se ha consumado tan vil traición, están en Andalucía, cerca de Jerez. Ya sabe usted que el ejército expedicionario, por librarse de la fiebre amarilla, se había acampado en las Cabezas de San Juan, en la Corredera, en Arcos de la Frontera y otros puntos del interior.

-¿No manda ese ejército el conde de Calderón? -dije haciéndome de nuevas.

-El mismo: le conozco, es un viejo estúpido.

-¿Y no se sabe qué cuerpos han dado ese aleve grito? ¡Que no los fusilaran a todos!... Sr. D. Carlos, esto da vergüenza.

-Dicen que el batallón de Asturias ha sido el primero.

-¿Quién lo sublevó?

-Rafael del Riego.

-¡Rafael Riego! -dije yo fingiendo que hacía memoria-. ¿Le conoce usted? ¿No estaba ese muchacho en el regimiento de Valencey?

-Sí; empezó sirviendo en la Guardia de la Real Persona. Durante la guerra sirvió en el ejército y en las partidas. Sé que estuvo en las acciones de Balmaseda, San Pedro de Gueñes y Espinosa de los Monteros. Después le hicieron prisionero, y al cabo de algún tiempo apareció en Galicia.

-¿Le conoce usted?

-Le vi en Vizcaya al principio de la guerra. Era valiente. Algunos traidores lo son.

-Si parece increíble, Sr. D. Carlos -dije vistiéndome apresuradamente-. ¡Que tal canalla haya nacido en España!... No sé qué haría... Si todas las cabezas de esos infames rebeldes estuvieran al alcance de mi mano, las cortaría de un solo golpe.

-Este es el resultado -murmuró Carlos-, de la benignidad del Rey con los militares que descubiertamente han estado conspirando desde el año 14.

-Dice usted bien. Si Su Majestad no se hubiera andado con blanduras... Vea usted el pago que le dan al mejor y más generoso de los reyes. ¿Y usted qué piensa hacer?

-Ahora mismo me voy a presentar al Capitán General para que disponga de mí. Quiero formar parte del primer ejército que salga a combatir a los insurrectos.

-¡Oh, cuánto siento no ser militar como usted, Sr. D. Carlos! -exclamé con calor-. Si yo fuera militar, iría también el primero y entraría lanza en ristre a esas rebeldes Cabezas de San Juan... ¡La sangre me arde en el cuerpo!... Supongo que se mandará allá un ejército; que este ejército les entrará a saco; que no dejarán con vida ni a uno solo de esos infames.

-El ejército -dijo Garrote sombríamente-, está corrompido y minado por el liberalismo.

-¿No se sabe más que la rebeldía del batallón de Asturias?

-Se dicen tantas cosas... Todavía no será posible precisar la extensión del mal. Todo depende de que Cádiz y su guarnición hayan respondido al movimiento. Se habla también de otro batallón sublevado, el de España, que manda Antonio Quiroga.

-Ese ha estado preso hace poco por conspirador liberal.

-No sé más de él sino que debió el grado de coronel a la prontitud con que trajo a Madrid la noticia de la muerte de Porlier.

-¡Linda carrera!... pero vamos, vamos a la calle. Le acompañaré a usted al ministerio de la Guerra, donde sabremos la verdad de todo.

Salimos; la gente iba y venía como de ordinario; pero hacia el centro de la villa, vimos grupos y gentes curiosas y anhelantes que preguntaban o respondían, dando curso a imponderables mentiras. Las palabras Cabezas, Riego, Quiroga, sonaban sin cesar en nuestros oídos en todo el trayecto que recorrimos. Era digno de notarse que los semblantes alegres eran aquella mañana en mayor número que los tristes. En el ministerio había tanta gente y charlaban tanto, diciendo tan diversas cosas, que nada pudimos sacar en limpio. Vimos entrar al señor ministro, el general Alós, hombre de quien un escritor coetáneo dice que era más propio para capellán de un convento de monjas que para ministro de la Guerra.

«Que los insurrectos habían entrado ya en Cádiz.

»Que los insurrectos habían sido rechazados en el puente de Suazo.

»Que se les había unido el batallón de Sevilla, a las órdenes de Muñoz.

»Que habían sorprendido y arrestar en Arcos de la Frontera al general en jefe, conde de Calderón».

»Que el general en jefe les había sorprendido y arrestado a ellos.

»Que el batallón de Canarias, acantonado en Osuna, se les había unido también.

»Que habían sido atacados y destrozados por el batallón de Canarias.

»Que Riego y Quiroga habían reñido el uno con el otro, dándose de porrazos por quién de ellos mandaba.

»Que se habían dirigido a Algeciras para embarcarse y refugiarse en Gibraltar.

»Que venían sobre Córdoba (la ciudad)

»Que Córdova (D. Luis, no la ciudad) iba sobre ellos.

»Que Sevilla se había pronunciado también.

»Que Sevilla no se había pronunciado ni se pronunciaría jamás».

Estas y otras noticias fueron llegando sucesivamente a nuestros oídos. Era preciso resignarse a no saber nada fijo y cierto hasta que Dios quisiera; porque entonces había tiempo de hacer todas las revoluciones imaginables de que la noticia llegase a la Corte. Al medio día separeme de Carlos, porque deseaba visitar a mis flamantes colegas de conspiración.

«Que toda Andalucía estaba en armas.

»Que Zaragoza tenía ya formada su Junta revolucionaria.

»Que Murcia y el arsenal de Cartagena habían proclamado ya la Constitución.

»Que la Coruña y el Ferrol ardían.

»Que mañana se daría el golpe en Madrid.

»Que las tropas que se enviaban a combatir la insurrección se negaban a hacer armas contra sus compañeros.

»Que era gloriosísimo que todo se hubiera hecho sin efusión de sangre.

»Que la Europa nos contemplaba llena de admiración».

Tales fueron las noticias y versiones con que me aturdieron mis optimistas amigos. Yo, sin embargo, ponía en cuarentena tan lisonjeras especies.

El marques de M***, a quien vi por la noche, estaba furioso, aunque se esforzaba en disimularlo, fingiéndose tranquilo y aun gozoso por el giro que tomaba la rebelión.

-Me alegro de que hayan arrojado la máscara -dijo, dando las pataditas con que emblemáticamente indicaba la destrucción de la hidra revolucionaria-. De este modo será mucho más fácil concluir de una vez con todos ellos.

-La situación, Sr. D. Buenaventura -dije yo en tono agridulce-, no es muy lisonjera.

-Ya verás, ya verás -me dijo con cierta acrimonia que me disgustó- cómo les sentaremos la mano. Y se me figura que te me estás volviendo liberalote de algún tiempo a esta parte... Pipaón, tengamos la fiesta en paz.

-¡Yo liberal! -exclamé-. Pero no se trata aquí de ser liberal ni de dejar de serlo. Trátase de ver si esta oleada que se ha levantado en Andalucía llegará a la Corte y nos anegará a todos.

-Veo que tienes miedo... el miedo es el mayor auxiliar de la traición.

-Jamás seré traidor; pero hablemos con toda franqueza, Sr. D. Buenaventura. Ponga usted la mano sobre el corazón, y dígame si el gobierno y la administración de nuestro país no exigen pronta y radical reforma.

-Pero ven acá -repuso, poniéndose rojo como un pimiento-. Dado el caso de que esa reforma sea necesaria, lo cual es muy dudoso, ¿quién la realizará? ¿Esos infames perdidos, esos desocupados que charlan en los cafés, esos desalmados políticos del 12, esos militares revoltosos que no conocen la disciplina?

-Líbreme Dios de defender a los revolucionarios y perturbadores -dije-; pero vengamos a la cuestión.

-Al fondo de la cuestión.

-Eso es, al fondo. El Gobierno absoluto no puede sostenerse. Bien sabe usted que mi opinión no es sospechosa: ¿no lo he defendido con todas mis fuerzas? ¿No he puesto a su servicio cuanto yo podía y sabía? Pues bien; yo, el más humilde soldado de aquel piadoso ejército de patricios que en 1814 derrocó la infame facción, declaro ahora que el absolutismo, tal como al presente se halla, maleado y corrompido, no puede seguir rigiendo a la nación.

-¡Ah, gran canalla! -exclamó D. Buenaventura dando fuerte puñada sobre la mesa-. Te me has pasado, te me has pasado al enemigo... ¡Ira de Dios! Ya van hoy doce, doce traiciones. Llega el simple anuncio de una insurreccioncilla con esperanzas de triunfo, y ved aquí a mi gente mudando de casaca, como histriones que, concluida la tragedia, se preparan para el sainete... ¡Esto no se puede sufrir! ¡Esto es ignominioso!... ¡Pipaón de todos los demonios, Pipaón maldito, también tú, o como dijo el gran romano, tu quoque, fili mihi!... Serían las seis de la mañana cuando llegó la noticia del pronunciamiento; fui a Palacio, vine después al ministerio, recibí a varias personas, y no eran las doce cuando ya me habían manifestado sus simpatías por la revolución cinco personas, cinco furiosos absolutistas de aquellos de pelo en pecho que no transigían con nadie y hace poco amenazaban comerse a quien de liberalismo les hablase... En el resto del día ha aumentado el número de las defecciones repugnantes. Tú eres el duodécimo... Pero estos canallas, ¿dónde tienen la conciencia? Sin duda creen que la infame facción triunfará. ¡Quieren congraciarse con los rebeldes por si llega la marimorena de los destinos...! ¡Ahí os quiero ver, miserables!... Que no se os volvieran veneno los reales despachos... Los muy tunantes no se atreven a vituperar de súbito el paternal Gobierno que nos rige, ni a ensalzar a los revoltosos; pero van preparando el terreno para la defección, y con delicada hipocresía dicen: «La verdad es que así no se puede seguir... la arbitrariedad no puede gobernar constantemente a los pueblos cultos... es indispensable que el Rey dé una Carta a la Nación... la Europa no puede consentir...». Y vuelta a la Europa, y al Rey, y a los pueblos, y a la dichosa Carta, esquela o lo que sea. Vale más que de una vez salgan por esas calles gritando: ¡Vivan Robespierre y la guillotina!, y acabaremos de una vez... ¡Ah, menguado Pipaón!, ¡ah, pérfido discípulo! Eres el cuervo que he criado para que me saque los ojos... ¡Con que te me has pasado a la masonería y a la revolución! -añadió, tirándome de una oreja con impertinentísimo movimiento-; ¿con que esas tenemos, señor bergante? ¿Con que después de haber explotado el oscurantismo, después de haberle chupado la sangre al Reino, y al Rey, y a chicos y a los grandes, reniegas de la generosa cabrita cuyas ubres has puesto, a fuerza de mamancia, como zurrón vacío?... ¡Ah, troglodita! ¿Sabes que desde hace algunos días sospechaba yo tu defección? Me habían dicho que mangoneabas en las sociedades secretas; pero no lo quise creer. Te juzgaba mejor de lo que eres... Pero ¿qué puede esperarse de estos petates, cuando se asegura que hasta hombres como Lozano han caído en la tentación? Execrable aventurero, ¡qué chasco te vas a llevar! ¡Qué horrible será el castigo de tu traición indigna! La revolución no triunfará, porque estamos decididos a aplastarla, sí señor, a confundirla; y si es preciso, iremos todos allá, desde el ministro hasta el último empleado; y entre tanto, en este foco de las conspiraciones buscaremos a los astutos Robespierres, a los violentos Dantonazos, a los sanguinarios Marates, y les entregaremos a la Inquisición para que dé buena cuenta de ellos... Descuida, que todo se hará, empezando por ti, monstruo de felonía y doblez... ¡Te vigilaré, te pondré preso, te ahorcaré!!!...

Aquel hombre estaba loco o al menos lo parecía, según se inflamaba su rostro y se hinchaban sus venas y espumarajeaba su boca. Oí la filípica con aquella calma burlona que me era propia y que tan bien cuadraba frente a un hombre tan ruidoso como poco temible... Pero me convenía no prolongar más aquella conferencia. Antes que me echase de su despacho, me marché, para que no se irritase excesivamente, y al salir llevaba conmigo la seguridad de que hombre tan fiero sería de los más blandos si los acontecimientos seguían a su resolución con la precipitada corriente que hasta allí parecían llevar.

Del mismo modo que me trató D. Buenaventura, tratáronme otros personajes que hasta entonces no sospechaban de mí, y que al fin tuvieron indicios (de ningún modo certeza) de mi defección. Yo me reía de todos ellos y de su furor impotente. Hiciéronme desaires y me pusieron avinagrados gestos en algunas casas que visité; pero en ninguna recibí tan mal trato como en casa de Carlos Navarro. Verdad es que del fanatismo insensato y exaltado de aquella gente todo se podía esperar, incluso el repudiar a un leal amigo por cuestión de ideas. Baraona me dirigió amargas pullas, Carlos apenas se dignó hablarme, e hizo alusiones tan crueles a mi conducta, que otro más valiente que yo le habría pedido satisfacción. No era extraño que me manifestaran tanto desprecio por una simple sospecha, porque ellos eran atroces, intransigentes, irreconciliables, tenían el absolutismo en el fondo del alma y en la médula de los huesos, como tiene el león la fiereza. Además, D. Buenaventura, que iba allí de tertulia las más de las noches, les había dicho de mí mil picardías.

Únicamente Jenara se mostró amable y cortés conmigo. Por eso sin duda, al salir yo, noté que su marido la reprendía ásperamente, lo cual me hizo decir para mi capote como en otra ocasión:

-Ahí me las den todas.