Contesté excusándome, y me quedé en casa. Necesitaba meditar.

Poco después de anochecido entró Jenara a decirme que la cena estaba preparada, y le di la carta para que la leyese.

-Ya ve usted -le dije- que la justicia oficial, cuando quiere tener ojo de lince y brazo de hierro...

La señora no hizo ademán alguno de alegría. Tampoco se entusiasmó cuando le dije que estaba conseguida la libertad de Doña Fermina Monsalud, aunque me dio las gracias, asegurándome que había librado su alma de un gran peso. La cena pasó triste y grave, hablando Jenara y yo de asuntos indiferentes. Como le preguntase los motivos de su melancolía, me dijo:

-Hace muchos días que Carlos no me escribe, y estoy con cuidado.

-Se habrá puesto en camino.

-¿Sin avisármelo? -dijo vivamente y como enojada.

Poco después dimos tertulia al Sr. de Baraona, que no salía de su habitación, y para alegrarle un poco el espíritu le notifiqué la prisión de su enemigo.

-Tengo poca fe -respondió- en el rigor de estos señores. ¿Quién me asegura que el criminal recién aprehendido no se paseará mañana por las calles de Madrid? Ya te he dicho, querido Pipaón, que la justicia está minada. Es como un doble edificio: en sus magníficas salas se sientan jueces de cartón que sentencian y discuten y condenan, asistidos de miserables ministriles. Ve esto el necio vulgo, creyéndolo justicia; pero no ve el laberinto de entradas y salidas que en lo macizo de sus paredes y cimientos tiene el tal edificio, por los cuales pasos secretos se escurren los criminales, a ciencia y paciencia de aquellos señores jueces de figurón. Desengáñate, hijo, los hombres del Gobierno, los jueces, los consejeros, los ministros, forman hoy una especie de retablo, donde mil vistosos personajes accionan y se mueven con las apariencias de la vida. Acércate, mira bien, y verás que todo es cartón puro: cartón el cetro del Monarca; cartón la espada de los generales; cartón la vara del alcalde; cartón la cuchilla del verdugo.

Trajéronle las sopas y calló.

Poco después Jenara y yo, luego que dejamos al viejo dormido, nos reunimos en el comedor, junto al brasero. Soltaba ella la labor para tomar un libro, y luego el libro para coger la labor, demostrando en esto que su espíritu se hallaba atormentado por ideas contrarias y en un estado de obsesión inquieta que no podía vencer, variando a cada paso el entretenimiento con que quería darle reposo. Púseme yo a leer el Diario, papel mucho más entretenido entonces que su único compañero de publicidad la Gaceta, y de repente Jenara hizo una pregunta que me heló la sangre en las venas.

-¿En dónde ahorcan aquí? -dijo.

-En la plazuela de la Cebada -repuse-. Se alquilan balcones, como en Corpus.

Jenara, tomando la labor, empezó a dar terribles pinchazos con la aguja. Sus dedos parecían el pico de un pájaro hambriento. Torné yo a mi lectura del Diario, y de nuevo me distrajo súbitamente, diciéndome:

-En verdad, Pipaón, merece usted una corona por la diligencia que ha mostrado en este negocio.

-¿Servir al Estado y servirle a usted no es estímulo bastante para un hombre?

Jenara, dejando la labor, tomó otra vez el libro, pero al poco rato apartolo con hastío.

-No abro el libro una sola vez esta noche -dijo-, sin que mis ojos encuentren alguna idea triste. Oiga usted:

   Donde antes rosas y placer, ahora
Cadáveres y horror huella la planta,
Y en olor de sepulcro, en vez de rosas,
El aire tiñe sus funestas alas.

-¿Qué poeta es ese? -Cienfuegos. -Un majadero. Siga usted mi consejo y mi ejemplo, Jenara. La mejor lectura es el Diario. Oiga usted: «El lunes fue ahorcado en Valencia...». -Basta, basta -exclamó interrumpiéndome-. Es particular... Me salen horcas y muertos por todas partes. -Es usted a veces más valerosa que un águila, y a veces más tímida que un pajarillo. ¿La idea de la muerte de un hombre, de un malvado, le causa a usted tanto temor? -No, señor de Pipaón; ni me asusta ni me aterra la idea de que un gran criminal expíe sus crímenes; lo que me causa pavor y más que pavor repugnancia, es la horca, esa herramienta vil... Las justicias de la tierra debieran hacerlas siempre los agraviados en el momento de recibir la ofensa... qué quiere usted... yo soy así... tengo esas ideas y no lo puedo remediar. -Extraña justicia sería esa, Jenara. -La mejor. Justicia rápida y por la mano del ofendido. Yo no la concibo de otra manera. Esa que está en manos de hombres pagados, vestidos de negro, amarillos y casi siempre sucios; esa que da tormento al reo, y antes de matarlo lo envuelve en una mortaja de papel escrito, me da tanta tristeza como repugnancia. Detesto al criminal y sería capaz de matarle yo misma, sí señor, yo misma; pero compadezco al encausado. No quise seguir tratando aquella cuestión, y los dos permanecimos largo rato en silencio, que sólo se interrumpió para dar órdenes al nuevo criado que me servía. Doña Fe se hallaba otra vez en cama, molestada de sus pertinaces dolores. A pesar de ser ya un poco tarde, ni Jenara ni yo teníamos ganas de dormir; sin duda una y otro llevábamos tantas ideas en la cabeza, que el sueño no podía entrar en ella. Aquella respectiva situación nuestra, nuestro desvelo, el silencio que reinaba en la casa, las moribundas ascuas del brasero, que servían como de intermediario a nuestra melancolía meditabunda, trajeron a mi memoria el recuerdo de la noche en que recibí el singular escrito. No pude reprimir un repentino acceso de miedo, el cual se apoderó de mi alma y corrió por dentro de mí y pasó como una influencia eléctrica... Pero mi razón se esforzó en serenarse, diciendo: «ahora no hay cuidado». De pronto sonaron no sé qué extraños ruidos en lo interior de la casa. Yo di un grito y Jenara se puso a temblar. -No es nada -dije-. Una puerta que se ha cerrado a impulsos del viento... ¿Qué es eso, Jenara, tiene usted miedo? Tengo frío -me contestó arropándose en su mantón. -¿No se acuesta usted? -Sí... ahora -dijo mirando a todos lados con el recelo propio de quien busca, y al mismo tiempo teme ver algún objeto desagradable. Llamé a la doncella, que acudió al punto; acompañelas a las dos hasta su habitación, y cuando di a la señora las buenas noches, respondiome con tristeza: -Muchas gracias... pero ya sé que esta noche no he de dormir. Dirigime pensativo y no completamente libre de susto a mi cuarto. Cuando abrí la puerta de él, y la luz que yo llevaba iluminó el interior de la pieza... ¡terror incomparable!... lancé un grito de espanto y no quedó gota de sangre en mi cuerpo... ¡Jesús mil veces! En mi cuarto había un hombre. Un hombre, sí, que tranquilamente sentado en mi propio sillón, clavaba en mí una mirada fulgurante y burlona a la vez. ¡Cielos divinos!, ¡socorro!... ¡Un hombre en mi cuarto! ¿Quién? Salvador Monsalud.