La señalada
La señalada
editarHoy es fiesta en lo de don Juan Bautista Etchautegui. Diez de Mayo, luna menguante, tiempo otoñal precioso, una mañana fresca, sin viento; un sol que calienta sin quemar, y, tendida por todo el campo, una alfombra de terciopelo verde, nuevita, flamante. Un día como mandado hacer.
En la cocina se agitan doña Mariana y sus hijas, preparando con huevos y harina, carne picada y pasas de uva, canela, clavos de olor, sal, pimienta y azúcar, unos pasteles que seguramente dejarán recuerdo a los convidados, sin contar otros manjares criollos, para acompañar el cordero gordo al asador, con cuyo sacrificio se festejará la inscripción de sus hermanos en el registro civil de la hacienda lanar.
Están de señalada. Don Pedro, un cordobés que de todo entiende y sin cuyo consejo no hace nada el Vasco, vino a ver ayer la majada; declaró que estos corderos ya eran gente y que siendo el tiempo lo más favorable, había que aprovechar para la operación el menguante de la luna; y, bien pronto supieron los vecinos que en esta casa hospitalaria habría pasteles, cordero y vino para todos los conocidos que se presentasen a ayudar en el trabajo.
Del corral grande han encerrado en el trascorral la majada, por puntas, y de cada punta han sacado y apartado en chiquero especial, de listones bien juntos, para evitar que se escapen, todos los corderos, grandecitos ya, los más, de pocos días, algunos; y las madres, inquietas, vuelven del campo de a una, de a dos, de a puntas, balando, llamando entre los listones a los hijos que se lamentan en tono agudo, y se van otra vez hasta la majada, buscando siempre y cambiando con las compañeras llantos amargos.
Ocho a diez vecinos han aprovechado la ocasión para venir a revisar la majada y apartar las ovejas de su propiedad que bien pudieran estar en ella; pues siempre sucede que uno que otro animal se corta, sin saber cómo, muchas veces, y se mixtura con la majada del vecino; y como el campo que ocupan Juan Bautista y sus vecinos es todavía campo abierto, sin alambrados, las mixturas parciales o generales son frecuentes. Entre las ovejas de dos horquetas y muesca de adelante en la izquierda, señal de don Juan Bautista, pasan en los chiqueros muchas otras de punta de lanza, de martillo, rajada, patria, de agujero, de zarcillo y otras señales, en todas sus combinaciones: y se cruzan, corriendo, de un lado para otro, bajo el ojo experto de sus amos, que, con mano ágil y fuerte, las cazan de una pata y las llevan caminando en las otras tres, hasta la puertita del brete, donde las encierran.
A pesar de permitirlo el Código Rural de 1865, -monumento venerable de civilización primitiva, que hoy todavía rige, aunque en estado avanzado de impotente senectud,- nuestros hombres ya no usan sino las señales en las orejas, y han dejado por completo aquellas bárbaras de botón en la nariz, en la quijada o en la frente, que afeaban tanto al animal, después de haberlo hecho sufrir mucho.
Los vecinos han acabado de apartar sus ovejas: empieza la señalada. Con el cuchillo en la mano, agachados, don Juan Bautista, su hijo mayor, buen mozo de 18 años, y don Pedro, solos, para evitar errores... involuntarios, apretando ligeramente en el suelo con un pie al pequeño animal que, del chiquero, les han alcanzado, echan la señal en las orejas con mano delicada, y buscando la coyuntura, cortan la cola, casi en la raíz, para las hembras; sacando sólo la puntita de ella a los corderos que hacen capones.
Tres tajos, una vuelta; otro tajo, un balido ahogado, un chorrito colorado, y se van los pobres, desfilando hacia la majada, uno tras otro, con un quejido de melancolía o de terror, ensangrentados, lastimosos, tristes, avergonzados, menos unos pocos que, al contrario, disparan como si los corriese Mandinga. Las colitas se van amontonando, y cuando se vació el chiquero, se cruzan las apuestas sobre el número probable de corderos señalados.
-«¡Vamos a ver, muchachos! voy a setecientos cincuenta.
-¡Ochocientos! grita otro.
-¡Setecientos! amengua un tercero.
-¡Seis litros de vino seco!
-¡Pago! el que quedó más lejos, pierde.»
Y poniendo, en montoncitos de a diez, las colas casi enteras de las hembras a un lado, y los rabitos de los machos a otro, pronto cuenta don Juan Bautista y proclama: cuatrocientos siete capones y cuatrocientas diez y ocho hembras; el total vino después, un poco más trabajoso: ochocientos veinticinco señalados.
-«Paga el de los setecientos. Linda señalada, amigo, en mil quinientas ovejas!»
Aumentó la majada; los corderos señalados son de cuenta, y la esperanza parece realidad. Esta sonrisa de la Fortuna llena de gozo el alma del pastor, y se va risueño; calculando lo que le darán de lana, en la esquila próxima, estos corderos hechos ya borregos; y que al año, quizá, muchas de las hembras parirán y que podrá formar, en otro año, una linda tropita de capones.
Para mejorar la lana y agrandar el tipo, comprará carneros puros. ¿Rambouillet o Lincoln? vacila: la lana fina es muy buscada, pero la carne se vende muy bien para la exportación; y antes que en su espíritu esté resuelto el problema, pasan, en visión rápida, el invierno con sus heladas; la primavera con sus lluvias; el campo pelado por la seca o tapado por la creciente; la sarna que come la lana; el hambre que come la gordura; los soles del verano que queman el pasto; los temporales en plena esquila, que dejan el tendal de ovejas peladas; la manquera que aniquila, y la lombriz que mata.
¡Bah! ¡Atrás, pesadillas, y viva la ilusión! Y contentos, todos, alegres, narigueando ya con apetito campestre el perfume de la grasa derretida y de los pasteles calientes, se dirigen hacia la cocina, donde doña Mariana y sus hijas se siguen agitando.