<< Autor: Manuel González Prada

Publicado en Los Parias, periódico de Lima, 1907.


La vida y la muerte de las sociedades obedecen a un determinismo tan inflexible como la germinación de una semilla o la cristalización de una sal; de modo que si los sociólogos hubieran llegado a enunciar leyes semejantes a las formulados por los astrónomos, ya podríamos anunciar las revoluciones como indicamos la fecha de un eclipse o de un plenilunio.

Todo sigue la ley; pero en este determinismo universal donde actúan innumerables fuerzas desconocidas, ¿sabemos medir la importancia del factor humano? Si podemos ayudar la germinación e impedir la cristalización, ¿no lograremos influir en el desarrollo de los acontecimientos o fenómenos que se refieren a las colectividades? "Las fuerzas sociales --dice Engels-- obran lo mismo que las de la Naturaleza, ciega, violenta, destructoramente, mientras no las comprendemos ni contamos con ellas".

En comprender, o más bien dicho, en hallar las leyes, reside toda la fuerza del hombre. Lo que en la leyenda cristiana se nombra nuestra caída debe llamarse nuestra ascensión, pues al comer el fruto del árbol de la ciencia nos hicimos (como lo había pronosticado la serpiente) iguales a los Dioses.

La voluntad del hombre puede modificarse ella misma o actuar eficazmente en la producción de los fenómenos sociales, activando la evolución, es decir, efectuando revoluciones. Como por medio del calor artificial evaporamos en pocas horas una masa de agua que necesitaría semanas y hasta meses para secarse a los simples rayos del sol, así logramos que los pueblos hagan en unos cuantos días la obra que deberían realizar en muchos años. En evolución y revolución no veamos dos cosas diametralmente opuestas, como luz y obscuridad o reposo y movimiento, sino una misma línea trazada en la misma dirección; pero tomando unas veces la forma de curva y otras veces la de recta. La revolución podría llamarse una evolución acelerada o al escape, algo así como la marcha en línea recta y con la mayor velocidad posible.

No nos asustemos con la palabra. Hombres que nada tuvieron de anarquistas ni soñaron con transformaciones radicales y violentas de la sociedad, han dicho: "Los pueblos se educan en las revoluciones" (Lamartine); "Siempre hay algo bueno en toda revolución" (Chateaubriand); "Lo malo de las revoluciones pasa; lo bueno queda" (?) Semejantes ideas se hallan tan profundamente arraigadas en el cerebro de las muchedumbres, que hasta las insurrecciones de cuartel o los pronunciamientos de caudillos vulgares -por sólo tener visos de revolución- cuentan muchas veces con el aura popular. Fuera de los parásitos que viven a la sombra de un régimen social o político, y fuera también de los rutinarios que en toda purificación de la atmósfera temen un principio de asfixia, las demás gentes miran en las revoluciones un remedio heroico. Se diría que la parte más noble y más generosa de la Humanidad viene al mundo con la intuición de que la Tierra ha de engrandecerse, no por los vaivenes apacibles, sino por las sacudidas violentas. La comparación de las tempestades (que purifican el ambiente) con las revoluciones (que bonifican a un pueblo) carece de novedad, pero no de exactitud.

En todo movimiento popular se sabe dónde se empieza, no dónde se acaba: lo que se inicia con la huelga de unos pocos obreros o el alboroto de unas cuantas mujeres, puede terminar con una liquidación política y social. Los mismos que en 1789 comenzaron por atacar la Bastilla no pensaron tal vez que en 1793 concluirían por guillotinar a Luis XVI. De ahí que nada teman tanto los gobiernos como los estallidos de la calle: a los parlamentarios, a los jueces, a los periodistas y a los mismos adversarios se les compra; a una multitud sublevada, no; un pueblo lanzado a la rebelión incendia, roba o mata; pero no se vende. Hoy, más que nunca, no olvidan los opresores cuánto les conviene adormecer al monstruo popular con las añejas canciones de la religión y la moral, porque si las muchedumbres tienen sueños de marmota, conocen despertamientos de león.

Desde la Reforma y, más aún, desde la Revolución Francesa, el mundo civilizado vive en revolución latente: revolución del filósofo contra los absurdos del Dogma, revolución del individuo contra la omnipotencia del Estado, revolución del obrero contra las explotaciones del Capital, revolución de la mujer contra la tiranía del hombre, revolución de uno y otro sexo contra la esclavitud del amor y la cárcel del matrimonio; en fin, de todos contra todo.

En Rusia y Francia contemplamos hoy dos magníficas explosiones de esa gran revolución latente. Nadie asegurará que la lucha del Estado contra la Iglesia no acabe en Francia por la guerra del proletariado con el capitalista, ni que la insurrección del pueblo contra la autocracia del Zar no concluya en Rusia por la rebelión de ese mismo pueblo contra el fanatismo del pope.