La religión del deísmo comparada con la religión cristiana
Toda persona, de cualquier denominación religiosa que sea, es deísta en el primer artículo de su Credo. El deísmo, de la palabra latina Deus, Dios, es la creencia de un Dios, y esta creencia es el primer artículo del credo de todo hombre.
Es sobre este artículo, universalmente consentido por toda la humanidad, que el deísta construye su iglesia, y aquí descansa. Cuando nos apartamos de este artículo, mezclándolo con artículos de invención humana, nos adentramos en un laberinto de incertidumbre y fábula, y nos exponemos a toda clase de imposiciones por parte de los pretendientes a la revelación.
El persa muestra el Zend-Avesta de Zoroastro, el legislador de Persia, y lo llama la ley divina; el bramino muestra el Shaster, revelado, dice, por Dios a Brama, y entregado a él desde una nube; el judío muestra lo que llama la ley de Moisés, dada, según él, por Dios, en el Monte Sinaí; el cristiano muestra una colección de libros y epístolas, escritos por nadie sabe quién, y llamados el Nuevo Testamento; y el mahometano muestra el Corán, dado, según él, por Dios a Mahoma: cada uno de ellos se autodenomina religión revelada, y la única y verdadera Palabra de Dios, y esto es lo que los seguidores de cada uno profesan creer por el hábito de la educación, y cada uno cree que a los demás se les impone. Pero cuando el don divino de la razón comienza a expandirse en la mente y llama al hombre a la reflexión, entonces lee y contempla a Dios y sus obras, y no en los libros que pretenden ser revelación. La creación es la Biblia del verdadero creyente en Dios. Todo en este vasto volumen le inspira ideas sublimes del Creador. Los pequeños y mezquinos, y a menudo obscenos, relatos de la Biblia se hunden en la miseria cuando se comparan con esta poderosa obra.
El deísta no necesita ninguno de esos trucos y espectáculos llamados milagros para confirmar su fe, pues ¿qué puede ser un milagro mayor que la propia creación y su propia existencia?
Hay una felicidad en el Deísmo, cuando se entiende correctamente, que no se encuentra en ningún otro sistema de religión. Todos los demás sistemas tienen algo en ellos que choca con nuestra razón, o que la repugna, y el hombre, si es que piensa, debe sofocar su razón para obligarse a creer en ellos.
Pero en el deísmo nuestra razón y nuestra creencia se unen felizmente. La maravillosa estructura del universo, y todo lo que contemplamos en el sistema de la creación, nos demuestran, mucho mejor de lo que pueden hacerlo los libros, la existencia de un Dios, y al mismo tiempo proclaman sus atributos.
Es por el ejercicio de nuestra razón que somos capaces de contemplar a Dios en sus obras, e imitarlo en sus caminos. Cuando vemos que su cuidado y bondad se extienden sobre todas sus criaturas, nos enseña nuestro deber hacia los demás, a la vez que suscita nuestra gratitud hacia Él. Al olvidar a Dios en sus obras, y correr tras los libros de la supuesta revelación, el hombre se ha desviado del camino recto del deber y la felicidad, y se ha convertido por turnos en víctima de la duda y en incauto del engaño.
Excepto en el primer artículo del credo cristiano, el de creer en Dios, no hay ningún artículo en él que llene la mente de dudas en cuanto a la verdad del mismo, en el instante en que el hombre comienza a pensar. Ahora bien, todos los artículos de un credo que son necesarios para la felicidad y la salvación del hombre, deberían ser tan evidentes para la razón y la comprensión del hombre como lo es el primer artículo, pues Dios no nos ha dado la razón con el propósito de confundirnos, sino para que la utilicemos para nuestra propia felicidad y su gloria.
La verdad del primer artículo está probada por Dios mismo, y es universal; pues la creación es en sí misma una demostración de la existencia de un Creador. Pero el segundo artículo, el de que Dios engendró un hijo, no está probado de la misma manera, y no tiene más autoridad que la de un cuento.
Ciertos libros del llamado Nuevo Testamento nos dicen que José soñó que el ángel se lo decía, (Mateo i, 20): «Y he aquí que el ángel del Señor se apareció a José en sueños, diciendo: José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella se concibe es del Espíritu Santo».
La evidencia sobre este artículo no se compara con la evidencia sobre el primer artículo, y por lo tanto no tiene derecho al mismo crédito, y no debería ser un artículo en un credo, porque la evidencia del mismo es defectuosa, y la evidencia que hay, es dudosa y sospechosa. No creemos en el primer artículo sobre la autoridad de los libros, ya sean llamados Biblias o Coranes, ni tampoco sobre la autoridad visionaria de los sueños, sino sobre la autoridad de las propias obras visibles de Dios en la creación. Las naciones que nunca oyeron hablar de tales libros, ni de personas como los judíos, los cristianos o los mahometanos, creen en la existencia de un Dios tan plenamente como nosotros, porque es evidente. La obra de las manos del hombre es una prueba de la existencia del hombre tan plenamente como lo sería su apariencia personal.
Cuando vemos un reloj, tenemos una evidencia tan positiva de la existencia de un relojero, como si lo viéramos; y de la misma manera la creación es una evidencia para nuestra razón y nuestros sentidos de la existencia de un Creador. Pero no hay nada en las obras de Dios que sea evidencia de que Él engendró un hijo, ni nada en el sistema de la creación que corrobore tal idea, y, por lo tanto, no estamos autorizados a creerlo.
Lo que pueda haber de cierto en la historia de que María, antes de casarse con José, fue retenida por uno de los soldados romanos, y quedó embarazada de él, lo dejo para que lo resuelvan los judíos y los cristianos. Sin embargo, la historia tiene la probabilidad de su lado, porque su marido José sospechaba y estaba celoso de ella, y la iba a repudiar. «José, su marido, siendo un hombre justo, y no queriendo hacer de ella un ejemplo público, iba a repudiarla, en privado». (Mateo i, 19).
Ya he dicho que «cada vez que nos apartamos del primer artículo (el de creer en Dios), nos adentramos en un laberinto de incertidumbre», y aquí hay una prueba de la justeza de la observación, pues nos resulta imposible decidir quién era el padre de Jesucristo.
Pero la presunción puede suponer cualquier cosa, y por eso hace que el sueño de José sea de igual antología que la existencia de Dios, y para ayudarlo lo llama revelación. Es imposible que la mente del hombre en sus momentos de seriedad, por más que haya sido enredada por la educación, o acosada por el sacerdocio, no se detenga y dude sobre la verdad de este artículo y de su credo.
Pero esto no es todo. El segundo artículo del credo cristiano, habiendo traído al mundo al hijo de María (y esta María, según las tablas cronológicas, era una muchacha de sólo quince años de edad cuando nació este hijo), el siguiente artículo pasa a explicar su engendramiento, que fue, que cuando creciera como hombre debería ser condenado a muerte, para expiar, dicen, el pecado que Adán trajo al mundo al comer una manzana o algún tipo de fruta prohibida.
Pero aunque este es el credo de la Iglesia de Roma, de la que los protestantes lo tomaron prestado, es un credo que esa Iglesia ha fabricado por sí misma, pues no está contenido en el libro llamado Nuevo Testamento ni se deriva de él.
Los cuatro libros llamados de los Evangelistas, Mateo, Marcos, Lucas y Juan, que dan, o pretenden dar, el nacimiento, los dichos, la vida, la predicación y la muerte de Jesucristo, no mencionan lo que se llama la caída del hombre; ni se encuentra el nombre de Adán en ninguno de esos libros, lo que ciertamente sería si los escritores de los mismos creyeran que Jesús fue engendrado, nació y murió con el propósito de redimir a la humanidad del pecado que Adán había traído al mundo. Jesús nunca habla del propio Adán, del jardín del Edén, ni de lo que se llama la caída del hombre.
Pero la Iglesia de Roma, habiendo establecido su nueva religión, a la que llamó cristianismo, inventó el credo que denominó Credo de los Apóstoles, en el que llama a Jesús el único hijo de Dios, concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen María; cosas de las que es imposible que el hombre o la mujer puedan tener alguna idea y, por consiguiente, ninguna creencia que no sea de palabra; y para las que no hay más autoridad que la ociosa historia del sueño de José en el primer capítulo de Mateo, que cualquier impostor o fanático insensato podría hacer.
Entonces fabricó las alegorías del libro del Génesis en hechos, y el árbol alegórico de la vida y el árbol del conocimiento en árboles reales, en contra de la creencia de los primeros cristianos, y para lo cual no hay la menor autoridad en ninguno de los libros del Nuevo Testamento; pues en ninguno de ellos se menciona un lugar como el Jardín del Edén, ni nada de lo que se dice que ocurrió allí.
Pero la Iglesia de Roma no podía erigir a la persona llamada Jesús en Salvador del mundo sin convertir las alegorías del libro del Génesis en hechos, aunque el Nuevo Testamento, como ya se ha observado, no da ninguna autoridad para ello. De inmediato, el árbol alegórico del conocimiento se convirtió, según la Iglesia, en un árbol real, su fruto en un fruto real y su consumo en un pecado.
Como el sacerdocio fue siempre el enemigo del conocimiento, porque el sacerdocio se sostiene manteniendo a la gente en el engaño y la ignorancia, era coherente con su política hacer de la adquisición del conocimiento un verdadero pecado.
Una vez hecho esto, la Iglesia de Roma presenta a Jesús, el hijo de María, como sufriendo la muerte para redimir a la humanidad del pecado, que Adán, dice, había traído al mundo al comer el fruto del árbol del conocimiento. Pero como es imposible que la razón crea tal historia, porque no puede ver ninguna razón para ello, ni tener ninguna evidencia de ello, la Iglesia nos dice entonces que no debemos considerar nuestra razón, sino que debemos creer, por así decirlo, y eso en las buenas y en las malas, como si Dios hubiera dado al hombre la razón como un juguete, o un sonajero, a propósito para burlarse de él.
La razón es el árbol prohibido del sacerdocio, y puede servir para explicar la alegoría del árbol prohibido del conocimiento, pues podemos suponer razonablemente que la alegoría tenía algún significado y aplicación en el momento en que fue inventada. Las naciones orientales acostumbraban a transmitir su significado por medio de una alegoría, y lo relataban a la manera de los hechos. Jesús siguió el mismo método, aunque nadie supuso nunca que la alegoría o parábola del hombre rico y Lázaro, el Hijo Pródigo, las diez Vírgenes, etc., fueran hechos.
¿Por qué, entonces, el árbol del conocimiento, cuya idea es mucho más romántica que las parábolas del Nuevo Testamento, debería ser un árbol real? La respuesta es que la Iglesia no podía hacer que su nuevo sistema, llamado cristianismo, se mantuviera sin él. Hacer morir a Cristo por un árbol alegórico habría sido una fábula demasiado descarada. Pero el relato que se hace de Jesús en el Nuevo Testamento, aunque sea visionario, no apoya el credo de la Iglesia de que murió por la redención del mundo. Según ese relato, fue crucificado y enterrado el viernes, y resucitó con buena salud el domingo por la mañana, pues no oímos que estuviera enfermo. Esto no puede llamarse morir, y es más bien burlarse de la muerte que sufrirla.
También hay miles de hombres y mujeres que, si supieran que van a volver con buena salud en unas treinta y seis horas, preferirían esa clase de muerte por el bien del experimento y para saber lo que es el otro lado de la tumba. ¿Por qué, entonces, lo que para nosotros no sería más que un viaje de curiosa diversión, habría de magnificarse en mérito y sufrimiento en él? Si fuera un Dios, no podría sufrir la muerte, pues la inmortalidad no puede morir, y como hombre su muerte no podría ser más que la de cualquier otra persona. La creencia de la redención de Jesucristo es totalmente una invención de la Iglesia de Roma, no la doctrina del Nuevo Testamento. Lo que los escritores del Nuevo Testamento intentaron demostrar con la historia de Jesús es la resurrección del mismo cuerpo de la tumba, que era la creencia de los fariseos, en oposición a los saduceos (una secta de judíos) que la negaban.
Pablo, que fue educado como fariseo, se esfuerza mucho en esto porque era el credo de su propia Iglesia farisaica: I Corintios xv está lleno de supuestos casos y afirmaciones sobre la resurrección del mismo cuerpo, pero no hay ni una palabra en él sobre la redención. Este capítulo forma parte del servicio fúnebre de la Iglesia Episcopal. El dogma de la redención es una fábula del sacerdocio inventado desde la época en que se compiló el Nuevo Testamento, y el agradable engaño de la misma conviene a la depravación de los hígados inmorales. Cuando se enseña a los hombres a atribuir todos sus crímenes y vicios a las tentaciones del diablo, y a creer que Jesús, con su muerte, los borra todos y les paga el pasaje al cielo gratuitamente, se vuelven tan descuidados en la moral como lo sería un derrochador de dinero, si se le dijera que su padre se ha comprometido a pagar todas sus cuentas.
Es una doctrina no sólo peligrosa para la moral en este mundo, sino también para nuestra felicidad en el otro mundo, porque ofrece una manera tan barata, fácil y perezosa de llegar al cielo, que tiende a inducir a los hombres a abrazar el engaño en su propio perjuicio.
Pero hay momentos en los que los hombres tienen pensamientos serios, y es en esos momentos, cuando empiezan a pensar, cuando empiezan a dudar de la verdad de la religión cristiana; y bien que pueden, porque es demasiado fantasiosa y está demasiado llena de conjeturas, inconsistencia, improbabilidad e irracionalidad, para proporcionar consuelo al hombre reflexivo. Su razón se rebela contra su credo. Ve que ninguno de sus artículos está probado, o puede ser probado.
Puede creer que una persona como la que se llama Jesús (pues Cristo no era su nombre) nació y se hizo hombre, porque no es más que un caso natural y probable. Pero ¿quién puede probar que es hijo de Dios, que fue engendrado por el Espíritu Santo? De estas cosas no puede haber ninguna prueba; y lo que no admite prueba, y está en contra de las leyes de la probabilidad y del orden de la naturaleza, que Dios mismo ha establecido, no es objeto de creencia. Dios no ha dado la razón al hombre para avergonzarlo, sino para evitar que se le imponga.
Puede creer que Jesús fue crucificado, porque muchos otros fueron crucificados, pero ¿quién va a probar que fue crucificado por los pecados del mundo? Este artículo no tiene ninguna prueba, ni siquiera en el Nuevo Testamento; y si la tuviera, ¿dónde está la prueba de que el Nuevo Testamento, al relatar cosas no probables ni comprobables, debe ser creído como verdadero?
Cuando un artículo de un credo no admite pruebas ni probabilidades, la salva es llamarlo revelación; pero esto no es más que poner una dificultad en el lugar de otra, pues es tan imposible probar que una cosa es revelación como probar que María quedó encinta por el Espíritu Santo.
Aquí es donde la religión del Deísmo es superior a la Religión Cristiana. Está libre de todos esos artículos inventados y torturantes que chocan nuestra razón o hieren nuestra humanidad, y con los que abunda la religión cristiana. Su credo es puro y sublimemente simple. Cree en Dios, y ahí descansa. Honra a la razón como el don más selecto de Dios al hombre, y la facultad por la que se le permite contemplar el poder, la sabiduría y la bondad del Creador desplegados en la creación; y descansando en su protección, tanto aquí como en el más allá, evita todas las creencias presuntuosas, y rechaza, como fabulosas invenciones de los hombres, todos los libros que pretenden ser revelación.