Capítulo III: La traición del intendente

Ante aquella amenaza D. Pablo de Ribeira se había tornado palidísimo: Instintivamente su diestra se volvió hacia la empuñadura de su espada. Había sido en sus tiempos un valiente guerrero; pero viendo avanzar a Carmaux, juzgó inútil toda resistencia.

Por otra parte, temía por cierto que perdería la vida aun luchando con el Corsario solo, pues no ignoraba su destreza en el manejo de las armas.

-¡Caballero -dijo-, estoy en vuestras manos!

-¿Me conduciréis al pasaje secreto?

-¡Cedo a la violencia! -¡Precedednos!

El anciano cogió un candelabro que sobre un vargueño había, y encendiéndolo, hizo al Corsario seña de seguirle.

Carmaux había llamado ya a sus compañeros.

-¿A dónde vamos? -preguntó Van Stiller.

-Parece que huimos -repuso Carmaux.

-¿Vamos a bordo?

-¡Si se puede! ¡Me fío poco de este viejo!

-No le perderemos de vista. Tengo amartillada la pistola.

-Y yo -dijo Carmaux.

En tanto, D. Pablo había salido de la estancia y se había internado en un largo corredor.

El Corsario le seguía, espada y pistola en mano.

Como sus subordinados, desconfiaba del viejo administrador.

Llegados al final de la galería D. Pablo se detuvo ante un cuadro, y apoyando un dedo en la cornisa, lo hizo correr por unas ranuras.

El cuadro se destacó y cayó hasta el suelo dejando ver una abertura tenebrosa capaz de dar paso a dos personas juntas.

Un soplo de viento húmedo, hizo vacilar las luces del candelabro.

-Éste es el pasaje -dijo.

-¿Adónde conduce? -preguntó con acento de desconfianza el Corsario.

-Da vueltas a la casa y termina en un jardín.

-¿Lejos?

-A quinientos o seiscientos metros.

-¡Pasad!

El viejo vaciló.

-¿Por qué queréis que os siga? -dijo-. ¿No os basta que so haya conducido hasta aquí?

-¿Quién nos asegura que nos hayáis puesto en buen camino? Cuando lleguemos a la salida, os dejaremos libre.

El viejo frunció las cejas mirando sospechosamente al Corsario, y se internó en el pasaje.

Los cuatro filibusteros le siguieron en silencio y sin dejar sus armas.

Una escalera tortuosa se encontraba más allá del pasaje.

El viejo bajó lentamente, con una mano ante las luces para evitar que las apagara el viento y se detuvo ante una galería subterránea.

-Estamos al nivel de la calle -dijo-. No tenéis más que seguir siempre derechos.

-Será cierto lo que decís; pero no os dejaremos. Os ruego que vayáis delante -dijo el Corsario.

-¡El viejo trama algo! -murmuró Carmaux.

-¿Adónde quiere mandarnos? ¡Hum!... ¡Qué olor a traición hay por aquí!

El señor de Ribeira, aunque de mala gana, echó a andar por el subterráneo, que era muy bajo y estrecho.

La humedad era copiosísima. Rachas de aire llegaban de la parte opuesta, amenazando a cada momento apagar las luces.

D. Pablo adelantó unos cincuenta pasos, y se detuvo bruscamente lanzando un grito. En el mismo instante las luces se apagaron, y la oscuridad más absoluta invadió la galería.

-¡Mil demonios! -gritó Carmaux-. ¡Encended una mecha! ¡El viejo nos hace traición!

El Corsario se había lanzado a impedir que D. Pablo se alejase; pero, con gran estupor, no halló a nadie ante sí.

-¿Dónde estáis? -gritó-. ¡Contestadme, o hago fuego!

Un ruido sordo, que parecía el de una puerta maciza que se cierra, retumbó a pocos pasos.

-¡Traición! -gritó Carmaux. -¡Ha desaparecido! -gritó-. ¡Debí esperar esta traición!

Sonó un disparo y, a la luz de la pólvora había visto a pocos pasos una puerta que cerraba la galería.

-¡Por cien mil cuernos! ¡Nos ha burlado bien! -dijo Carmaux-. ¡Si ese viejo cae en mis manos palabra de ladrón que le ahorco!

-¡Silencio! -dijo el Corsario-. Encended una luz, una mecha, un pedazo de yesca; ¡cualquier cosa!

-He encontrado una vela, señor -dijo el negro-. Debe de haberse caído del candelabro.

Van Stiller encendió la vela.

-¡Veamos! -dijo el Corsario.

Se acercó a la puerta y la examinó atentamente.

Era maciza y estaba forrada de bronce; una verdadera puerta blindada.

Para echarla abajo hubiera sido menester un cañón.

-¡El viejo nos ha encerrado en el subterráneo! -dijo Carmaux-. ¡Ni el hacha del compadre Saco de carbón puede echarla abajo!

-Acaso no esté del todo cortada la retirada -dijo el Corsario-. Veamos de volver a la casa del traidor.

-Capitán -dijo Carmaux-, he traído conmigo la bomba. Podríamos hacerla estallar junto a la puerta.

-Creo que no bastaría. ¡Vamos! ¡En retirada!

Deshicieron lo andado, subieron la escalera, y llegaron a la salida del pasaje secreto. Allí los esperaba una desagradable sorpresa.

El cuadro había vuelto a su sitio y, habiéndolo golpeado el Corsario con su espada, produjo un sonido metálico.

-¡También aquí una pared de hierro! -murmuró-. ¡La cosa empieza a parecerme inquietante!

Iba a volverse hacia Moko para ordenarle que rompiera el cuadro a hachazos, cuando oyó voces cercanas.

Algunas personas hablaban tras el cuadro.

-¿Los soldados? -preguntó Carmaux-. ¡Por cuernos de! ...

-¡Calla! -dijo el Corsario.

Dos voces se oían: la una parecía de mujer; la otra, de hombre.

-¿Quiénes serán? -se preguntó el Corsario.

Aplicó el oído a la pared metálica, y escuchó atentamente.

-¡Te digo que el amo ha encerrado aquí al gentilhombre! -decía una voz de mujer.

-Es un gentilhombre terrible, Yara -repuso la voz del hombre-. Se llama el Corsario Negro.

-¡No le dejaremos morir!

-Si abriésemos, el amo sería capaz de matarnos.

-¿No sabes que han llegado los soldados?

-Sé que ocupan las calles próximas.

-¿Dejaremos que asesinen al gentilhombre?

-Te digo que es un filibustero de las Tortugas.

-¡No le temo! ¡Obedece, Colima! -¡Qué capricho!

-Yara lo quiere así.

-Piensa en el amo.

-¡No le temo! ¡Obedece, Colima!

-¿Quiénes serán? -se preguntó el Corsario, que no había perdido ni una sílaba.

-Parece alguien que se interesa por mí, y....

No siguió. La pared había caído, y la placa metálica que acorazaba el cuadro habíase separado, dejando libre el paso.

El Corsario se había lanzado fuera con la espada en alto, pronto a herir; pero se detuvo súbitamente haciendo un gesto de asombro.

Ante él estaba una bellísima joven india y un joven negro, que llevaba un pesado candelabro de plata.

Aquella joven podría tener unos diez y seis años, y, como queda dicho, era bellísima, aunque su piel tuviese un tinte ligeramente rojizo.

Su talle era esbeltísimo. Tenía ojos espléndidos y negros como carbones, la nariz, recta; labios, pequeños y rojos, que dejaban ver una doble hilera de dientes blancos y brillantes como perlas; sus cabellos, negros como el ala del cuervo.

Hasta el traje que llevaba era gentil. La falda, de tela roja, estaba bordada con lentejuela de plata y perlas, y la blusa, adornada de encajes y cubierta también de lentejuelas. En la cintura llevaba una faja de brillantes colores, terminada en largos flecos de seda.

Sus pies, pequeños como los de una china, desaparecían bajo unas graciosas babuchas de piel amarilla y recamada de oro.

En las orejas llevaba grandes aretes de metal, y en el cuello, multitud de monedas de gran valor.

Su compañero, un negro de diez y ocho a veinte años, tenía labios gruesos, ojos que parecían de porcelana, y una cabellera negra y encrespada.

Con una mano sostenía el candelabro y con la otra empuñaba una especie de cuchilla curva, arma usada por los plantadores.

Viendo al Corsario en tan amenazadora actitud, la joven india había retrocedido dos pasos lanzando un grito a la vez de sorpresa y alegría.

-¡Un hermoso gentilhombre! -había exclamado.

-¿Quién sois? -preguntó el Corsario.

-Yara -contesto la joven india con argentina voz.

-¡No sé más que antes! Además, no me interesan otras explicaciones. Decidme si está sitiada la casa.

-Sí, señor.

-¿Y D. Pablo de Ribeira, dónde está?

-No lo hemos visto.

El Corsario se volvió hacia sus hombres diciendo:

-¡No tenemos un instante que perder!

Sin cuidarse del negro ni de la india había enfilado al corredor para llegar a la escalera, cuando se sintió coger dulcemente por los vuelos de la casaca.

Se volvió, y vio a la india. Su bello rostro revelaba tan profunda angustia, que se quedó atónito.

-¿Qué deseas? -le preguntó.

-¡No quiero que os maten, señor! -repuso Yara con voz temblorosa.

-¿Qué puede importante a ti? -preguntó más dulcemente el Corsario.

-Los hombres que están escondidos en las calles próximas no os perdonarán.

-¡Ni nosotros a ellos!

-¡Son muchos, señor!

-¡Es necesario que salga de aquí!

¡Mi nave me espera en la boca del puerto!

-En vez de salir en busca de los soldados, ¡huid!

-Mucho me gustaría poder marchar sin empeñar batalla; pero veo que no hay sino esta salida. El subterráneo lo cerró D. Pablo.

-¡Hay aquí una cueva! ¡Escondeos!

-¡Yo! ¡El Corsario Negro! Oh! ¡Nunca, hija mía!... Sin embargo, gracias por tu consejo. Te lo agradeceré siempre ¿Como te llamas?

-Yara; os lo he dicho.

-No olvidaré nunca ese nombre.

Le hizo un gesto de adiós; y bajó la escalera seguido de Carmaux y Van Stiller y precedido por Moko.

Llegados al corredor, se detuvieron un momento para amartillar los mosquetes y pistolas, y Moko abrió resueltamente la puerta.

-¡Que Dios os proteja, señor! -gritó Yara, que se había quedado arriba.

-¡Gracias, buena niña! -repuso el Corsario lanzándose a la calle.

-¡Despacio, capitán! -dijo Carmaux deteniéndole-. ¡Veo sombras junto al ángulo de aquella casa!

El Corsario se había detenido.

La oscuridad era tal, que a treinta pasos no se distinguía una persona.

Sin embargo, el Corsario había visto las sombras señaladas por Carmaux. Era imposible saber cuántos eran; no obstante, no debían de ser pocos.

-Nos esperaban -murmuró el Corsario-. ¡Hombres del mar, adelante! ¡Daremos la batalla!

Se había arrollado el tabardo sobre el brazo izquierdo, y con la diestra mano empuñaba la espada, arma terrible en sus manos.

Habían recorrido unos diez pasos, cuando cayeron sobre ellos dos hombres armados de espada y pistola.

Se habían ocultado en un portal, y viendo aparecer al formidable Corsario se lanzaron sobre él, acaso con la esperanza de cogerle por sorpresa.

El caballero no era hombre dispuesto a dejarse coger así. Con un salto de tigre evitó las dos estocadas, y cargó a su vez, haciendo silbar la espada.

-¡Tomad! -gritó.

Con un golpe bien dirigido derribó en tierra a uno, y saltando por encima de él se precipitó sobre el segundo, que viéndose solo, huyó a todo correr.

Mientras el Corsario se desembarazaba de aquellos dos, Carmaux, Van Stiller y Moko se habían lanzado contra un grupo que había desembocado por una calle próxima.

-¡Dejadlos ir! -gritó el Corsario.

En lugar de detenerse, se lanzaron tras los fugitivos gritando:

-¡Mata! ¡Mata!

En aquel momento un destacamento desembocaba por otra callejuela. Estaba compuesto por cinco hombres, tres armados de espadas y dos de mosquetes.

Viendo al Corsario Negro solo, lanzaron un grito de alegría y se precipitaron sobre él gritando:

-¡Ríndete, o eres muerto!

El señor de Ventimiglia miró en torno suyo, y no pudo contener una sorda imprecación.

Sus tres filibusteros, llevados por su ardor, y creyendo, sin duda, facilitar el camino a su capitán, habían continuado su carrera persiguiendo a los fugitivos.

-¡Incautos! -murmuró el Corsario-. ¡Heme aquí en buen aprieto!

Se apoyó contra el muro para no ser rodeado, y empuñó una de sus pistolas, gritando con toda la fuerza de sus pulmones:

-¡A mí, filibusteros!

Su voz fue sofocada por un disparo. Uno de los cinco hombres había hecho fuego, mientras los otros desenvainaban la espada.

La bala se aplastó contra el muro, a pocas pulgadas de la cabeza del Corsario.

-¡Truenos! -murmuró éste.

Apuntó la pistola, y disparó a su vez. Uno de los dos mosqueteros, herido en pleno pecho, cayó sin lanzar ni un grito.

Tiró el arma descargada y empuñó la segunda. El otro mosquetero le apuntaba.

Rápido como un rayo, el Corsario hizo fuego, pero la pólvora no ardió.

-¡Maldición! -exclamó.

-¡Ríndete! -gritaron los cuatro españoles.

-¡Ésta es mi respuesta! -contestó el Corsario.

Se separó del muro y de un salto cayó sobre ellos, dando estocadas a diestro y siniestro.

El segundo mosquetero cayó. Los otros cargaron sobre el Corsario cerrándole el paso.

-¡A mí, filibusteros! -volvió a gritar el caballero.

Le contestaron algunos disparos. Parecía como si al final de la calle sus hombres hubieran empeñado un desesperado combate, porque se oían gritos, blasfemias, gemidos y chocar de aceros.

-¡Tratemos de deshacernos de estos sayones! -murmuró el Corsario-. Por ahora, nadie ha de venir a ayudarme.

Para evitar que le rodearan fue retrocediendo hasta apoyarse de nuevo en el muro.

Habían reconocido en su adversario al formidable surcador de los mares que se hacía llamar el Corsario Negro, y por eso redoblaban su ahínco.

Después de dar unos quince pasos, el Corsario sintió tras sí un obstáculo. Alargando la mano izquierda, notó que se hallaba ante una puerta.

-¡Si no se abre, confío en hacer frente a estos bribones! murmuró.

En aquel momento oyó en lo alto un grito de mujer.

-¡Colima! ... ¡Le matan!. . .

-¡La joven india! -exclamó el Corsario, sin dejar de defenderse-¡Magnífico! ¡Puedo confiar en alguna ayuda!

Éste, sin embargo, no desmayaba. Habilísimo tirador, paraba las estocadas con rapidez. Una vez recibió una estocada en el costado derecho, con dirección al corazón. Aunque la detuvo con el brazo izquierdo, no pudo evitar que la espada penetrara en sus carnes.

-¡Ah, perro! -aulló, atacando con más rabia.

Antes de que su contrario hubiera podido desembarazar su espada de los pliegues del tabardo, le descargó un golpe desesperado.

La hoja hirió al adversario en plena garganta cortándole la carótida.

-¡Tres! -gritó el Corsario parando una estocada.

-¡Toma ésta! -dijo uno de los dos que restaban.

El Corsario dio un salto lanzando un grito de dolor.

-¡Tocado! -dijo.

-¡Ánimo, Juan! -gritó el que le había herido-. ¡Otra estocada, y es nuestro!

-¡Todavía no! -gritó el Corsario-. ¡Tomad!

Con dos terribles tajos derribó uno tras otro a sus dos adversarios; pero casi a la par se sintió sin fuerzas, mientras sus ojos se cubrían con un velo de sangre.

-¡Carmaux!... ¡Van Stiller!.. . ¡Ayuda!. . . Murmuró con voz desfallecida.

Se llevó una mano al pecho, y la retiró bañada en sangre.

Retrocedió hasta la puerta, contra la cual se apoyó. La cabeza le daba vueltas, sentía sordo zumbido en los oídos.

-¡Carmaux!... -murmuró por última vez.

Le pareció oír pasos precipitados, después, la voz de sus fieles corsarios, y, por fin, abrirse una puerta. Vio confusamente una sombra delante de él, y le pareció que unos brazos le cogían. Luego... ya no vio nada.


Cuando volvió en sí no se encontraba en la calle donde había librado tan sangriento combate. Estaba tendido en un cómodo lecho adornado con cortinas de seda azul bordadas de oro, y blanquísimas sábanas adornadas con ricas puntillas. Un rostro gentil estaba inclinado sobre él, acechando sus más pequeños movimientos. Lo reconoció enseguida.

-¡Yara! -exclamó.

La joven india se enderezó rápidamente. Los grandes y dulces ojos de aquella criatura estaban aún húmedos de llanto.

-¿Qué haces aquí, muchacha? -le preguntó el Corsario-. ¿Quién me trajo a esta estancia? ¿Y mis hombres, dónde están?

-¡No os mováis, señor -dijo la joven.

-¡Dime dónde están mis hombres! -repitió el Corsario-. ¡Oigo fragor de armas en la calle!

-Vuestros hombres están aquí, pero...

-¡Continúa! -dijo el Corsario, viéndola vacilar-. ¡No los veo!

-Defienden la escalera, señor.

-¿Por qué?

-¿Habéis olvidado a los españoles?

-¡Ah!... ¡Es cierto!... ¿Están aquí los españoles?

-Han cercado la casa, señor -repuso angustiada la joven.

-¡Mil truenos! ¡Y yo en el lecho!...

El Corsario hizo ademán de levantarse; mas le retuvo un agudo dolor.

-¡Estoy herido! -exclamó-.

¡Ah!. . . ¡Ahora recuerdo!. . .

Sólo entonces se dio cuenta de que tenía el pecho vendado y las manos llenas de sangre.

No obstante su valor, palideció.

-Yara, ¿qué ha ocurrido después que me hirieron?

-Os hice traer aquí por dos pajes de mi señor y por Colima- repuso la joven india.

-¿Quién me ha vendado?

-Yo y uno de vuestros hombres.

-He recibido dos estocadas, ¿no es cierto?

-Sí, dos, una acaso grave, y otra más dolorosa que peligrosa.

-Sin embargo, no me siento débil.

Hemos detenido pronto la sangre.

-¿Y mis hombres, han vuelto todos?

- Sí, señor. Uno de ellos tenía muchos rasguños, y al negro le brotaba sangre de un brazo.

¿Por qué no están aquí?

-Los dos blancos vigilan la escalera; el negro está de guardia en el pasaje secreto.

-¿Hay muchos enemigos en los alrededores?

-Lo ignoro, señor.

-¡Gracias por tu afecto y por tu cura, valiente muchacha! -dijo el Corsario pasando la mano por la cabeza de la joven-. ¡El Corsario Negro no te olvidará!

-Entonces, ¿me vengará? -exclamó la india, mientras un siniestro fulgor animaba sus ojos.

-¿Qué quieres decir?

En aquel instante se oyó un tiro de mosquete, y la voz de Carmaux que gritaba:

-¡Cuidado! ¡Hay una bomba detrás de la puerta!

El Corsario Negro, viendo su espada apoyada en una silla próxima, la cogió haciendo de nuevo ademán de levantarse.

La joven le detuvo ciñéndole con ambos brazos.

-¡No, mi señor -gritó-, os mataríais!

-¡Déjame!

-¡No, capitán; no os moveréis del lecho! -dijo entrando Carmaux-. Los españoles no nos han cogido aún.

-¡Ah! ¿Eres tú? -dijo el Corsario-. Sois todos valientes, ya lo sé; pero sois pocos para defenderos de un ataque general.

-¿Y vuestras heridas? ¡Estáis inválido, capitán!

-Me parece que aún podría sostenerme, Carmaux. ¿Las has visto?

-Sí, capitán. Os han dado una estocada soberbia un poco debajo del corazón. Si el acero no llega a tropezar con una costilla, os atraviesa.

-¡No es grave!

-Es cierto -repuso Carmaux-. Yo creo que dentro de unos doce días podréis volver a dar estocadas de nuevo.

-¡Doce días! ¡Estáis loco, Carmaux!

-Tenéis que cerrar dos agujeros. Un poco más abajo os han hecho otro ojal mucho menos profundo que el primero, pero más doloroso.

- ¿Y vosotros, habéis pegado mucho? -preguntó el Corsario.

-Una media docena de hombres, a cambio de unos rasguños. Creíamos que nos habíais seguido y por eso continuamos la carga, creyendo abrirnos paso. Cuando vimos que os habíais quedado atrás, tratamos de volver sobre nuestros pasos.

-¿Cómo habéis sabido que estaba aquí?

-Nos lo avisó esta valiente muchacha.

-¿Y ahora?

- Estamos sitiados, capitán.

-¿Son muchos los enemigos?

-La obscuridad no me ha permitido aún apreciar su número -dijo Carmaux; pero estoy convencido de que son muchos.

-¿De modo que nuestra situación es muy grave?

- No lo niego, capitán; tanto más, cuanto que debemos defendernos dentro de la casa. Los españoles pueden entrar valiéndose del pasaje secreto.

-El peligro mayor está precisamente en ese pasaje -dijo la joven india-. D. Pablo tiene la llave de la puerta de hierro.

-¡Bah! ¡Si fuese necesario nos dejaríamos hacer astillas antes que entraran aquí!

-No sois bastantes para resistirlos -dijo el capitán pensativo.

-Bastaría poder sostenernos ocho o diez horas. El señor Morgan, viendo que no volvemos a bordo, pensará en algo y mandará a tierra un fuerte destacamento a buscarnos.

-¿Podréis resistir hasta el alba?

Señor -dijo la joven india, que no había perdido ni una sílaba de la conversación-, hay un sitio donde podréis resistir largo tiempo.

-¿Algún escondite? -preguntó Carmaux.

-No; en el torreón.

-¡Mil ballenas! ¿Hay un torreón en esta casa? ¡Estamos salvados! Si es muy alto, podremos hacer señales a la tripulación del Rayo.