Escritos de juventud
La regencia

de José María de Pereda

Cinco meses hace que no me llega la camisa al cuerpo siguiendo las evoluciones de la gente que lleva la batuta en el actual desconcierto político.

Que habrá Regencia; que será una; que será con Serrano; que será con Prim; que ya no hay Regencia; que si la mayoría; que si la minoría; que si tumba y que si dale.

Háceme muchísima de la gracia en este asunto la formalidad con que algunos periódicos oficiales y oficiosos aseguran que la resolución urge porque la interinidad es insostenible por más tiempo.

Pues qué, ¿la Regencia es una solución?

Regencia, ¿para qué? ¿De quién?

¿Una Regencia no implica la necesidad de una minoría?

¿Dónde está aquí el menor?

¿Habrá venido a parar en eso el pueblo después de habérsele llamado, soberano, majestad, y potente, y no sé qué más?

Dada la Regencia en una situación como la actual de España, ¿qué sería un regente más que una máquina de decir amén a todo lo que le propusiera el Gobierno de acuerdo con las Cortes?

En suma: el general Serrano, regente, no haría más ni menos que lo que hace hoy, presidente del Poder ejecutivo.

Verdad es que cambiaría su modesta morada por un palacio con guardia pretoriana, y tendría tratamiento de alteza y seis o siete millones de sueldo. Pero ¿y qué? ¿Sería él el primer reyezuelo que vamos viendo en España desde septiembre acá? ¿Y se calman los ánimos, se refrenan los odios o se conjuran los desencadenados elementos que hoy conmueven a la situación porque se instale en Madrid un magnate más o menos?

¡Bah! Por otro lado irá el agua.

La situación tiene que darnos un rey conforme a la Constitución que acaba de votar, y ese rey, por más que diga el señor Olózaga, no ha de causarnos agradable sorpresa, porque todos le conocemos meses hace.

Su futura majestad podrá agradar a los señores o proporcionarles un nuevo disgusto.

Sus excelencias quizá temen lo último, y, como saben agarrarse, marchan con parsimonia en todo lo que al asunto se refiere.

Cuando le van a sacar a uno una muela, el dentista le habla primero de los sudores que pasa el paciente con aquel apéndice podrido en la boca; después, se la reconoce y le asegura que la muela está cayéndose ella sola; después le arregla el sillón en que le ha sentado, y le atusa el pelo, y ofrece a su vista una multitud de enjuagues que han de refrescarle las encías una vez hecha la operación; después coge un gatillo y lo deja, y toma otro, y hace que opta por una pequeña palanca, por lo mismo que la muela no ofrecerá resistencia; y habla del vecino de enfrente o de la política del día; de todo, menos de la muela. Al cabo, tentando la quijada y preguntando «¿es ésta?», veinte veces, engancha inesperadamente el acero fatal en el cariado apéndice, lanza la víctima un rugido, suelta tres lagrimones y un duro, y se acaba la tragedia.

No pretendo calificar de sacamuelas a los hombres que no se dan punto de sosiego a fin de conjurar ahora la interinidad de una Regencia.

Pero no puedo excusarme de hacerme a cada instante preguntas tan sencillas como éstas:

-Si los hombres de la situación tienen in mente nuestro futuro rey, ¿para cuándo le guardan?

Si la exhibición de esa majestad no ha de dolernos; si, como es de creer, llena las aspiraciones de la patria, en cuyo nombre se hizo la revolución que nos lo trae, ¿para qué tantos trámites y ensayos preliminares? ¿Tan abundantes han sido la satisfacciones desde septiembre acá, que sea necesario, para no engolosinarnos, encarecer esa que se nos tiene reservada?

Vamos, ilustres y denodados patricios; menos modestia; basta de abnegación, no más desvelos, y venga... lo que Dios quiera; que, al cabo, ésa es la que ha de valer, y no la vuestra ni la mía.



(De El Tío Cayetano, núm. 27.)

27 de mayo de 1869.