La reacción y la revolución : 7

Francisco Pi y Margall. La reacción y la revolución (1854).

  • CAPÍTULO VII

La revolución. Dogma democrático. La libertad moral y la libertad política. La soberanía del individuo y la del pueblo


He analizado ya la reacción; voy a analizar la revolución. Como he demostrado que aquélla es la guerra, voy a demostrar que ésta es la paz de las naciones. Tarea ardua tal vez a los ojos del lector, no ya a los míos.

¿Qué es la revolución? La revolución es, hoy como siempre, la fórmula de la idea de justicia en la última de sus evoluciones conocidas, la sanción absoluta de todas nuestras libertades, el reconocimiento social de esa soberanía que la ciencia moderna ha reconocido en nosotros al consignar que somos la fuentes de toda certidumbre y todo derecho. No es ya una simple negación, es una afirmación completa. Tiene por principio y fin el hombre, por medio el hombre mismo, es decir, la razón, el deber, la libertad; cosas en el fondo idénticas. Su forma es también humana en cuanto cabe. Representa aún el poder, pero tiende a dividirlo; no mata aún la fuerza, pero le clava el puñal hasta donde sabe y puede. Divide el poder cuantitativa, no cualitativamente, como nuestros constitucionales. Está limitada, pero ella no ve límite, porque cree en el progreso indefinido. Es, para condensar mejor mi pensamiento, en religión atea, en política anarquista: anarquista en el sentido de que no considera el poder sino como una necesidad muy pasajera; atea, en el de que no reconoce ninguna religión, por el mero hecho de reconocerlas todas; atea aún, en el de que mira la religión como obra de nuestro yo, como hija espontánea de la razón humana en su época de infancia.

Sé bien que muchos revolucionarios, si no en público, en secreto, han de levantar contra esta explicación una enérgica protesta; mas sus protestas no me espantan; no me obligarán de seguro a borrar ni una palabra. Unas serán inspiradas por la hipocresía, otras por la ignorancia; ninguna por la ciencia. Hay una grave falta en muchos de nuestros revolucionarios, la de que no tienen aún una plena conciencia de la nueva idea. La reacción se lo echa en cara a cada paso, y es preciso confesar que está en lo justo. Divagan casi siempre, suplen casi siempre la escasez de razones con vanos alardes de más o menos sublimes sentimientos. El sentimentalismo, conviene tenerlo muy presente, podrá seducir al pueblo rudo, nunca al pueblo inteligente; y es siempre éste el que decide la suerte de las grandes causas. La doctrina de Jesucristo, antes de triunfar, necesitó de un Orígenes que la racionalizara, poniendo a su servicio la filosofía del antiguo mundo; Proudhon, con su lógica inflexible, ha hecho dar más pasos a la economía que los socialistas juntos con sus arranques de imaginación y de humanitarismo.

Urge abandonar este camino, urge que la revolución busque en la ciencia su baluarte inexpugnable, porque está allí precisamente ese baluarte. La vaguedad disuelve los partidos, la vacilación los mata, y es ya necesario de toda necesidad que los que los representan o dirigen no hayan de retroceder ante ninguna cuestión ni ante ninguna pregunta de sus adversarios. Está la ciencia erizada de dificultades, y algunos, por temor de abordarla, la desprecian; mas esto es propio de entendimientos débiles. Si creen suficiente pensar por sí, sepan que se engañan. Se progresa porque el hombre continúa la obra del hombre, no porque un hombre independientemente de los demás se eleve a la encumbrada región del pensamiento. Siguiendo este sistema, es muy probable que, después de mil largas elucubraciones, o no nos explicásemos las opiniones adquiridas o cayésemos en los errores de hace siglos. En las ciencias esa absoluta independencia es imposible; lo es hasta en la rítmica, aunque no en la simbólica, del arte. En ciencias es tan vituperable hacerse esclavo de la autoridad como dejar de consultar las obras de los grandes maestros. El entendimiento, para proceder a investigaciones ulteriores, necesita de un punto de partida.

Pero me extralimito sin sentirlo. El triste estado de la ciencia en España me obliga, tanto por la ignorancia de muchos revolucionarios, a usar este lenguaje. Veo en prensa, en el parlamento, en la universidad, en todas partes, el vacío. No hay entre nosotros escuelas, no hay crítica, no hay lucha. La voz del más audaz innovador es aquí la verdadera voz del que clama en el desierto. El empirismo lo domina todo; el racionalista apenas se atreve a hablar, por temor de caer en el ridículo. A tal situación nos ha llevado, entre otras causas, la intolerancia religiosa.

Vuelvo ahora a mi asunto. Creo inútil decir que la revolución está hoy representada en los demócratas. Ahora bien, los demócratas han escrito, no uno, sino cien programas; ¿podemos formular por ellos el dogma democrático? Ni veo en su conjunto la razón de que este dogma se desprende, ni orden en sus elementos constitutivos, ni lógica en la clasificación de las libertades individuales. Hablan aún de la libertad de conciencia, que no es más que la de imprenta; de la de enseñanza, que viene incluida en la de reunión o en la del trabajo; de la de asociación política, que confunden a menudo con la social o la económica. No dicen nunca una palabra ni sobre el principio en que ha de descansar la nueva organización del poder público ni sobre su forma de gobierno. Para colmo de desventura, algunos escritores hacen las más injustificables transacciones con la monarquía y la Iglesia; los más de los oradores, si no todos, están siempre en el terreno de las reticencias, que es el peor de los terrenos.

Conviene formular este dogma, y voy a formularlo. – Homo sibi Deus, ha dicho un filósofo alemán: el hombre es para sí su realidad, su derecho, su mundo, su fin, su Dios, su todo. Es la idea eterna, que se encarna y adquiere la conciencia de sí misma; es el ser de los seres, el ley y legislador, monarca y súbdito. ¿Busca un punto de partida para la ciencia? Lo halla en la reflexión y en la abstracción de su entidad pensante. ¿Busca un principio de moralidad? Lo halla en su razón, que aspira a determinar sus actos. ¿Busca el universo? Lo halla en sus ideas. ¿Busca la divinidad? La halla consigo.

Un ser que lo reúne todo en sí es indudablemente soberano. El hombre pues, todos los hombres son ingobernables. Todo poder es un absurdo. Todo hombre que extiende la mano sobre otro hombre es un tirano. Es más: es un sacrílego.

Entre dos soberanos no caben más que pactos. Autoridad y soberanía son contradictorios. A la base social autoridad debe, por lo tanto, sustituirse la base social contrato. Lo manda así la lógica.

La democracia ¡cosa rara! Empieza a admitir la soberanía absoluta del hombre, su única base posible; mas rechaza aún esa anarquía, que es una consecuencia indeclinable. Sacrifica la lógica, como los demás partidos, ante los intereses del momento, o cuando no, considera ilegítima la consecuencia, por no comprender la conservación de la sociedad sin un poder que la gobierne. Este hecho es sumamente doloroso. ¿Se reconocerá pues siempre mi soberanía sólo para declararla irrealizable? ¿No seré nunca soberano sino de nombre? ¿Con qué derecho combatiré entonces a los que combatan mi sistema?

Yo, que no retrocedo ante ninguna consecuencia, digo: El hombre es soberano, he aquí mi principio; el poder es la negación de su soberanía, he aquí mi justificación revolucionaria; debo destruir este poder, he aquí mi objeto. Sé de este modo de dónde parto y adónde voy, y no vacilo.

¿Soy soberano? continúo; soy pues libre. Mi soberanía no consiste sino en la autonomía de mi inteligencia: ¿cuándo la ejerzo positivamente? Sólo cuando dejo de obedecer a toda influencia subjetiva, y arreglo a las determinaciones de la razón todos mis actos. ¿Es otra cosa mi libertad que esa independencia de mis acciones de todo motivo externo?

Mi soberanía, sigo observando, no puede tener límites, porque las ideas de soberanía y limitación son entre sí contradictorias; si mi libertad no es, por lo tanto, más que mi soberanía en ejercicio, mi libertad no puede ser condicionada; es absoluta.

Pero yo, me replico, no vivo aislado del resto de la especie; ¿cómo he de conservar entre mis asociados la plenitud de mi libertad ni la de mi soberanía? ¿Las habré verdaderamente sacrificado en parte a los intereses colectivos? Mas lo absoluto, me contesto, es, sólo por ser tal, indivisible; sacrificios parciales de mi soberanía ni de mi libertad, no cabe siquiera concebirlos. ¿Para qué puedo, además, haberme unido con mis semejantes? Cuando esta libertad y esta soberanía me constituyen hombre, ¿no habrá sido naturalmente para defenderlas contra todo ataque? Entre dos soberanías en lucha, reducidas a sí mismas, era posible un solo árbitro, la fuerza; la sociedad política no pudo ser establecida con otro objeto que con el de impedir la violación de una de las dos soberanías o la de sus contratos, es decir, con el de reemplazar la fuerza por el derecho, por las leyes de la misma razón, por la soberanía misma. Una sociedad entre hombres, es evidente que no pudo ser concebida sobre la base de la destrucción moral del hombre. Mi libertad, por consiguiente, aun dentro de la sociedad es incondicional, irreductible.

¿Ha existido, sin embargo, una sola sociedad que no la haya limitado? Ninguna sociedad ha descansado hasta ahora sobre el derecho; todas han sido a cual más anómalas y, perdóneseme la paradoja, antisociales. Han sentado sobre las ruinas de la soberanía y de la libertad de todos, las de uno, las de muchos, las de las mayorías parlamentarias, las de las mayorías populares; las sientan todavía. Su forma no ha alterado esencialmente su principio, y por esto condeno aún como tiránicos y absurdos todos los sistemas de gobierno, o lo que es igual, todas las sociedades, tales como están actualmente constituidas.

La constitución de una sociedad de seres inteligentes, y por lo mismo soberanos, prosigo, ha de estar forzosamente basada sobre el consentimiento expreso, determinado y permanente de cada uno de sus individuos. Este consentimiento debe ser personal, porque sólo así es consentimiento; recae de un modo exclusivo sobre las relaciones sociales, hijas de la conservación de nuestra personalidad y del cambio de productos, porque implica que recaiga sobre lo absoluto; estar constantemente abierto a modificaciones y reformas, porque nuestra ley es el progreso. Busco si es verdad esta aserción, y encuentro que sin este consentimiento la sociedad es toda fuerza, porque el derecho está en mí, y nadie sino yo puede traducir en ley mi derecho. La sociedad, concluyo por lo tanto, o no es sociedad, o si lo es, lo es en virtud de mi consentimiento.

Mas examino atentamente las condiciones de esta nueva sociedad, y observo que para fundarla, no sólo es necesario acabar con la actual organización política, sino también con la económica; que es indispensable, no ya reformar la nación, sino cambiar la base; que a esto se oponen infinitos intereses creados, una preocupación de siglos que nadie aún combate, una ignorancia casi completa de la forma y fondo de ese mismo contrato individual y social que ha de sustituir la fuerza; que esta oposición, hoy por hoy, hace mi sociedad imposible. No por esto retrocedo; digo: La constitución de una sociedad sin poder es la última de mis aspiraciones revolucionarias; en vista de este objeto final, he de determinar toda clase de reformas.

¿Me conduce a este objeto la creación de un poder fuerte? Si todo poder es en sí tiránico, cuanto menor sea su fuerza, tanto menor será su tiranía. El poder, hoy por hoy, debe estar reducido a su menor expresión posible.

¿Le da fuerza la centralización? Debo descentralizarlo. ¿Se la dan las armas? Debo arrebatárselas. ¿Se la dan el principio religioso y la actual organización económica? Debo destruirlo y transformarla. Entre la monarquía y la república, optaré por la república; entre la república unitaria y la federativa, optaré por la federativa; entre la federativa por provincias o por categorías sociales, optaré por la de las categorías. Ya que no pueda prescindir del sistema de votaciones, universalizaré el sufragio; ya que no pueda prescindir de magistraturas supremas, las declararé en cuanto quepa revocables. Dividiré y subdividiré el poder, lo movilizaré, y lo iré de seguro destruyendo.

¿Sobre qué legisla hoy el poder público? Hoy legisla aún sobre mis derechos naturales; los pondré fuera del alcance de sus leyes. Hoy legisla aún sobre mi propiedad; la anularé sobre los instrumentos de trabajo, y la proclamaré sobre los frutos de mi inteligencia y de mis manos completamente inlegislable. Rebajaré sin cesar su facultad legislativa; con ella, como es natural, la ejecutiva; y no le dejaré al fin con más atribuciones que la de saldar el debe y el haber de los intereses generales.

No creo ya necesario añadir una palabra más sobre este asunto. Este es todo mi dogma, este es, o debe por lo menos ser, el dogma democrático. Admitido el principio de la soberanía individual, y la democracia lo acepta a no dudarlo, no cabe venir a parar sino a estas conclusiones. Las implacables leyes de la dialéctica las imponen terminantemente, y las impondrán más tarde o temprano a la democracia, si no se las han impuesto.

Son, dicen, alarmantes. Es hasta una imprudencia revelarlas. – Mas no admito este argumento. No enseñemos a los pueblos a ser lógicos, y derramarán estérilmente su sangre en otras cien revoluciones. No dirijamos el hacha contra el seno del poder mismo, y consumirán siglos en ir de la monarquía a la república, y de la república a las dictaduras militares. Después de cada triunfo, “queremos –dirán como hasta ahora- un poder fuerte, capaz de arrollar a nuestros enemigos”; y como hasta ahora, se forjarán nuevas cadenas con sus propias manos. Las preocupaciones más arraigadas, lo he dicho ya, son las que más necesitan de rudos y enérgicos ataques; la alarma es, además de inevitable, útil. Llama poderosamente la atención sobre las ideas que han logrado producirla, las siembre en todas las conciencias y en todos los intereses alarmados. ¡Desgraciada de la idea que no alcanza a sublevar contra sí los ánimos! Hará difícilmente prosélitos, morirá olvidada o despreciada. Mas ¿se teme verdaderamente la alarma? Se aspira a ser inmediatamente gobierno: he aquí la causa de la inconsecuencia.

Los argumentos de los reaccionarios contra la teoría son, cuando menos en la apariencia, algo más fuertes. ¿Cómo probáis, nos preguntan, la soberanía del hombre? Si esta es una verdad, ¿en qué consiste la del pueblo? Habéis demostrado la libertad moral; pero la moral y la política ¿son acaso idénticas? – La soberanía individual la dejo ya probada; voy sólo a dar más claridad y más extensión a mis razones. Cogito, ergo sum: este es aún hoy el principio de toda ciencia. Fichte, con su A = A, no ha hecho sino concretarlo, para hacerlo más palpable. Sin reconocer antes mi realidad no hay, en efecto, base para mis conocimientos. O caigo en el empirismo o en el misticismo, ambos igualmente distantes de la ciencia verdadera. El saber deriva pues todo de un hecho de mi inteligencia, del hecho de sentirse. ¿Cómo se desarrolla? Evidentemente por la acción de esa inteligencia misma. Sin ella, toda clasificación, toda generalización, todo descubrimiento de un principio serían imposibles. La experiencia contribuye sin disputa al desenvolvimiento; mas como un simple estímulo de la razón, como la causa determinante de sus actos.

Sólo de mi razón procede también el derecho. Los apetitos pueden mover mi voluntad, pero mis acciones no son rigurosamente morales sino cuando están determinadas por la inteligencia. La inteligencia aspira sin cesar a decidirlas, y ya que no haya podido evitarlas, emite sobre ellas juicios que constituyen los remordimientos. Universalizad el motivo de cada acción moral, y tendréis luego las leyes que han de servir de paradigma a toda ley escrita. Una ley no es más que un juicio, y si es o no este juicio injusto, sólo mi ley moral es capaz de decidirlo. El derecho, por lo tanto, lo mismo que el saber, o no existe o existe dentro de mí mismo.

Lo mismo sucede hasta cierto punto con Dios y el universo. ¿Cómo concibo la existencia de Dios? Adquiriendo la conciencia de mi entidad pensante, observando que por ella entro en los dominios de la ciencia, encontrando en ella su ley y su principio, reconociendo en ella ese mismo espíritu, cuyas evoluciones ha ido registrando la historia de cuarenta siglos. Descubro luego una identidad completa entre el espíritu y el mundo; y elevándome a la fuente de donde pudo manar tanta vida y tanta idea, o abrazándolas en su conjunto majestuoso, he aquí, digo, ese Dios que he buscado en vano en el orden de la naturaleza, en la relación del motor al movimiento, en los filósofos antiguos y en los libros santos. Podrán aún indudablemente ocurrir dudas sobre si ese Dios es el universo mismo; mas no sobre si es también hijo de nuestra inteligencia. Ya que no seamos Dios, ¿no somos por lo menos su conciencia?

¿Y el mundo? Se me dirá tal vez. Mas si Dios es el espíritu universal, y sólo bajo este concepto podemos concebirle, ¿qué es el mundo más que un vasto conjunto de manifestaciones del espíritu? Ahora bien, ese espíritu sólo en el hombre se siente y se conoce. El mundo entero debe pues yacer en estado de idea en el fondo de mi inteligencia, sus impresiones no pueden hacer más que despertar aquella idea. La idea ¿no subsiste acaso en mí independientemente del objeto? ¿No hay ideas categóricas?

Si todo está, por consiguiente, en mí, soy, repito, soberano. Pero quiero dar aún pruebas, si no tan filosóficas, más comprensibles para la generalidad de mis lectores. Dado que no resida la soberanía en el individuo, ¿en quién reside? ¿En la colectividad? ¿en la Iglesia? ¿en los profetas inspirados por Dios mismo? La revelación, las decisiones eclesiásticas, las opiniones de los pueblos, las creencias de la humanidad entera, han caído y caen ante la razón de un solo hombre. En un solo hombre se manifiesta cada una de las infinitas evoluciones del espíritu. Dentro de cada hombre hay un tribunal para juzgar de todo pensamiento que se lanza al mundo. Se me quiere imponer una idea, y no se puede cuando mi inteligencia la rechaza. No bastan ni la autoridad ni las armas. Sólo mi propia razón alcanza a tanto.

¿No se observa acaso lo mismo en el orden de los fenómenos morales? Mi voluntad es incoercible, la noción de mi deber irreformable, a no ser por mi peopia inteligencia. En vano se me enseña una legislación dictada por Dios, adoptada por cien naciones, sancionada por los siglos; mi ley moral la juzga, y pronuncia sobre ella su inapelable fallo. Si la cree injusta, la condena irremisiblemente.

La sociedad y la autoridad, es decir, la fuerza, no puede nada sino en nuestros cuerpos, sujetos, como todo organismo, a la ley de una necesidad inevitable. Adviértase ahora que no hay razón que no recuse el imperio de esa fuerza, y se habrá de convenir, más que no se quiera, en la existencia de mi soberanía. El que la niegue, negará desde entonces la posibilidad de dos cosas importantes: la libertad y el progreso. Si no soy soberano, obedezco a influencias exteriores, no soy libre. Si no soy soberano, he de sujetarme a los juicios de la colectividad; no puede haber progreso. Todo progreso, es un hecho irrecusable, empieza y ha de empezar forzosamente por la negación individual de un pensamiento colectivo. Negad mi derecho para esta negación, y no sabéis de seguro explicarme cómo ha tenido lugar el más insignificante de nuestros adelantos.

El segundo argumento de los reaccionarios presenta ya muchas más dificultades. Se aturdirá tal vez el lector de lo que voy a decir, pero lo creo una consecuencia severamente lógica. La soberanía del pueblo es una pura ficción, no existe. No se la puede admitir como principio, sólo sí como medio, y medio indispensable, para acabar con la mistificación del poder, destruyéndolo hasta en la postrera de sus formas. Oigo ya los alaridos de triunfo de los absolutistas; pero me apresuro a declarar que son aún más infundados que la idea que ahora niego. La de la soberanía del individuo destruye tanto por su base el sistema constitucional como el monárquico.

¡Negar la soberanía nacional!... ¡Qué herejía! Exclamarán hasta muchos de los que se llaman hoy demócratas. Mas no quiero que se recuerde sino hechos de ayer, hechos recientes. La soberanía nacional ha sido puesta a discusión en la Asamblea. Los oradores más notables, los jefes de todos los partidos han hablado. Nadie ha sabido explicarla. Sus impugnadores han aparecido como otros tantos Ayax luchando en las tinieblas. No han dado jamás contra el cuerpo del enemigo, porque combatían en realidad contra un fantasma. ¿Dice acaso poco este hecho?

Próximos ya a terminarse los debates, alzó la voz un joven orador republicano, que considerando aún intacta la cuestión, quiso de nuevo abordarla. La abordó, y dio su solución; mas ¿satisfizo? Esta solución, que por de pronto hubo de disipar la duda en muchos, era precisamente la negación de lo que se defendía. Sólo de nuestra inteligencia, decía el orador, deriva la soberanía de los pueblos; o lo que es lo mismo, sólo en la soberanía individual descansa la soberanía colectiva. Error gravísimo, que no puede menos de quedar destruido con solo probar mi tesis.

La idea de soberanía es absoluta; no tiene su menos ni su más, no es divisible ni cuantitativa ni cualitativamente. ¿Soy soberano? no cabe pues sobre mí otra soberanía, ni cabe concebirla. Admitida, por lo tanto, la soberanía individual, ¿cómo admitir la colectiva? Quiero que se me responda a esta pregunta.

Véase además si los hechos no están en corroboración de mi teoría. Mi inteligencia ¿no se rebela a cada paso contra las determinaciones de esa pretendida soberanía de los pueblos? Si las leyes no me dejan la esperanza de poder renovar pacíficamente estas determinaciones, ¿no apelo acaso a la violencia? Admitida por un momento la posibilidad de las dos soberanías, la colectiva sería lógicamente superior a la del individuo; ¿en virtud de qué principio podría nunca protestar ésta contra la acción de aquélla?

Mas hasta la hipótesis es terriblemente absurda; la soberanía nacional no necesita otra estocada; dejémonos de luchar contra un cadáver.

¿Cuál es entonces vuestra base? se me dice. Pero ¿se ha olvidado ya que he escrito que entre soberanos no caben más que pactos? El contrato, y no la soberanía del pueblo, debe ser la base de nuestras sociedades.

He declarado, sin embargo, que hoy esta base es imposible. ¿En qué, podrá preguntárseme, descansará, mañana que triunfe la revolución, el gobierno del Estado? Filosóficamente hablando, en lo que hoy, en la nada; descendiendo al terreno de los hechos, en la misma ficción de la soberanía. Ficción, como llevo indicado, necesaria. Necesaria, porque hay todavía intereses individuales y sociales; necesaria, porque se considera aún tal la existencia de una institución que atienda a los de la masa general del pueblo. Si hay intereses colectivos, parece cuando menos evidente que la colectividad ha de resolver acerca de ellos. Si no hay poder más natural ni más legítimo, natural y legítimo parece que se la reconozca soberana. De no, ¿quién osará erigirse, y con qué derecho, en árbitro supremo de aquellos intereses? ¿El individuo, cuya soberanía está probada? Mas ¿qué individuo? Está además probado que es, no soberano de la sociedad, sino soberano de sí mismo. ¿Habrá alguno que pueda presentar para el ejercicio del poder un título capaz de imponer por sí solo a todo un pueblo?

Es triste deber aceptar una ficción; mas quiero que si hay otro medio, me lo revelen, ya mis correligionarios, ya mis enemigos. El poder, como la religión y la propiedad, no deriva de la voluntad de nadie; existe por sí y ante sí, obra constantemente obedeciendo a las condiciones fatales de su propia vida. Nuestra inteligencia lo niega, y ¿no se atreve aún a condenarlo? Debe pues, a pesar suyo, basarlo sobre ficciones, y no sobre principios. Como, empero, las ficciones no tienen sino la fuerza convencional que se les presta; como la lógica, por otra parte, las resiste; como fuera de ésta no caben sino contradicciones, que tarde o temprano han de sentirse; esas ficciones caducan sin remedio, mueren para dar a otras la existencia, debilitan la causa que sostienen, acaban al fin con ella. Son por esto tan necesarias en sí como necesarias por sus resultados.