La reacción y la revolución : 1

Francisco Pi y Margall. La reacción y la revolución (1854).

  • CAPÍTULO I

Teoría de la libertad y la fatalidad, explicada por la historia general y la contemporánea española. Razón de ser de los partidos


Oigo todos los días hombres que se lamentan de la existencia de los partidos; que les echan en cara sus sangrientas luchas, y les hacen responsables de todos los males de la patria. «Cincuenta años atrás —dicen— no existía entre nosotros esta peste abominable: a la voz de Dios doblaban todos los españoles la rodilla, a la del rey ceñían o desceñían sus espadas. Nuestras instituciones políticas y sociales eran para todos sagradas, y el simple hecho de ponerlas en cuestión hubiera parecido una blasfemia. El pobre no acusaba, como hoy, de sus hondos sufrimientos a las leyes; doblaba resignadamente la cabeza bajo los verdaderos o supuestos decretos de la Providencia, y pedía con humildad a sus hermanos pan para sus hijos. No era, como ahora, un peligro para la sociedad, una amenaza para el rico. Nos hemos quejado de la esclavitud de aquellos tiempos, y donde buscábamos la vida, no hemos encontrado sino gérmenes de muerte. La libertad nos ha traído la discordia.»

Protéstase generalmente contra la verdad de tales aserciones; mas son ciertas. La revolución ha venido a cerrar la era de paz de nuestros padres, ha venido a encender la guerra entre clase y clase, entre hombre y hombre, entre la fe y la razón, entre lo pasado y lo porvenir, entre lo condicional y lo absoluto. Bajad, si no, al fondo de las conciencias, y no hallaréis sino la duda; al fondo de los corazones, y los veréis latir a impulsos de profundos odios; al fondo de la sociedad, y oiréis sólo el rumor de sus combates. Dios tiene hoy entre nosotros sus enemigos, los tiene el rey, la propiedad los tiene. Las antiguas ideas de moral están casi intervertidas; palabras que ayer hacían eco en el ánimo del pueblo, carecen de valor y de sentido.

No nos quejemos, sin embargo, de la revolución; quejémonos de nuestra naturaleza de hombres, quejémonos de las leyes a que obedece en su marcha nuestra especie. La revolución no la hemos ido a buscar; nos la han traído los sucesos, y nos la han traído porque era necesaria. La paz bajo Carlos IV era ya la inacción, un quietismo vergonzoso y degradante, una atonía incompatible con el desarrollo progresivo de la humanidad entera. La paz era nuestra muerte como hombres, nuestra muerte como pueblo. Nuestras vastas colonias se desgajaban de la metrópoli como jirones de su rico manto, nuestras armas habían perdido su prestigio, nuestros reyes su honra, nuestros hombres de estado su ciencia y su energía, nuestros pensadores su fuerza intuitiva y reflexiva, nuestra literatura su originalidad y su poético ropaje, nuestro reino todo, su dignidad y su proverbial independencia. Vivíamos sin poner mano a la espada bajo el capricho de una prostituta y las leyes de un adúltero.

Penetraron en España las ideas de la revolución francesa, y abrieron el camino a la del año 12. Todo se conjuró entonces para fecundarlas. Estalló una guerra internacional, y se encargaron de difundirlas los mismos enemigos. Los reyes conspiraron contra su propia causa. El sacerdocio las aceptó bajo la condición de que no se atentaran contra su supremacía y exclusivismo religiosos. La nación armada se encontró, por causas ajenas de su voluntad, con todos sus vínculos históricos rotos por la fuerza de las armas y de los sucesos, y en estado de constituirse si su albedrío. ¿Cuándo se vieron nunca tantas causas reunidas para facilitar el desarrollo de un nuevo pensamiento? Vosotros, los que creéis en una providencia, ¿no os parece que descubrís aquí su mano?

No ignoro que entre el carácter que presentaba entonces la revolución y el que presenta hoy media una distancia inmensa. No habían sido aún puestos en duda ni la naturaleza de Dios ni la legitimidad de los reyes. La aristocracia, el clero, la plebe se reunían todavía bajo una misma bóveda para legislar sobre los intereses de los pueblos. Se ponía aún la ley fundamental del país bajo la égida de la triada divina, se revestían todos los actos en que ejercían los ciudadanos sus funciones soberanas, de imponentes ceremonias religiosas. Los más ardientes revolucionarios no aspiraban, como los demócratas de hoy, a las libertades absolutas; los proletarios no exigían, como los de hoy, la reforma de las leyes sociales para ver aliviados sus padecimientos. Mas ¿qué importa esto? Las exigencias de nuestros hombres son tan legítimas como las de los hombres de aquel tiempo, porque son su natural y obligada consecuencia. ¿Que pensáis que es la revolución por que pasamos, sino una evolución fatal de la del año 12?

Proclamóse en aquella época como principio la soberanía del hombre; ¿se podía ya impedir su desarrollo con envolverle bajo un manto de rey y entre los vapores de la mirra y del incienso? Dejad que cada español vaya meditando sobre el principio, y no necesitáis más para que rompa el yugo de la autoridad humana y la divina. Los sucesos no tardarán luego en venir a socorrerle para la realización de su pensamiento y su deseo: la autoridad misma, presa en las redes de la contradicción, se presentará absurda y vacilante; los sacerdotes comprometerán a su Dios, queriendo defenderle; las reacciones darán le cada vez más fuerza y vigor al principio combatido.

Eslo sucede, esto no podía menos de suceder, porque es una ley de las cosas, y, como toda ley, inevitable. ¡Inútil de todo punto que os empeñéis en contrariarlo!

¿Por qué, empero, diréis, no ha de dar desde luego un principio todas sus consecuencias? ¿por qué esa guerra de años y tal vez de siglos? No culpéis ahora la fatalidad, la ley social de la especie; culpad tan sólo la libertad del hombre. El hombre, por lo limitado de sus facultades y el ímpetu de sus pasiones, se convierte a cada paso en enemigo de esa necesidad que pesa sobre el conjunto de su raza. La voz de sus intereses extravía su inteligencia, y, mal determinada su voluntad, le arrastra a contrariar lo que podrá ser la ventura de sus hijos y tal vez la de sí mismo. He aquí por qué se suspende la marcha natural de los principios; he aquí por qué el desenvolvimiento de cada uno trae consigo la guerra; he aquí por que la especie sigue tan lenta, tan penosamente, tan cubierta de sangre su camino.

¡Ah! permitidme que me detenga algo más sobre este punto. Las ideas que acabo de verter son importantes, y pueden por sí solas llenar de luz la conciencia sobre uno de los más oscuros y difíciles problemas. ¿Quién de vosotros no habrá oído alguna vez dirigir cargos contra la Providencia? Confúndese generalmente a la Providencia con Dios, y es a Dios a quien se acusa. Suponiendo en efecto que por Providencia se entienda un ser benéfico que ha tomado a su cargo dirigir los destinos del hombre y de la especie; suponiendo que tiene suficiente poder para llevarlos por el mejor camino, ¿quién no se ha de quejar de las catástrofes que experimentamos antes de conquistar una idea nueva y salvadora, antes de verla realizada? Somos imperfectos, ve ella nuestros errores, y, en vez de corregirlos, ¿nos los hace pagar con sangre de nuestra sangre, con carne de nuestras carnes? Esto sería verdaderamente infame hasla en un hombre.

Mas si la Providencia es Dios, si es un atributo esencial de Dios, ¿puede entendérsele como se le entiende? Me refiero al Dios del cristianismo. Es, se dice, infinitamente sabio, tiene un saber absoluto. Una inteligencia así concebida ¿podrá nunca determinar sino de un modo la voluntad del que la tenga? ¿no estará pues determinada la voluntad de Dios desde lo eterno? ¿Habrá, por lo tanto, arrojado la humanidad y el hombre en el espacio con sus leyes propias, con sus condiciones relativas de existencia, con un conjunto de cualidades y de medios tan invariables como la voluntad y la inteligencia de que emanan? ¿Cabe así suponer que estamos dirigidos por su bondad, o, mejor diré, por su capricho? Desafío al más ortodoxo a que conteste. No, lo que podemos cuando más suponer que nos dirige son sus leyes, leyes que respecto a Dios merecerán tal vez el nombre de Providencia, pero que serán una verdadera necesidad, una verdadera fatalidad para nosotros; leyes que no pudieron menos de serle impuestas por la inteligencia, tenidos a la vez en cuenta los destinos de la especie y la libertad del individuo.

Sé que ni aún con esta explicación han de cesar las quejas del ateo. ¿Por qué, replicará, este antagonismo? ¿por qué consentir esas desviaciones de la ley social, tan funestas para todos y cada uno de nosotros? Mas esto equivale evidentemente a quejarse de que seamos libres, es decir, de que seamos hombres. Toda piedra disparada al aire baja siempre por la fuerza de su gravedad a la superficie de la tierra, todo liquido busca su nivel, los planetas recorren constantemente y en una misma cantidad de tiempo su respectiva elipse. Ninguno se separa un solo instante de la ley de su destino; mas tampoco ninguno es libre, ninguno inteligente, ninguno tiene conciencia de si mismo. ¿Podrá sentir el hombre que no haya sido creado a semejanza de estos seres? El hombre no está, además, condenado a sufrir eternamente los males que le afligen. Su inteligencia disipa de día en día las nieblas que la oscurecen y confunden, su voluntad está mejor determinada, su libertad se educa. Vendrá, a no dudarlo, tiempo en que, conocida ya la ley de la humanidad, sus relaciones marcharán perfectamente de acuerdo con los destinos de su raza. La libertad y la fatalidad serán entonces idénticas, no habrá motivos de lucha, y una aureola inextinguible de paz circundará ya la frente del niño al saltar del seno de su madre.

¿En qué, empero, fundáis estas ideas?, preguntará quizás alguno. La simple noción de Dios y la del hombre las sugieren; los hechos de hoy y los de sesenta siglos las confirman.

Concebid a Dios como queráis: como un ser fuera del mundo, que, por un acto de su omnipotente voluntad, ha creado cuanto viene comprendido en el tiempo y el espacio; o como un principio de vida que duerme en la piedra, se mueve en el bruto y se siente y se conoce en la razón del hombre; o como una idea generadora que por la fuerza de una contradicción íntima ha salido de si misma, y de evolución en evolución ha bajado toda la escala de los seres; la noción de Dios ¿no os traerá siempre consigo la de algo que obra en virtud de una fuerza tan igual como inflexible, la de algo uno y absoluto que en todas sus acciones tiende a un mismo objeto y no puede querer sino de un solo modo? Cada ser que se desprende de él ha de llevar pues en sí la ley de su destino, una ley fatal e indeclinable. El hombre, como la humanidad, han de llevarla.

Mas observo por otra parte al hombre. Veo que dentro de la esfera de su ley obra con cierta variedad que no distingo ni aun en los seres que tienen con él más punto? de contacto; que conoce, y ante una idea afirma o niega, ante un hecho aplaude o vitupera, ante un deseo avanza o se retira; que la inteligencia preside por lo general todos sus actos. El hombre, no puedo menos de decirme, es libre; la libertad constituye su diferencia característica de los demás entes. Y creo haber descubierto desde entonces las dos fuerzas antitéticas entre que cruzamos la senda de la vida, la causa permanente de las calamidades sociales que sin cesar sufrimos. La libertad individual por un lado y la fatalidad social por otro, ¿cómo no han de provocar conflictos?

Separo de este modo la humanidad y el hombre, y les doy leyes distintas, los considero sujetos a distintas condiciones; mas ¿acaso no nos obligan a esta separación los mismos hechos? Que la especie tiene una vida aparte del individuo ¿quién lo duda? Hay pensamientos puramente sociales, instituciones sociales, verdades sociales, que en vano pretenderíamos atribuir a ningún hombre. Hablamos todos los días de progreso, y ¿quién en realidad progresa? ¿el individuo? No, la humanidad, la raza. ¿En qué no yerra el hombre? pero ¡la humanidad!... Recorred una por una todas las creencias universalizadas; difícilmente dejaréis de encontrarlas verdaderas si acertáis a comprender las palabras en que han venido escritas o el símbolo bajo que se ocultan. ¡Que de leyes económicas no hay luego, ciertas tratándose de la humanidad, falsas tratándose del hombre! Por no hacer esta diferencia incurrimos no pocas veces en aberraciones lamentables. Son demasiado limitadas nuestras miras, y como tales, funestas; demasiado limitados nuestros cálculos, y como tales, inexactos. Las grandes lecciones están en la grande historia: ¿por qué? precisamente porque en ella es donde menos se descubren los pasos del individuo, mas los de la especie. ¿Cómo, por otra parte, hubiera nacido este género de história si la vida de la colectividad no fuese más que una reproducción de la de cuantos la componen? Unas son las condiciones de cada planeta, otras las del sistema planetario, y no hay, con todo, libertad en los planetas. ¿Sólo entre la humanidad y el hombre habían de dejar de diferir las condiciones? Tantas voluntades diversas ¿es posible que no hayan de tener un ceniro, conspirar a algo, realizar un orden de fenómenos? Si la diversidad caracteriza pues el individuo, ¿no es muy probable que deba la unidad resultante de esta diversidad caracterizar la raza?

Sentiría no hacerme comprensible; mas la materia es aún oscura y de suyo tan sutil, que temo no se escape al escalpelo del análisis. Constancia, lectores, constancia; no arrojéis tan pronto el libro. Razono así, no por hacer en vano alarde de teorías filosóficas, sino porque deseo inspirar desde luego las convicciones bajo cuya influencia escribo. Sin empezar por aquí seria indudablemente difícil que entendierais en todo su valor las más de mis palabras.

El trabajo además es ya desde aquí más llevadero, porque voy a encerrarme nuevamente en el campo de los hechos; voy a probar por ellos la existencia de esa fatalidad de que hablo. Comienzo por interrogar la conciencia de cuantos han leído en la historia de los siglos: ¿qué gran calamidad, qué desastre han encontrado que no haya contribuido poderosamente a acelerar el desarrollo de la especie humana? La espada de Alejandro rasga a los ojos de la Europa el velo que encubría los secretos del Asia, medio dormida ya bajo la sombra de sus instituciones seculares; la Grecia esclava civiliza a sus rudos vencedores. Roma sacrifica mil pueblos en aras de su orgullo para darles sus leyes y comunicarles su cultura. Invaden el imperio los bárbaros del Norte con sangre hasta el petral de sus caballos, y borran con esa sangre las manchas del antiguo mundo, que impedían ver la luz del Evangelio. Sucumbe entonces la ciencia, los libros de los filósofos se pierden entre los arruinados altares del viejo paganismo; mas ¿qué importa? Los bárbaros traen en cambio consigo tesoros de una libertad desconocida, y la nueva religión arroja al desierto anacoretas que tomarán como un trabajo agradable a su Dios copiar los manuscritos que se salven de las ruinas. Los árabes en sus primeros arranques religiosos irán a remover, además, los sepulcros del Egipto, para pasar a Europa y reanudar los vínculos que enlazaron la civilización de Oriente y de Occidente. Estos vínculos ¿son aún débiles? La voz del fanatismo armará en días a los hijos de Europa y los precipitará de nuevo al Asia. El comercio unirá para siempre pueblos que no pudo unir la guerra; la riqueza florecerá, y con ella los dos más naturales aliados, la libertad y el trabajo. Detened luego los ojos en esa libertad tan querida y codiciada. ¿Se degrada en las lanzas de las guardias pretorianas? Los bárbaros la levantan sobre sus escudos. ¿Languidece bajo las sombrías bóvedas de los alcázares feudales? La recoge la Iglesia en sus templos y en el palacio de los sucesores de san Pedro. ¿Muere a manos de las repúblicas? La salvarán los reyes. ¿La manchan las monarquías? La purifican con la sangre de los mismos monarcas la Convención y Cromweil.

Es inútil empeñarse en detener el progreso. La guerra misma difunde las ideas; brotan éstas del pie del cadalso y de la hoguera. En vano el sacerdote pretende hacer de la ciencia un misterio para el pueblo; la ciencia salta los muros del templo, y halla siempre un Sócrates que la presente llena de pureza y majestad a los ojos de la profana muchedumbre. Después de brumas que la oscurezcan, da con un Buda que la aclare y purifique; después de fariseos que la corrompan, da con un Jesucristo que la espiritualice y la ennoblezca. Gime un día bajo un poder teocrático que se ha propuesto apagar su voz con el tormento, y viene la prensa a emanciparla. Guttemberg abre paso a la reforma de Lutero. ¿Que no podría deciros de la constante marcha de esa ciencia? Abandonada por la Francia, se echa en brazos de la joven Alemania, y allá, en alas de genios que hoy asombran, rompe todas las cadenas de la tradición cristiana, y reduce a la nada las fantásticas visiones creadas en un cielo imaginario. Se generaliza después, baja en todas las naciones sus miradas desde la idea al hecho, y penetra los más íntimos secretos del mundo de los sentidos, cuyas fuerzas pone a discreción del hombre.

Pero hay aún mas: ¿qué idea verdaderamente social no se transforma sin cesar y se depura? ¿La observáis por algún tiempo eclipsada? Es que se encierra de nuevo en su crisálida para renacer bajo más bellas formas. ¿La veis degenerada? Es que toca ya al fin de una de sus evoluciones naturales. ¿La oís protestando con poderosa voz contra viejos abusos cometidos en su nombre? Es que ha entrado ya en otro cuadrante de su vida. Justicia, libertad, propiedad, gobierno, ¿que conservan ya de la significación que en otros periodos históricos tuvieron? Cada una de estas palabras encierra en si una historia, y hoy son ya casi la antítesis de lo que en tiempos muy antiguos fueron. Bajaría con gusto a demostrarlo, si esta demostración no hubiese de tener un lugar mejor en las páginas de esta obra.

Pero ¿a que detenerme aún más sobre este punto? No encontrareis la continuidad de la ley social en este ni en aquel pueblo, en esta ni en aquella nación, en este ni en aquel imperio: mas en el conjunto de la humanidad la veréis siempre activa y dominante. Ayer existía aún una ciudad que era el seno de una idea civilizadora: ha muerto hoy la ciudad, pero ¿la idea? ¡Ah! la idea sale envuelta entre el polvo de las ruinas, y corre a fecundar tal vez otro pueblo que pasaba desapercibido a los ojos de la especie. A través de los siglos, a través de las generaciones, a través de los escombros de reinos imponentes, a través de los actos de pueblos turbulentos, como a través de su sepulcro, la idea pasa, y vive, e imprime una marcha determinada al mundo. Podrá la espada de un tirano contenerla en tal o cual punto del globo, oscurecerla los errores de un filósofo, bastardearla los intereses del momento: pero no lograrán jamás borrarla de la frente ni del corazón de la gran familia humana. Si no un pueblo entero, un hombre solo la guardará en su pecho, y la arrojará al fin viva y ardiente al fondo de la humanidad embrutecida. ¿No oís resonar aún en medio de los griegos la vivificadora voz de Sócrates, la inspirada palabra de Moisés entre los esclavos israelitas, las dulces y profundas sentencias de Jesús entre los corrompidos hombres del antiguo imperio? ¿Qué son sino instrumentos de la fatalidad social esos que, con razón o sin razón, llamamos genios? ¿La idea de la humanidad va a sucumbir? Nace con ella un hombre y la fecunda: helo aquí todo. Es hombre, y como tal es libre, mas ¿obsta acaso su libertad para que pueda ser el brazo de una idea? La libertad no consiste sino en el hecho de estar nuestra voluntad determinada por la inteligencia, y, no una fuerza exterior, sino la fuerza de esa inteligencia misma, le hace el realizador de los destinos de la especie.

Lo dicho hasta aquí no obsta, sin embargo, para que podamos ver esa fatalidad social en una serie de hechos puramente nacionales. Cabe descubrirla en la simple marcha que la idea revolucionaria ha seguido entre nosotros. La constitución del año 12 desapareció apenas el desterrado Fernando VII puso la planta en su reconquistada monarquía. Consecuente el rey con el principio de la institución de que era símbolo, rasgó ante todo una ley que era la negación de sus derechos soberanos. ¿Dejó por esto la idea formulada en aquella constitución de encarnarse en las masas y minar lentamente el principio monárquico, base hasta principios del siglo de las leyes fundamentales del Estado? Estalló de nuevo la revolución el año 20, y tuvo hasta el 23 a los monarcas sujetos a sus armas vencedoras. Fue ya necesaria una intervención para que el poder real volviese a su antiguo absolutismo. Ciego entonces Fernando, pretendió hasta borrar del círculo del tiempo los tres para él funestos años; desterró a todos sus principales opresores, entregó al brazo militar a los pueblos, cerró las universidades, procuró distraer los ánimos de toda consideración política y de sus aspiraciones a la ciencia. Difícilmente podía haber empleado medios más activos para alcanzar su intento; logra así detener la insurrección aun después de haber caído el trono de Carlos X en Francia. ¿Qué podrá ser ya de nuestra idea revolucionaria? Surge, con todo, del lecho de muerte de Fernando una cuestión dinástica, y tío y sobrina se resuelven a disputar su derecho en el campo de batalla. La sobrina para sostenerse no tiene más recurso que abrir sus brazos a los hombres del año 20 y el año 12.

Tenemos ya otra vez la revolución triunfante. Se organiza, se reconstituye, vence a don Carlos, arrolla a sus embozados enemigos, echa del Trono y aun de las fronteras de la patria a la madre de la reina. Cree hallar en un soldado su representación legítima, y le aclama, y le confía la defensa de sus derechos. ¡Oué lástima! Este soldado, lejos de comprender la importancia de su misión, se encierra entonces dentro de la estrecha periferia de lo presente. No quiere volver nunca los ojos a lo pasado, pero tampoco a lo futuro. Llamado para el progreso, se estaciona, llamado para favorecer el desarrollo de la idea, la ahoga y la persigue en cuanto la ve alzarse bajo una nueva forma. La revolución no puede ya sufrirle más, y le retira los poderes. Le arroja luego de las gradas del trono, estampando en su frente la ignominia.

¡Ay, sin embargo, de la revolución! La reacción finge unirse con ella, y le prepara en tanto una celada en que logra despojarla de sus armas. La entrega maniatada y esclava a los pies de los reyes de Castilla, encumbra el partido conservador al poder, mata por cuantos medios están a su alcance el espíritu innovador del pueblo. La paz, quiero la paz, exclama; y a trueque de alcanzarla, no titubea en apelar a la deportación y hasta al cadalso. Deseosa de disolver antes que todo los partidos, corrompe a los jefes, los ceba en escandalosos agios, les proporciona honores y oro, y convierte luego ese metal en garantía de todos los derechos, en compás de todos los valores materiales y morales, en ídolo y deidad de todas las clases del Estado. No ha de hacer desgraciadamente muchos esfuerzos para alcanzar su objeto. Siguiendo el mismo sistema, organiza la delación entre sus mismos enemigos. Introduce así la desconfianza, tras ella la apatía, es decir, el retraimiento de todo proyecto de conspiración contra el orden de cosas existente. ¿Cómo no había de dar pronto resultados tan atroz conducta? Arranca uno por uno al pueblo todos los derechos que tenía conquistados con su sangre; se enciende el pueblo en ira. pero devora su cólera en silencio. Agrava de día en día el presupuesto, inventa nuevas contribuciones, abruma al infeliz artesano y al más desgraciado labrador bajo el peso de los impuestos; mas sin temer tampoco que, exasperado el pueblo, cambie en armas de guerra sus azadas. Sobreviene años después la revolución francesa del 48, y la Europa toda se conmueve. Lánzase entonces ya el pueblo a la calle; mas ¿cómo? desorganizado, sin bandera, dispuesto sólo para servir de pasto a la bala rasa y la metralla. ¡Ah! ¡pobre pueblo! ¿Dónde están ya tus jefes? Tiende una mirada a tu alrededor: estás casi aislado, solo. Tus ídolos se han postrado a los pies de otra divinidad: el oro. ¿Cómo acaba después la guerra civil del Principado? ¿Sucumben tampoco los facciosos a la fuerza de las armas? No, sucumben al poder del capital, a la eficacia del sistema corruptor de ese mismo bando moderado.

¿Quién no diría ya que la revolución ha muerto? La Europa duerme tranquila bajo el sueño de sus emperadores y sus reyes, la reacción canta en coro los himnos de su triunfo, los antiguos partidos se reconocen, como los nuevos, impotentes para exponerse al azar de una batalla. El ojo del fiscal suspende el curso de la pluma, el ojo de la policía detiene a la puerta del club al ciudadano que siente aún latir el pecho por la libertad y el decoro de su patria. La corrupción sigue, y el hombre del pueblo recuerda aún la carnicería del 48, cree ver aún desprendiéndose de los brazos de sus esposas o de sus madres a millares de proscritos. Id y hablad de conspirar a los que antes conspiraron: unos os denunciarán a los agentes del Gobierno, otros os volverán la espalda, por temer o que soñáis o que pretendéis hacerles caer en peligrosas redes.

¿Por dónde podemos pues esperar que la revolución alce su frente? El partido conservador se fracciona por segunda vez, y hay de una y otra parte ambiciones que son incompatibles. Dejad que los ánimos se enconen, que los odios de los unos se enciendan con la resistencia de los otros. Los dominadores niegan ya a los dominados todos los medios legales para obtener una victoria en la esfera de los poderes públicos; no tardarán los dominados en apelar a las armas. El pueblo ¿no ha de recobrar entonces su energía para ir a arrojar su espada entre los dos cuerpos combatientes? He aquí otra vez la fatalidad de las cosas sociales. Se ha lanzado una idea al pueblo, y esta idea necesita fortificarse, desenvolverse, depurarse. Sucumbe en cada una de sus evoluciones, y cuando ha perdido ya su vigor para imponerse, vienen a darle el triunfo las discordias de sus enemigos.

Y ¡qué! ¿ha ganado poco en España la idea revolucionaria durante esos últimos once años? Ha pasado de lo condicional a lo absoluto, ha roto las murallas de la política y se ha implantado en el terreno de la economía, ha subido hasta el origen de los dolores de los pueblos, ha dicho: He aquí las instituciones que han de morir, he aquí las que son susceptibles de reforma. No se ha determinado aún bien, pero está en camino de determinarse. Y es, por oirá parte, indudable que, transformada así, ha bajado ya hacia las clases intimas del pueblo, a pesar de la comprensión gubernamental en que ha vivido. ¿No son verdaderamente un motivo de admiración para vosotros los progresos de la democracia? Cuando han sorprendido a la democracia misma...

Mas no acabaría nunca si me propusiera apurar esta materia. Opongamos ahora a la fatalidad la libertad, y examinémosla. La libertad en si es absoluta: nosotros podemos quererlo todo, incluso lo eterno y lo infinito. Lo que no podemos hacer, es realizar cuanto queremos. Sólo en este sentido hallamos limitada nuestra libertad, o por mejor decir, nuestra actividad, primero por la naturaleza de nuestros mismos órganos, en segundo lugar por la resistencia del mundo sensible, en tercero y último, por el carácter finito de nuestra inteligencia. Obstáculos todos que van sin cesar menguando en fuerza, pero que han de existir mientras no dejemos de ser hombres. ¿Cuál es, pregunto ahora, el principio de la libertad humana? Suponed por un momento que no hay en nosotros razón, que hay sólo instinto, ¿en qué daremos a conocer que somos libres?

No hay pues libertad sin inteligencia, y no hay que dudarlo, la inteligencia tiene también sus leyes. Todo es contradicción en el mundo, todo debe a la contradicción su vida. Es contradictorio el hecho, contradictoria la idea, y contradictoria ha de ser, por consiguiente, la manera de ver de nuestras facultades. ¿Concebimos algo? Vemos primero su tesis, su lado positivo; más tarde su antítesis, su lado negativo; y sólo después de otro tiempo dado su síntesis, síntesis que da a su vez lugar a otra afirmación y a otra negación; et sic de caeteris. Efecto de esta ley, nuestra inteligencia yerra a cada paso y se desvia, tomando lo accidental por lo absoluto; ¿cómo queréis que nuestra libertad no se resienta de tales extravíos? No estando convencidos aun de la identidad de los intereses del individuo y de la especie, nos decidimos por mucho tiempo en favor del orden de cosas creado por la evolución anterior de las ideas, y provocamos luchas y catástrofes. Armamos con todas nuestras armas un rey, un dictador, un triunvirato, una asamblea, y cortamos el paso al progreso, nos oponemos a la fatalidad, sumergimos en cieno y sangre una sociedad entera.

Vendrá día en que esto no suceda, mas ¿cuándo? Es aún imposible marcar lan feliz día en el círculo del tiempo. Vendrá, como lievo indicado, cuando, adquirida ya por nuestra razón la completa conciencia de sus propias leyes, no sintamos determinada su voluntad sino de un solo modo, ni haya una sola determinación que no esté conforme con los destinos de la raza; vendrá cuando, verificada la grande ecuación entre la libertad individual y la fatalidad de las cosas sociales, la humanidad pueda dirigirse sin vacilar al cumplimiento de su objeto. ¿Dudáis acaso de que llegue? Ved si son ya tan encarnizadas nuestras luchas como en otros tiempos: mañana, que cada partido conozca su razón de ser y la de sus contrarios, lo serán todavía mucho menos. A medida que nuestra libertad avanza, se ennoblece y se modera.

¿Por qué pues, repito, condenáis la revolución, si esta revolución es necesaria, es decir, nos viene impuesta por la fatalidad social de nuestra misma especie? ¿Por qué acusáis a la revolución de habernos traído la desunión y las luchas de partido, si éstas no son sino el resultado de nuestra libertad mal dirigida? Partidos todos que dividís mi patria, escuchad una palabra. Sois todos unos para otros despiadadamente injustos. No debéis serlo. Todos, o la mayor parte cuando menos, sois por igual legítimos. Permitidme que os lo pruebe.

¿De dónde lleváis origen? Al venir al mundo hallasteis en vuestro país una idea política robustecida por la fuerza de los siglos; a la sombra de esta idea, instituciones llenas aún de majestad y de grandeza; al abrigo de estas instituciones, creados y garantizados inmensos intereses. La idea, no obstante, había dado ya todos sus resultados positivos, y hacia tiempo que los producía desastrosos. Vino otra idea a negarla: la idea revolucionaria, cuya marcha a través de todos los obstáculos os he bosquejado con la rapidez posible. ¿Qué traía consigo la realización de esa nueva idea? Ninguno de vosotros lo ignora, amigos y enemigos: traía consigo nada menos que la negación del derecho divino de los reyes, la entronización del principio de la soberanía de los pueblos, la abolición de los privilegios otorgados por el feudalismo y la corona, la proclamación de la igualdad entre los hombres, la protesta de toda clase oprimida contra las clases opresoras, la decadencia del principio de autoridad, la intervención completa de los poderes públicos. Me dirijo indistintamente a todos: atendidos los efectos subversivos de la idea antigua, ¿podía la nueva dejar de hacer prosélitos? Lo fuisteis vosotros los que desde entonces os venís llamando liberales. Atendidos los intereses y los venerados principios que venía a atacar la nueva, ¿podía la antigua dejar de conservar numerosos y ardientes partidarios? Lo fuisteis vosotros los que no vaciláis en llamaros aún absolutistas. Vosotros, moderados, habéis venido después para conciliar las dos ideas: no para fundirlas en otra superior, pero sí para enlazarlas, poniéndoos entre lo presente y lo pasado. Habéis detenido por mucho tiempo la revolución; mas habéis también cortado el paso a las huestes amenazadoras de la tiranía. Sois, aunque hijos de un error, dignos de respeto, porque este error ha sido involuntario. Habéis creído en el eclecticismo filosófico, y habéis caído en el político. ¿Dejáis de ser por esto liberales?

La democracia, rigurosamente hablando, tiene ya otro origen, es algo más moderna que vosotros. Nació cuando la idea revolucionaria, viciada ya por los excesos a que se prestaba lo condicional de su carácter, entró en su segunda evolución y se declaró absoluta. Repitióse entonces el mismo fenómeno del año 1812. La idea nueva hizo concebir grandes esperanzas y amenazó grandes intereses: y hubo de un lado los demócratas, del otro todos los que permanecían más o menos fieles a la tradición histórica, que no por esto dejaron de conservar sus distintos campamentos. ¿Qué partido, puesta la mano en el corazón, podrá ahora negar la legítima razón de ser de sus contrarios?

Estos partidos, se replicará por fin, no existían a principios de este siglo; como quiera que los legitiméis, no dejarán de ser un funestísimo legado de vuestra idea revolucionaria. Mas ¿qué se pretende probar con esto? Se hace necesaria una revolución, y viene; luego de admitida su necesidad, ¿no sería absurda toda protesta contra sus naturales consecuencias? No había efectivamente partidos al empezar el siglo; mas ¿sabéis por qué? Porque la idea dominante, que contaba ya siglos de existencia, había tenido lugar de absorber en sí las de todas las clases del Estado, de identificar consigo todos los intereses individuales y sociales, de acallar con su ilimitado poder la voz de los que podían declararse disidentes, de infiltrarse en el corazón y la conciencia de los pueblos. Remontaos a los tiempos en que esa idea pretendió reinar sola y señora en España, y ved si no había también partidos. Las comunidades de Castilla en tiempos de Carlos V, y Aragón defendiendo sus fueros contra Felipe V, os dirán más que podría yo deciros. Dejad que pasen también siglos por nuestra idea revolucionaria, después que haya llegado a su realización definitiva; en vano buscaríais también entonces los partidos, todos los hallaréis fundidos en uno, en el que esté destinado a ser la síntesis de la afirmación y la negación, que se disputan hoy el mundo.

¿Cuál es este partido? Lo ignoramos aún; pero la ley de las cosas revela que ha de existir, y existirá sin duda.