La quinta de FlorenciaLa quinta de FlorenciaFélix Lope de Vega y CarpioActo III
Acto III
Salen LUCINDO, BELARDO y ROSELO
BELARDO:
Parece que a entrar no aciertas.
¿Qué tienes ya que temer,
honra, fama y vida muertas?
LUCINDO:
Apenas oso poner
los ojos en estas puertas.
ROSELO:
¿Qué mal te puede venir,
pues que vienes a pedir
tu justicia?
LUCINDO:
Temo entrar.
ROSELO:
Prevén un honesto hablar,
y está seguro al salir.
LUCINDO:
Ofendo al mayor señor
del mundo en este temor,
que dudar de su justicia
es ofender con malicia
la fama de su valor.
Es el Médicis famoso,
tan justo con el que es rico,
con el pobre tan piadoso,
tan igual al grande y chico,
tan freno del poderoso,
que le agravio en no atreverme.
¿Qué hará agora?
ROSELO:
Acaso duerme,
que estos señores muy tarde
se levantan.
LUCINDO:
Dios le guarde;
aquí puedo entretenerme.
¡Qué bellísima portada!
¡Válame Dios, qué de pechos
tienen por aquí la entrada!
unos a lisonjas hechos
y otros con filos de espada.
¡Qué de quejosos también!
o porque favor les den
o porque les pagan mal.
En fin, éste es un caudal
de un gran linaje de bien.
Representa a Dios un hombre
que está puesto en este estado.
BELARDO:
Calla, padre, y no te asombre
haber en su casa entrado
sin traje, vestido y nombre,
pues como dices, conoces
su valor.
LUCINDO:
A su valor
dará mi justicia voces,
que atrás deja en el temor
las hojas de honor feroces.
Estas doradas molduras,
estas puertas levantadas
con ricas arquitecturas,
sin ser de justicia honradas,
fueran humildes y escuras.
No las columnas en torno,
no los jaspes con adorno:
la justicia los realce,
que no quiere que se ensalce
la lisonja y el soborno.
Estas armas bien ganadas,
no por estar bien grabadas
esas grandezas merecen;
por justicia resplandecen
en las tarjetas doradas.
BELARDO:
¡Qué de historias hay aquí!
Todas son claras hazañas
de los Médicis.
LUCINDO:
Yo fui
testigo en tierras extrañas
y en las propias muchas vi.
No siempre fui labrador,
algún tiempo fui soldado.
ROSELO:
¡Oh, cómo muestra valor
en aquel caballo armado!
LUCINDO:
No fue el de Marte mejor.
Esta gran casa fundó
Cosme de Médicis.
BELARDO:
¡Qué hombre!
El mundo dél se admiró.
ROSELO:
No se olvidará su nombre.
LUCINDO:
¡Qué bien le conocí yo!
ROSELO:
¿Para qué se labra aquí
esta insigne fortaleza?
LUCINDO:
Alejandro quiere así
asegurar su cabeza.
ROSELO:
Pues ¿tiene enemigos?
LUCINDO:
Sí,
que la virtud soberana,
nunca deja de seguilla
la envidia fiera inhumana.
BELARDO:
¿Esta casa es maravilla?
¡Deleite es Villacayana!
LUCINDO:
Ésa labróla Laurencio
de Médicis.
ROSELO:
Dad silencio,
que sale el gran Duque a misa.
LUCINDO:
Poco en la real divisa
del griego se diferencia.
Sale el Duque ALEJANDRO,
con guardas, y CELIO
ROSELO:
Agora puedes llegar;
atraviésate a sus pies
y no le dejes pasar.
LUCINDO:
¡Señor! ¡Ah, señor!
ALEJANDRO:
¿Quién es?
LUCINDO:
Yo soy, que te quiero hablar.
Si jamás, señor, tuviste
lástima a algún hombre triste,
huérfano y desconsolado,
tenla de mí, que he llegado
a un mal que jamás oíste.
La pobreza de este viejo,
la desventura y lealtad
en tanta edad, sin consejo:
no apartes tu autoridad
de que les sirva de espejo.
Mírame, y verás en mí
un agravio que me han hecho,
y también es contra ti,
que llamado de tu pecho,
osé llegar hasta aquí.
Tu justicia acostumbrada
y tu virtud: no es posible
que no levante la espada,
con que maldad tan terrible
pueda quedar castigada.
Que si se disimulase
y sin castigo quedase,
no hay duda de que otra gente
se atreviese hasta tu frente,
y de ella el laurel quitase.
ALEJANDRO:
Buen viejo, apártate aquí,
donde los que me acompañan
no te oigan.
LUCINDO:
Harélo así.
ALEJANDRO:
¿En qué lágrimas se bañan
tus barbas?
LUCINDO:
¡Triste de mí!
ALEJANDRO:
Amigo, aunque las culpas y delitos
graves y de importancia, es justa cosa
castigallos en público, mil veces
de la improvisa furia pesa al príncipe,
porque el pecado es natural al hombre,
y si tomarse de él enmienda puede
sin la severidad del grave escándalo,
y no excediendo de las leyes lícitas,
parece que el jüez le da más crédito.
Esto te he dicho, porque en tus palabras
me has dado a sospechar que te ha ofendido
alguno de mi casa, y no querría
afrentarlos en público, pudiendo
castigar en secreto su delito.
Dios puso por pastores a los príncipes
para que guarden, velen y reparen
la más ínfima plebe, no sufriendo
que el poderoso y rico los agravie;
dime aquí, sin que nadie nos entienda,
de qué te quejas, y la causa.
LUCINDO:
Escucha:
sabrás qué es, y que la causa es mucha.
Sobre las aguas del río
que por la ribera corre
de esta famosa ciudad,
tu patria y de tus mayores,
famoso Duque Alejandro
de Médicis, cuyo nombre
vive, a pesar de la envidia
de lenguas en mil naciones,
tengo un molino en que vivo:
cien ovejas, dos pastores,
hacienda de mis abuelos,
¡qué mayorazgo tan pobre!
Seguí mozuelo las armas,
los romanos atambores,
antes que pasase a Francia
Carlos a los españoles.
Guiábame la virtud,
y el natural retiróme
adonde colgué la espada
y troqué el laurel en roble.
Caséme y tuve una hija;
murió su madre y quedóme
por gobierno y compañía,
aunque con años catorce.
Fue creciendo en la virtud
y en los años, cuyos loores
no te digo por ser padre,
que dirás que son conformes.
Ya que estaba en buena edad
para casarla, se opone
mi desdicha a su virtud.
Llora
ALEJANDRO:
Prosigue, amigo, no llores.
LUCINDO:
Cerca de aqueste molino
labró un caballero noble
una casa de placer,
casi a la mitad del bosque.
Apenas oso decirte
el nombre, porque es el hombre
que más quieres en tu casa,
y más estima tu corte.
Pero, pues es tan forzoso,
si las señas no conoces,
César se llama, en quien cesa
de los Césares el nombre.
Salió a caza, señor,
este César por los montes,
ya con los ligeros perros,
ya con los pardos halcones.
Y alguna vez, que por dicha
topó con Laura en las flores
de un prado, que de unas peñas
las vertientes aguas coge,
se enamoró de tal suerte,
que procuró desde entonces
vencerla con sus regalos,
moverla con sus razones;
mas viendo que era imposible,
y que el oro y seda en cofres
era contrastar con vidrios
de su honestidad las torres,
con sus criados y amigos
vino a mi casa una noche,
con más armas y arcabuces
que si los quitara a Londres.
LUCINDO:
Y de mis brazos, que ya
sus secos nervios encogen,
la fría sangre en las venas,
aunque corazón me sobre,
me robó mi amada hija
con tan infames razones
que a mí me daba dinero,
y a Laura, marido y dote.
Asíase la cuitada
a mis brazos, dando voces
para que fuesen mis canas
sagrado de sus traiciones.
Pero cual suele el villano,
que con la segur de un golpe
derriba el olmo y la hiedra,
así nos aparta y rompe.
Llevómela de mis brazos,
gran Alejandro, y llevóme
el alma y el honor mío,
y a su castillo se acoge.
Mira tú si has visto padre
con más tristes ocasiones
de dolor y de ventura
en tan notable desorden.
Junté mi pobre familia
por armas y petos dobles,
mohosas lanzas y espadas,
que el largo tiempo corrompe.
LUCINDO:
Y en llegando a sus puertas
a las ventanas se ponen,
y quizá por espantarnos,
ponen al hombro las voces
y tiran tres arcabuces,
a quien el eco responde,
cuyo plomo, si le había,
no quiere Dios que nos tope.
Yo, viéndome sin remedio,
dejo el robo y los traidores,
y echándome en aquel suelo,
pienso abrir su centro a voces.
Pasé dos días así,
y el ver que hay Dios levantóme
una noche al cabo de ellos,
y cercó la casa y monte,
donde a mis tristes suspiros,
acaso, no sé por donde,
Laura dijo: "Padre mío,
ya que este villano torpe
satisfizo sus deseos,
atada y muerta, no enojes
al cielo, pues en la tierra
hay príncipes y señores.
Vete a los pies del gran Duque,
y porque el caso disforme
no pienses que es por mi culpa,
esos cabellos recoge."
Arrojóme los cabellos,
que con sus manos feroces
se arrancó Laura llorando,
y díjeles mil amores.
Besélos, y en mi arrugado
pecho los puse, y sirvióme
de píctima su sustento,
que me faltaba tres noches.
Vine desde allí a tus pies
para que venganza tome,
y para aqueste castigo
de laurel tu frente adornes.
ALEJANDRO:
Buen viejo, no te aflijas, que contigo
tengo el crédito justo, que este agravio
tendrá presto el castigo que merece;
mas guárdate: no sea que levantes
a César este grave testimonio
y me obligues a cosa que te cueste
quitarte la cabeza de los hombros,
porque César es hombre bien nacido,
bienquisto de mi casa y de mi corte
y con fama de casto y venturoso;
pero siendo verdad, no pongas duda,
que no te quejarás de que Alejandro
no te hizo justicia.
LUCINDO:
Señor mío,
el caso es cierto, y para prueba basta
que tenga allá mi hija; vuestra alteza
puede enviar jüez, siendo servido,
y verá que es verdad.
ALEJANDRO:
Pues vete luego
a tu casa, donde hoy seré tu huésped,
y allí sin falta comeré contigo,
y guárdate: no digas esto a nadie.
LUCINDO:
Guárdete el cielo. Vamos, hijos míos.
BELARDO:
¿Qué has negociado?
LUCINDO:
Oiréislo en el camino.
Vanse LUCINDO, ROSELO y BELARDO
CELIO:
¿Qué te quieren, señor, estos villanos?
ALEJANDRO:
Hame dicho aquel viejo que en su tierra
anda un gran jabalí que le destruye
su hacienda, y con mil lágrimas me pide
que solamente.... Haz, Celio, por tu vida,
que mientras oigo misa, ensillen.
CELIO:
Creo
que le dieras albricias al villano.
ALEJANDRO:
(¡Así, César traidor! Agora entiendo (-Aparte-)
la causa de este mal, y lo que había
para dejar de hacer el casamiento
que os estaba tan bien; pues estad cierto
que no venza mi amor vuestra malicia,
ni en los Médicis falte la justicia.)
Vanse, y salen DANTEA y DORISTO
DANTEA:
¿Por adónde la has hablado?
DORISTO:
Por detrás de su jardín,
entre unas matas echado,
porque allí fuera mi fin
si fuera de alguno hallado.
DANTEA:
¿Qué tal está?
DORISTO:
Sin sentido.
No la hubiera conocido
por la cara tan feroz
que allí tiene, si la voz
no me tocara al oído.
DANTEA:
¿Qué te dijo?
DORISTO:
Mil tristezas,
de mil lágrimas bañadas,
a quien hasta las durezas
de estas montañas peladas
ablandaran sus ternezas.
Contóme cómo la había
aquel tirano forzado,
y cómo se defendía;
yo, enamorado y turbado,
más lloraba que entendía.
Dijo que estaba encerrada
en un aposento.
DANTEA:
Acaso
estará de él olvidada,
porque es el segundo paso
de toda mujer gozada.
En la iglesia dijo el cura,
Doristo, que cuando Amón
gozó con fuerza perjura
de su hermana y de Absalón,
que fue [Tamar] la hermosura,
de suerte la aborreció,
que ella mucho más sintió
que la echase aborrecida,
que la honestidad perdida,
aunque al alma le llegó.
Y así pienso que estará
Laura aborrecida ya,
de ese florentín Tarquino.
DORISTO:
¿Quién viene por el camino?
DANTEA:
No llames, que cerca está.
DORISTO:
Si no me engaña, Dantea,
esa rama de taray.
DANTEA:
No es señor; para bien sea.
Salen LUCINDO, ROSELO y BELARDO
LUCINDO:
¡Dantea!
DORISTO:
Nuesamo, ¿qué hay?
LUCINDO:
Lo que es bien que el mundo crea
de tal príncipe y señor,
de un Médicis, en efeto,
donde es tan propio el valor.
BELARDO:
¡Qué príncipe tan discreto!
ROSELO:
¡Qué santo legislador!
LUCINDO:
Ya viene a comer aquí.
ROSELO:
Sólo diz que quiere entrar.
LUCINDO:
Aunque labrador nací,
de comer le quiero dar.
DANTEA:
¿Decíslo de veras?
LUCINDO:
Sí.
Ve, por tu vida, Dantea,
y adereza que coma,
como con presteza sea.
DANTEA:
Muestra aquesas llaves.
LUCINDO:
Toma,
y como al uso de aldea.
Vase DANTEA
BELARDO:
Su nobleza, padre, es tal,
que se hallará entre el sayal,
y comerá a nuestra mesa.
LUCINDO:
De que no tenga, me pesa
hoy, de Alejandro el caudal.
Sacad una mesa aquí,
con los manteles mejores. Va DORISTO por la mesa
¿No canta Tirrena?
ROSELO:
Sí.
LUCINDO:
¿Y Lauso?
ROSELO:
También, que ignores....
BELARDO:
De eso me espanto.
LUCINDO:
¡Ay de mí,
estoy sin entendimiento!
BELARDO:
Lucindo, mostrad contento
y verá el Duque mejor
que tenéis honra y valor,
y que hacéis su mandamiento.
LUCINDO:
Bien decís, porque ninguno
de los que vienen con él
sabe mi mal importuno;
está la venganza dél
en que no lo sepa alguno.
Saca DORISTO una mesa muy pobre
ROSELO:
Aquí ya la mesa está.
LUCINDO:
¡Qué pobreza!
DORISTO:
¿No está limpia?
¿Qué pena, Lucindo, os da?
ROSELO:
Por aquel pie se columpia.
LUCINDO:
Ponle un canto.
ROSELO:
Bien está.
LUCINDO:
¿Toallas?
Ponen unos manteles y servilletas toscas
BELARDO:
No son sencillas,
pero son de Laura y tuyas.
LUCINDO:
¿Hay silla?
Saca una silla de costillas, mala
DORISTO:
La de costillas.
ROSELO:
Tendrá en el aire las suyas,
si acá no hay bordadas sillas.
LUCINDO:
¿Habrá principio?
DORISTO:
No sé;
legumbre es nuestro principio.
ROSELO:
En tus alientos se ve.
BELARDO:
Comerá Doristo un ripio,
como entre alcorzas esté.
DORISTO:
Vos, en adobo, un jumento.
LUCINDO:
Eso, sí; mostrad contento.
BELARDO:
¿Qué mayor se ve, ni alcanza,
que el día de la venganza?
LUCINDO:
El cielo sabe el que siento.
DORISTO:
Rüido de gente suena,
que del molino el rüido
encubre.
LUCINDO:
¡Sea en hora buena!
ROSELO:
¡Señor, el Duque ha venido!
Tu venganza el cielo ordena.
BELARDO:
Él entra.
Salen ALEJANDRO, Duque,
y gente de guarda,
y CELIO, de caza
LUCINDO:
¡Oh, heroico señor!
¡Qué inmortal ha de vivir
mi casa con tu valor,
que veo de grandeza henchir
con las obras de tu honor!
El río corre más fuerte:
sospecho que viene a verte,
y como en las ruedas toca,
a música las provoca
por donde sus aguas vierte.
Todas estas alamedas,
parece que están cantando
a imitación de las ruedas,
porque dice el viento blando
que no están las hojas quedas.
Por este monte vecino
resuena el monte un divino
acento a las aves junto,
llevándolas contrapunto
la cítara del molino.
Trigo vierten los graneros
ya sobre las tolvas, blancos;
todos estos molineros
se han puesto vestidos blancos
por venir de fiesta a veros.
LUCINDO:
Mirad bien cómo pasáis,
que os teñiréis con la harina;
pero no, que ya lo estáis
de la grandeza divina
que hoy a los Médicis dais.
Si queréis de nuestro oficio
parte, altísimo señor,
tomar aqueste ejercicio,
porque tenga más valor
lo que sabéis que codicio.
Que este río, hacer me obligo,
de cristal, sus arboledas
de esmeraldas, como digo,
y moleré en estas ruedas
aljófar en vez de trigo.
ALEJANDRO:
Buen huésped: yo estoy contento
de tu buen acogimiento,
que estas humildes cabañas,
en tus sinceras entrañas,
hacen un rico aposento.
Ya que en tu molino ves
mi persona, es bien que al doble
te estimes.
LUCINDO:
Beso tus pies.
ALEJANDRO:
Para que un noble a algún hombre
puedas igualar después.
¿Cuándo iremos a buscar
aquel fiero jabalí?
LUCINDO:
Aún no acabas de llegar;
descansa, señor, aquí,
pues te deja descansar,
que no se nos puede ir.
ALEJANDRO:
¿Eso habemos de temer?
LUCINDO:
Ha hecho para dormir
cama de yerba y placer.
ALEJANDRO:
Pues yo le sabré seguir,
en caso que se levante.
LUCINDO:
Metió una cierva, señor,
en su casa el arrogante,
y con extraño furor
la deshizo en un instante.
ALEJANDRO:
Pues si él tiene qué comer
no saldrá de su acogida.
LUCINDO:
Allí le puedes coger.
ALEJANDRO:
Costarle tiene la vida,
o yo no tendré poder.
LUCINDO:
Justo parece, en verdad,
que nos come nuestra hacienda.
. . . . . . . . . .
ALEJANDRO:
(¡Que este villano me entienda, (-Aparte-)
y hable con tal propriedad!
¡Oh, fuerza del santo honor!)
LUCINDO:
Pienso que os diera dolor
la ciervecita que mata.
ALEJANDRO:
(¡Qué bien de su historia trata!) (-Aparte-)
LUCINDO:
Del bosque fue la mejor,
blanda, tierna, humilde y mansa.
ALEJANDRO:
Como agora, que no importa,
mientras mi fuerza descansa.
LUCINDO:
Si este cuello el Duque corta,
grandes tiranos amansa.
Sentaos, señor, a comer,
en aquesta pobre mesa.
ALEJANDRO:
Yo lo he mandado traer,
mas de mandarlo me pesa,
pudiéndolo vos tener,
que fue poner en un hombre
tan honrado mal conceto.
LUCINDO:
La bajeza de mi nombre
os hizo a vos tan discreto.
ALEJANDRO:
(¿A quién hay que esto no asombre?) (-Aparte-)
No entre, Celio, la comida;
vuélvase a la gente allá.
CELIO:
Estaba ya apercebida.
ALEJANDRO:
Del huésped la mesa está
antes de esto proveída.
CELIO:
¿Meterán un par de platos?
ALEJANDRO:
Tampoco aquí he de comer,
que tener aquesos tratos
con quien esto sabe hacer,
es de huéspedes ingratos.
Sentaos, buen viejo.
LUCINDO:
Señor,
yo he de servir de rodillas.
ALEJANDRO:
Yo os quiero hacer este honor:
tengamos iguales sillas,
que habéis menester valor.
LUCINDO:
Gran señor.
ALEJANDRO:
No repliquéis;
así la presa gocéis
de aquel jabalí arrogante.
LUCINDO:
Llevando esta luz delante,
vencido me le daréis.
ALEJANDRO:
Sentaos. Siéntanse en un banquillo
LUCINDO:
Ya, señor, me asiento,
mas no con atrevimiento,
ni el alma arrogancias fragua,
que era de un molino de agua
hacer molino de viento.
ALEJANDRO:
(¡Qué entendido labrador!) (-Aparte-)
LUCINDO:
Comed de aquesta pobreza,
ya que gustáis, gran señor,
de cifrar vuestra grandeza,
con hecho de tanto amor.
ALEJANDRO:
¿Qué hay debajo de este plato?
¿Es papel?
LUCINDO:
Gran señor, sí.
ALEJANDRO:
¡Buen principio!
LUCINDO:
Aunque no trato
de esto, por principio os di
de esta virtud un retrato.
Abre ALEJANDRO el papel y léele
[
ALEJANDRO:
]
"El principio de la comida del buen príncipe
es la consideración de quien eligió de sus
súbditos esté a semejantes horas con hambre
de justicia."
¡Buen principio! Yo le tomo
por tal, y este día le quiero,
si así mis descuidos domo.
(Pensé que era molinero. (-Aparte-)
Con un filósofo como.
Alejandro vino a ver
a Diógenes un día,
y hoy lo mismo vino a ser,
y de esta filosofía
tengo mucho que aprender.)
¿Qué gente es ésta?
ROSELO:
Han venido
a dar placer a su Alteza.
ALEJANDRO:
¿Cantan?
ROSELO:
Lo que han aprendido
de este bosque en la aspereza.
ALEJANDRO:
En todo discreto ha sido;
tengo notable afición
a la música.
ROSELO:
Tirrena,
cantad alguna canción,
mientras comen norabuena
Júpiter y Filemón.
Cantan los MÚSICOS, que han de haber salido cuando se asienta a comer el Duque
MÚSICOS:
"El blanco pecho desnudo,
entre las pequeñas sierras
que del medio levantadas
forman una blanca senda,
con una sangrienta daga
que la esmalta y atraviesa
de rubíes y crueldad,
está la casta Lucrecia.
Mirándola estaba Roma,
levantada su cabeza
de sus siete montes altos,
coronada su soberbia.
El Tibre, padre de Remo,
llorando lágrimas tiernas
quiere anegar la ciudad
por satisfacer su afrenta.
¡Oh, Lucrecia desdichada!
Que si en el tiempo nacieras
de este famoso Alejandro,
gran Médicis de Florencia,
no te mataras así,
pues era cosa muy cierta
que él vengara tus agravios,
y tú con honra vivieras."
ALEJANDRO:
¿También por acá se sabe
esta historia?
LUCINDO:
Sí, señor.
ALEJANDRO:
Tras un principio süave,
filósofo labrador,
¿cómo un ejemplo tan grave?
Por mi fe, que la comida
me ha de entrar en buen provecho.
BELARDO:
Trae postre.
LUCINDO:
Que os pida,
ya de mi honor satisfecho,
sea de vos bien recibida,
desatino me parece,
siendo vos, señor, aquel
que esta humildad engrandece.
DORISTO:
Aquí hay postres.
ALEJANDRO:
Y un papel,
por postre también se ofrece. Toma el papel ALEJANDRO y léele
"El postre de la comida del buen príncipe, es
que a tales horas todos sus súbditos estén
satisfechos de sus agravios."
No comeré yo jamás
que de esto haya algún quejoso.
Sale DANTEA
DANTEA:
Dos ciervas, si no son más,
por este bosque frondoso
van dejando el aire atrás.
Por la ventana las vi
que cae al río, señor.
ALEJANDRO:
Pues ¡alto! Vamos de aquí,
que a vueltas de este rumor
se cazará el jabalí.
¿Quién es esta labradora?
LUCINDO:
Mi sobrina, a tu servicio,
que ha hecho por Laura agora
de cocinera el oficio.
DANTEA:
Eso, Lucindo, os desdora;
mas ya que el señor lo sabe,
le suplico me perdone
las faltas.
ALEJANDRO:
¡Buen rostro!
CELIO:
Grave.
ALEJANDRO:
Yo, porque presto se abone
cuanto en esta casa cabe,
tomad vos esta cadena,
para que cuando volvamos
tengáis guisada la cena.
DANTEA:
No para que te sirvamos,
para atarnos será buena.
ALEJANDRO:
Todos saben responder.
Tomá esta sortija vos,
por la canción.
MÚSICO 1:
Al volver
oiréis, gran príncipe, dos
que os darán mucho placer:
Una de vuestros pasados
cuando vinieron de Grecia,
y otra de sus esforzados
hechos, que hoy la fama precia,
de su valor aumentados.
ALEJANDRO:
¿Adónde está por aquí
la casa de César?
BELARDO:
Cerca.
ALEJANDRO:
Pues, pasemos por allí.
ROSELO:
Detrás está de esta alberca.
ALEJANDRO:
Que yo en mi vida la vi.
LUCINDO:
De camino la veréis,
gran Duque, que no es muy tarde.
ALEJANDRO:
Guiadnos vos, pues sabéis;
huésped, nada os acobarde,
que hoy al jabalí tendréis.
LUCINDO:
Vuestros perros harán presa.
ALEJANDRO:
Bien le valdrá la carlanca.
LUCINDO:
Por la corcilla me pesa,
que era como nieve blanca,
y de manchalla no cesa.
Vanse todos,
y salen CÉSAR y LAURA
CÉSAR:
Alza los ojos, no hagas
fáciles los imposibles.
Mira que su luz estragas
ya con tres cosas terribles;
mal mi amor, Laura, me pagas.
Habrá estrellas en el suelo
si dél no quitas los ojos;
rompe de la noche el velo
de estas lágrimas y enojos.
Serene el arco su cielo
y pase tu tempestad,
y toda mujer se esfuerza
de hacer la necesidad
virtud, porque tras la fuerza
se rinde la voluntad.
Yo te obligué con la mía,
con regalos, con promesas;
tú siempre rebelde y fría
a un hombre que otras empresas
altas en los pies tenía.
CÉSAR:
Pues viendo yo que por ti
no servía al Duque un hora,
ni estaba en corte ni en mí,
y que una noble señora
con un grado te perdí,
y que vine a quedar loco
de tu desdén, hice acuerdo
con quien tú estimas en poco;
y con su consejo cuerdo
a esta fuerza me provoco,
con la cual tomó venganza
de tu aspereza mi amor.
Esfuerza tu confianza,
que te pagaré mejor
que tú tienes la esperanza.
Este Teodoro es un hombre
de virtüoso renombre,
muy de bien, muy bien nacido:
éste será tu marido,
porque mi bondad te asombre.
Daréte dos mil ducados,
viviréis en esta casa,
de mi hacienda regalados,
donde él mejor que un rey pasa
los veranos abrasados.
Tendréis doscientos y más
de salario aquí los dos;
si tú sospechosa estás,
no me olvidaré ¡por Dios!
de tu remedio, jamás.
Y aquí podré yo gozarte
sin que falte al Duque, un día
que venga a holgarme y hablarte,
¿no es verdad, Laura?
LAURA:
Desvía.
CÉSAR:
Mi vida, quiero abrazarte.
LAURA:
¡Suéltame, infame grosero!
Que si hasta aquí procediste
como vil tirano fiero,
en lo que agora dijiste,
como falso caballero.
¿Parécete, por tu vida,
que una fuerza resistida
con tan heroico valor,
se verá a dueño menor
eternamente rendida?
Conténtate de haber sido
quien con violencia tan loca
venció mi honor resistido;
no me deshonre tu boca
con darme ese vil marido;
que yo, puesto que no quieres,
te tendré en ese lugar;
tú solo, César, lo eres,
pues me pueden consolar
otras burladas mujeres.
Y no te doy este nombre
porque te haya amor cobrado,
que antes, para que te asombre
el rigor que has aumentado,
aborrezco hasta tu nombre.
Y si por necesidad
por algún resquicio había
entrado en mi voluntad
amor, ya salió este día
con mayor velocidad.
¿Yo, marido? ¿Yo, en tu casa?
¿Yo, en tu casa? ¿Yo, tu amiga?
CÉSAR:
Eso de límite pasa
y razón.
LAURA:
¿Quieres que diga
que quien me goza me casa?
CÉSAR:
¿Y es malo?
LAURA:
Sí, que no veo
disculpa en eso, traidor,
sino cansarse el deseo,
trocarse el odio en amor,
lo que ya del tuyo creo.
¿Qué más aborrecimiento
que casarme? Mas tenéis
todos ese bien violento
porque luego aborrecéis
tras el primero contento.
CÉSAR:
¿Yo aborrecerte, mi vida?
¡Ea, Laura; ea, mi bien!
LAURA:
Suéltame, infame, homicida
de mi honor.
CÉSAR:
¿Tanto desdén?
Habla bien, si eres servida,
que me gastas la paciencia.
LAURA:
¿Respuesta esperas honrada?
CÉSAR:
Sí, que hay mucha diferencia,
porque una mujer gozada
no tiene tanta licencia.
LAURA:
Antes sí, porque el agravio
hace al más honesto labio
que se descomponga y mueva,
no a quien con gusto la lleva.
Entra OTAVIO
OTAVIO:
Caso extraño.
CÉSAR:
¿Qué hay, Otavio?
OTAVIO:
Viniendo el Duque a cazar,
a vuestra quinta ha llegado.
CÉSAR:
¿Quiere adelante pasar?
OTAVIO:
No, porque si ya no ha entrado,
debe de querer entrar.
CÉSAR:
¿Qué haré?
OTAVIO:
¿De qué os turbáis?
CÉSAR:
¿Esconderé a Laura?
OTAVIO:
Sí. Entra CARLOS
CARLOS:
¡Qué descuidados estáis!
CÉSAR:
¿Cómo?
CARLOS:
Alejandro está aquí,
señora, ¿cómo no os vais?
LAURA:
¿Que me vaya? Que me place.
CÉSAR:
Deténte, que bueno fuera
que la viera el Duque, y hace
extremos que la entendiera.
CARLOS:
Todo es honra.
OTAVIO:
De eso nace;
escondelda.
CÉSAR:
Este aposento
es para ello acomodado.
Entra presto.
LAURA:
¡Ah, cielo, atento
a mi mal! ¿Si habrá llegado
ya tu castigo violento?
CÉSAR:
Entra, y apenas respires,
aunque arder el mundo mires.
OTAVIO:
Laura, ni tosas ni hables.
CÉSAR:
¿Qué sucesos hay?
OTAVIO:
Notables.
CARLOS:
No te aflijas.
OTAVIO:
No suspires. Vase LAURA, y sale ALEJANDRO, CELIO, LUCINDO, ROSELO, BELARDO, DORISTO, DANTEA, TEODORO y gente de guarda
ALEJANDRO:
¿Y está César aquí?
TEODORO:
Sí, señor mío.
ALEJANDRO:
¿Ha mucho?
TEODORO:
Habrá seis días.
OTAVIO:
Llega, César.
CÉSAR:
Señor, ¿vuestra grandeza honra esta casa?
ALEJANDRO:
¡Oh, César! Yo os prometo que ella puede
honrar a cualquier príncipe que ponga
los pies en ella.
CÉSAR:
Por merced tan grande,
señor, me dé los suyos vuestra Alteza.
ALEJANDRO:
Héme holgado de ver tantas pinturas,
tan ricas salas, tan bien hechas cuadras,
tan bien acomodados los retretes;
tiene gentil portal, y esas ventanas
prometen un bellísimo horizonte
a los ojos que miran los jardines.
CÉSAR:
La pintura, señor, es extremada,
la casa pobre, aunque en alegre sitio;
de Miguel Ángel son aquellos cuadros,
y del Ticiano aquella Filomena,
que forzada se queja de Tereo.
ALEJANDRO:
Ésa miré con atención un rato:
¡qué fiero está Tereo, y qué quejosa
la bella Filomena!
LUCINDO:
Allá en lo lejos
se queja bien a Pandión, su padre.
ALEJANDRO:
¿También sabéis de historias vos, buen viejo?
LUCINDO:
Como soy padre, aficionéme luego
a la persona de aquel rey quejoso,
viendo cómo ha sentido el ver su hija
en poder de un tirano.
CÉSAR:
Razón tuvo,
que era rey en efeto.
LUCINDO:
Aunque rey fuera
entonces, como yo, tosco villano,
sintiera con igual dolor su afrenta.
ALEJANDRO:
Tiene razón, porque la honra, César,
es de tal condición, que hasta las fieras,
hasta los más salvajes animales
la estiman y agradecen a los cielos;
el blanco cisne el adulterio venga,
y el león de Albania la castiga y mata
a la leona, si su afrenta huele,
y por eso se lavan las leonas
cuando han cometido aquel delito.
¿No tienes vidrios en aquesta casa?
CÉSAR:
Perdióseme la llave de un retrete
donde pudiera acaso vuestra Alteza
hallar algunos que le dieran gusto.
¿Dónde has comido?
ALEJANDRO:
Aquí comí, en el campo.
¡Abran ese retrete, por tu vida!
CÉSAR:
Yo me holgara, señor, que hubiera llave.
¿Cuándo se irá a Florencia vuestra Alteza?
ALEJANDRO:
Hoy me pienso partir; mas mira, César,
que quiero ver aquestos vidrios tuyos.
CÉSAR:
¡Hola! ¿Tienes la llave?
TEODORO:
Hase perdido.
CÉSAR:
Otro día, señor, que a honrarme vengas,
los sacarán a aquesta sala todos.
¿Quieres ver los jardines?
ALEJANDRO:
¡Abran, César,
este retrete!
OTAVIO:
(¡Aquesto va de veras!) (-Aparte-)
ALEJANDRO:
¡Ábranle, por mi vida, y no me enojes!
CÉSAR:
Sin llave, ¿cómo?
ALEJANDRO:
Con romper la puerta.
CÉSAR:
Quebraránse, señor, algunos vidrios.
ALEJANDRO:
No importa, que ya alguno está quebrado.
OTAVIO:
(César, callar y oír es lo que importa. (-Aparte-)
¿No ves que viene aquí de Laura el padre?)
CÉSAR:
Señor, ¿quiéresme oír?
ALEJANDRO:
Di lo que quieres.
CÉSAR:
Cuando viniste estaba entretenido
aquí con una dama de Florencia:
por tu respeto la escondí; no gustes
que aquí la vea toda aquesta gente.
ALEJANDRO:
César, hombre soy yo, y todos son hombres;
abre, que no se espanta de eso nadie.
CÉSAR:
Tú gustas, quiero abrir; vergüenza tengo. [CARLOS habla aparte a OTAVIO]
CARLOS:
Hoy temo al Duque.
OTAVIO:
Y yo le temo, Carlos,
que en el rostro le he visto nuestra pena.
CARLOS:
Pienso que el cielo esta venganza ordena.
Sale LAURA, muy triste
LAURA:
Invictísimo Alejandro,
segundo del nombre en Grecia,
donde tus Médicis nobles
traen su ilustre descendencia,
el primero en el valor,
que de tal abuelo hereda,
y de tan famosos padres,
que dieron gloria a Florencia:
ved con piedad, que es tan propia
de vuestras entrañas mesmas,
la mujer más desdichada
y con mayor inocencia.
Laura soy, invicto Duque,
y éste que a vos me presenta
es mi viejo honrado padre,
noble, aunque de humildes prendas:
él con lágrimas amargas
que sus blancas canas riegan,
yo con las que veis de sangre
de mi honor y mi vergüenza.
Duélaos su cara afligida,
y mi edad, señor, os duela,
porque entre vuestras hazañas
la presente resplandezca.
LAURA:
No pido ya a un padre pobre
que me vengue de esta afrenta
contra un hombre poderoso
y en una campaña yerma,
sino al príncipe y a vos,
que nos ampara y gobierna,
que vos sois padre y señor,
os toca vengar mi afrenta.
Paréceme, excelso Duque,
que ni más notables muestras
ni lágrimas más amargas
ni más lastimosas quejas
os pueden dar mi dolor.
Mirad bien en mí y en ellas
una música acordada
de dos voces y mil penas.
Mirad al alto, señor,
puesto en la mayor bajeza,
y el contrabajo contento,
que en cualquier punto disuena.
Pobre soy, mas soy honrada,
Laura humilde pero honesta;
justicia, Alejandro noble,
aunque injusticia parezca.
Amáis a César y es justo,
pero si os ofende César,
no consintáis, gran señor,
que quien os ama, os ofenda.
ALEJANDRO:
César, ¿qué disculpa das
de esta maldad, de esta ofensa?
Mas ¿cómo has de dar disculpa?
¡Que no es posible tenerla!
Antes que digas palabra,
sé la historia, y porque entiendas,
Carlos y Otavio, que vengo
a esto sólo de Florencia.
Llamadme de aquesas guardas
quien más ancha espada tenga,
que a los tres en esta sala
haré cortar las cabezas.
CÉSAR:
Señor, ¿cuándo César dijo...?
ALEJANDRO:
No hay aquí César; ya cesa
su amor con este delito.
Éste es fin de esta tragedia:
los tres habéis de morir.
CÉSAR:
Pues señor...
ALEJANDRO:
¡Brava insolencia!
¿Tú hablas? ¡Venga un verdugo!
CÉSAR:
¿Sin oír? ¡Crueldad es ésa!
ALEJANDRO:
Pues ¿qué más tengo de oír?
Oigo tanto, que quisiera
ser sordo, por no escuchar,
traidor, infamias como éstas.
¿Merecíate mi amor,
y aquella hazaña en que llega
a vencerse de sí misma,
de mi valor la excelencia?
¿Aquel darte a quien tú sabes,
que al fin con sospecha queda
de mi amor y voluntad,
esta vil correspondencia?
¿Así a las hijas de pobres,
que porque no tienen fuerza
las ampara mi persona,
las han de afrentar las vuestras?
¿A mis vasallos, traidor?
LUCINDO:
Señor, si ella se contenta
de que sea su marido,
¿permitirás que lo sea?
ALEJANDRO:
No sé yo si ella querrá,
pero como ella consienta,
daréle a mi César vida,
para que servirla pueda.
LAURA:
Señor, por no ver morir
un hombre con tanta afrenta
satisfaciendo la mía,
le perdonaré la deuda.
CARLOS:
César, responde que sí.
OTAVIO:
Respóndela que sí, César,
que el Duque no hablara así
si no es que así lo sintiera.
CÉSAR:
Señor, ¿no basta dotarla?
ALEJANDRO:
Eso has de hacer, y con ella
te has de casar.
CÉSAR:
Pues, ¿dotarla
y casarme?
ALEJANDRO:
¡Bien te quejas!
Dotarla, por si murieres
sin heredero, en treinta
o cuarenta mil ducados.
CÉSAR:
¡Qué rigurosa sentencia!
¿A una mujer que no es noble?
ALEJANDRO:
¡Cómo no! Llana es la prueba,
¡vive el cielo! que su padre
come conmigo a mi mesa.
Pues según esto, si tú,
César, me sirves en ella,
y él en ella está sentado,
él te hace diferencia.
CÉSAR:
¿A tu mesa?
ALEJANDRO:
¡Hoy, en su casa!
No repliques.
CÉSAR:
Laura bella,
dadme esa mano, y a vos
os pido, padre, las vuestras.
ALEJANDRO:
También has de dar al viejo,
porque descanse en su tierra,
César, quinientos ducados
de lo mejor de tu renta.
CÉSAR:
Digo, señor, que lo haré.
ALEJANDRO:
Y guárdate de que sepa,
César, que la tratas mal,
pues la cabeza te queda.
CÉSAR:
Yo la serviré, señor.
ALEJANDRO:
Vosotros, aunque pudiera
castigaros, sólo quiero
que no estéis más en Florencia.
CARLOS:
Guárdete el cielo, gran Duque.
OTAVIO:
Larga vida te conceda.
BELARDO:
Perdí mi cierta esperanza,
mas no importa que se pierda.
Parabién te damos todos.
ROSELO:
Tu gusto a Roselo alegra.
DORISTO:
Parabién te da Doristo.
DANTEA:
Y mil abrazos Dantea.
LUCINDO:
¡Viva el gran Duque Alejandro!
Con que da fin la comedia
del gran Médicis famoso,
primero Duque en Florencia.