​La pulga​ de Félix María Samaniego

Una noche ardorosa,

después de haber cenado alguna cosa,

la joven Isabela

en su lecho acostada

del todo despojada

trataba de entregarse al dulce sueño.

Mas una infame pulga la desvela

picando con empeño

ya el reducido pie, ya la rodilla,

ya la rolliza y blanca pantorrilla.

La joven, impaciente,

echa inmediatamente

su linda mano a donde piensa hallarla,

y algo bueno daría por pillarla;

pero el bicho maldito,

sin dársele ni un pito,

cuanto más le persigue

más salta, y brinca, y sigue con su empeño;

hasta que Isabelilla, incomodada,

con la sangre encendida,

no pudiendo sufrir más la cuitada,

salta fuera del lecho enfurecida,

coge la luz, se pone patiabierta

y en medio de las piernas la coloca;

pero se vuelve loca

y con la infame pulga nunca acierta.

La ve mil veces, otras tantas huye;

sobre ella pone el dedo, y se escabuye;

que de aquí para allá siempre saltando,

parece con la niña estar jugando.

Ésta, por eso mismo más airada,

jura la ha de pagar muy bien pagada,

y con tan gran ahínco la persigue

que, vaya a donde vaya, allá la sigue.

A fuerza de luchar, casi perdida

se halla al fin la insufrible picadora,

y por ver si se libra, va y se mete

en aquel lindo y virginal ojete,

que tan dulces placeres atesora.

La niña, entonces, más sobrecogida,

más sofocada y con la sangre hirviendo,

también el albo dedo va metiendo

a ver si allí la encuentra;

y a medida que lo entra

y que hurga presurosa,

halla una sensación tan deliciosa

que a continuar la excita,

el dedo a toda prisa meneando

hasta que, blanca espuma derramando,

queda la pobrecita,

la boca medio abierta y fatigada

y los ojos en blanco y desmayada.

Como, a pesar de todo, no saliera

el bichillo infernal de su tronera,

desde entonces apenas pasa el día

que no le busque con igual porfía.