La proeza de Benites

Tradiciones peruanas - Octava serie
La proeza de Benites​
 de Ricardo Palma


(Al señor don Justiniano Borgoño)


El tesorero de Lima escribió una mañana al general Salaverry participándole que tenía en arcas treinta mil pesos, y que esperaba mandase por ellos a un oficial con la suficiente escolta, pues el trayecto entre el Carrizal de la Legua y Bellavista lo hacía inseguro un cardumen de montoneros. Los montoneros de entonces eran bandidos que, a la sombra de una bandera, desvalijaban al prójimo. Como siempre, la política era el pretexto.

Paseábase Salaverry en la plaza de Bellavista delante de la casa que le servía de alojamiento, cuando recibió la carta del tesorero, y después de leerla, tendió la vista en torno, a tiempo que por una de las esquinas cruzaba un oficial.

-¡Capitán Benites! -gritó Salaverry.

El oficial caminó la media cuadra que lo separaba del jefe supremo, y después del militar salado esperó órdenes, mientras Salaverry, sacando del bolsillo una cartera, escribió con lápiz algunas líneas, arrancó la hoja, y pasándola al oficial le dijo:

Tome usted, capitán, un piquete de lanceros, y vaya a Lima por el contingente que le entregará el tesorero. Lo aguardo de regreso antes de las cinco de la tarde.

-Se cumplirá, mi general -contestó Benites, saludó y se encaminó al cuartel.

Era el capitán Benites un joven limeño de veinticuatro años de edad, simpático de figura, alegre camarada, respetuoso con sus superiores, nada despótico con los subalternos, querido por los soldados de su escuadrón, bravo, inteligente y honrado. Pero como sólo en los ángeles cabe perfección, tenía Benites el defecto de ser viciosamente aficionado a las hijas de Eva. Habiendo faldas de por medio, el capitancito perdía los estribos del juicio.

Acompañado de un sargento y quince soldados, hizo el peligroso trayecto del Carrizal sin encontrar ni sombra de montoneros. AI pasar por el tambo de la Legua, donde era obligatorio en aquellos tiempos para los viajeros entre el Callao y Lima detenerse a remojar una aceitunita, hizo alto el piquete, y el capitán agasajó a su tropa con una botella del pisqueño. Tocábales a copa por cabeza, lo preciso para enjuagarse la boca y refrescarla.

En el corredor del tambo había un grupo de mozos carcundas, que en compañía de media docena de niñas de esas del honor desgraciado estaban pasando un día de campo y de jolgorio. A Benites se le despertó el apetito por una de las muchachas, echó un trago con ella y sus concurbitáceas, y siguió a cumplir la comisión.

De regreso, a las tres de la tarde, con cuatro mulas que en zurrones de cuero conducían los treinta mil cautivos, volvió a detenerse en el tambo para obsequiar otra botella a los soldados.

La parranda estaba en su apogeo. Se zamacuequeaba de lo lindo, con arpa, guitarra y cajón. Hombres y mujeres rodearon al capitán, y la hembra que le llenaba el ojo dijo:

-Bájate, negro de oro, negro lindo, toma una copa y ven el echar un cachete conmigo.

No sé que abunden los puritanos que desairen a una buena moza. El que se crea hombre con entrañas para resistir a la tentación, que levante el dedo.

Calculó Benites que bien podía pasar un cuarto de hora en la jarana, y en cinco minutos de trote largo reunirse con sus soldados antes de que llegaran a Bellavista. Descabalgó y dijo:

-Siga usted, mi sargento, con la fuerza, que ya les daré alcance.

Y empezaron a menudear las copas y hubo lo de


-Con usted mi amor se va.
-Correspondido será.
-Venga una copa de allá.
-¡Alza, mi vida!- ¡Ya está!


y el capitán tomó pareja, y bailó una zamacueca por lo fino con lo de


dale fuego a la lata,
reina de Lima,
si no quieres que te eche
mi gato encima;
dale fuego a la lata,
cogollo verde,
y cuídate del perro,
que el perro muerde.


Estaba en lo mejor y más borrascoso de la fuga, cuando ¡pin!, ¡pin! ¡Santa Catalina!... ¿Balazos?... Sí, señor..., balazos.

Benites saltó sobre el caballo y partió a escape tendido.

Cinco o seis cuadras más adelante del tambo principiaba el Carrizal, y de la espesura del monte habían salido de improviso cuarenta montoneros capitaneados por Mundofeo, bandido que era el espanto del vecindario de Lima y Callao.

-¡Rendirse, que aquí está Mundofeo!- gritó el facineroso, a la vez que su gente hacía una descarga echando al suelo a tres lanceros.

Fuese el pánico de la sorpresa o el terror que inspiraba el nombre del bandolero, ello es que el sargento labró en dirección a Bellavista, y los soldados retrocedieron en fuga para Lima. Salioles al encuentro el capitán, los apostrofó, retempló sus bríos, y a la cabeza de doce lanceros llegó al que fuera sitio de la sorpresa, en momentos en que ya los ladrones internaban en el monte las codiciadas mulas conductoras del dinero.

Encarnizada, sangrienta fue la lucha. Si bien en ésta Benites perdió otros dos hombres, mató personalmente de un pistoletazo a Mundofeo, y los lanceros ajustaron la cuenta a otros quince bandidos. Los demás hallaron salvación en el monte, no sin que siete cayeran prisioneros.

Entretanto el sargento había llegado despavorido a Bellavista y presentádose a Salaverry, que paseaba la plaza viendo hacer ejercicio al batallón «Victoria».

El sargento era un palangana fanfarrón. Dijo que el capitán había abandonado la tropa; que él tuvo que dirigir el combate contra más de cien montoneros bien armados y mejor cabalgados; que con su lanza despachó media docena de enemigos, y que abrumado por el número, aunque sin recibir rasguño, había tenido que venir a dar parte para que sin pérdida de minuto se enviara siquiera un regimiento a rescatar la plata.

Salaverry lo oyó sin interrumpirlo, y cuando hubo terminarlo su relato, que parecía interminable, dijo, dirigiéndose al coronel del «Victoria»:

-Cuatro números de la primera compañía y Un cabo.

Y cinco hombres salieron de las filas.

-Cuatro tiros a ese cobarde.

Y el sargento fue a ver a Dios.

Salaverry volteó la espalda y entró en la casa donde funcionaba el Estado Mayor.

-Dos pliegos de papel de oficio -dijo, dirigiéndose a un amanuense.

-Listos, mi general -contestó éste.

-Siéntese usted y escriba.

Salaverry, paseando la habitación, dictó:

ORDEN GENERAL.- El jefe supremo ha dispuesto que el capitán Benites sea fusilado por indigno y cobarde.

-Déme una pluma.

Pasola el amanuense, y Salaverry firmó.

-Tome usted el otro pliego y escriba.

Y volvió a pasear y a dictar:

ORDEN GENERAL.- El jefe supremo, que con espíritu justiciero castiga todo acto deshonroso para la noble carrera de las armas, sabe también premiar a los militares que la enaltecen por su valor; y en tal concepto, atendiendo al heroico comportamiento del capitán Benites, lo asciende, en nombre de la nación, a sargento mayor efectivo.

Y volvió a tomar la pluma y a firmar.

En seguida salió a la plaza, y empezó a pasear delante de la puerta del Estado Mayor. Luego sacó con impaciencia el reloj y consultó la hora. Faltaban diez minutos para las cinco.

Benites era, como hemos dicho, muy querido en el ejército, y apenas dictada la primera orden general, uno de sus compañeros, el capitán don Pedro Balta, que estaba en un cuarto vecino a la sala del Estado Mayor, se deslizó por el callejón de la casa, montó a caballo y se fue al camino a tentar, si era posible, dar aviso a su amigo de la triste suerte que lo esperaba. Apenas había galopado pocas cuadras, cuando divisó a Benites con sus soldados, que a las ancas de la cabalgadura traían los prisioneros.

Balta lo puso al corriente de lo que ocurría, y terminó diciéndole:

-Sálvate, hermano.

El capitán Benites quedó por un momento pensativo. Luego se reanimó y dijo:

-A Roma por todo, compañero -y volviéndose a la tropa, añadió:- ¡Pie a tierra!

Obedecida la orden continuó:

-Si me han de fusilar, que me lleven la delantera estos pícaros.

Los siete montoneros se arrodillaron junto a los paredones o tapias de la chacra de Velázquez, y sin más fórmula emprendieron viaje a mundo mejor o peor.

Salaverry iba a sacar el reloj para consultar nuevamente la llora y ver si habían pasado las cinco, cuando apareció Benites con sus lanceros, de los que algunos venían heridos.

Antes de que se apeara el capitán, le preguntó el jefe supremo:

-¿Y el contingente?

-Íntegro, mi general, sin que falte un cuartillo.

-Sígame usted.

Y entraron en la oficina del Estado Mayor. Salaverry tomó la primera orden general, en que condenaba a Benites a ser pasado por las armas, y le dijo:

-Lea usted.

Benites obedeció, y terminada la lectura dijo con serenidad:

-Quedo enterado.

-Lea usted esta otra -prosiguió Salaverry, y le pasó la segunda.

Después de la pausa precisa para que el capitán concluyera, continuó:

-¿A cuál de esas dos órdenes generales le dice su conciencia que se ha hecho merecedor?

-A la del ascenso, mi general -contestó el capitán con cierta altivez.

Salaverry tomó la primera orden general, la rompió, estrujó los pedazos haciendo con ellos una bola de papel y la arrojó por la ventana.

-Vaya usted, señor mayor, entregue en comisaría el contingente y véngase a comer conmigo.

Así estimulaba y premiaba Salaverry, el loco Salaverry, el valor militar. ¿Por qué, Dios mío, no favoreciste al Perú con muchos locos como ese?

¿Qué mucho, pues, que los vencidos en Socabaya se hubieran batido como leones y muerto heroicamente, ya en el campo de batalla, ya en el cadalso, o soportado con la resignación serena del valiente el destierro en Santa Cruz de la Sierra? No los venció el esfuerzo de los contrarios, los venció el destino.

Fue en 1870 cuando, invistiendo la clase de coronel, conocí a Benites, ya anciano y con más goteras en la salud que casa que se derrumba por vieja. Una vez lo insté, en la tertulia íntima del presidente don José Balta, para que me contara la heroica aventura, y con una modestia que hoy admiro, rehusó hacerlo. Poniéndome la mano sobre el hombro, me contestó:

-Joven, hay viejos a quienes entristece hablar del pasado, y yo soy uno de ellos. Que le cuente eso Balta... cuando yo no esté aquí.