XII

«Ínclito Migajas, lo que acabas de hacer, lejos de amenguar el amor que puse en ti, lo aumenta, porque me has probado tu valor indómito, triunfando con facilidad de toda esa caterva de muñecos bufones, la peor casta de seres que conozco. Movida por los dulces afectos que me impulsan hacia ti, te propongo ahora solemnemente que seas mi esposo, sin pérdida de tiempo.»

Pacorrito cayó de rodillas.

«Cuando nos casemos -continuó la señora-, no habrá uno solo de esos emperadorcillos y cancilleretes que no te acate y reverencie como a mí misma, porque has de saber que yo soy la Reina de todos los que en aquesta parte del mundo existen, y mis títulos no son usurpados, sino transmitidos por la divina Ley muñequil que estableciera el Supremo Genio que nos creó y nos gobierna.»

-Señora, señora mía -dijo, o quiso decir Migajas-; mi dicha es tanta que no puedo expresarla.

-Pues bien -manifestó la señora con majestad.- Puesto que quieres ser mi esposo, y por consiguiente, Príncipe y señor de estos monigotiles reinos, debo advertirte que para ello es necesario que renuncies a tu personalidad humana.

-No comprendo lo que quiere decir Vuestra Alteza.

-Tú perteneces al linaje humano, yo no. Siendo distintas nuestras naturalezas, no podemos unirnos. Es preciso que tú cambies la tuya por la mía, lo cual puedes hacer fácilmente con sólo quererlo. Respóndeme pues. Pacorrito Migajas, hijo del hombre, ¿quieres ser muñeco?

La singularidad de esta pregunta tuvo en suspenso al granuja durante breve rato.

-¿Y qué es eso de ser muñeco? -preguntó al fin.

-Ser como yo. La naturaleza nuestra es quizás más perfecta que la humana. Nosotros carecemos de vida, aparentemente; pero la tenemos grande en nosotros mismos. Para los imperfectos sentidos de los hombres, carecemos de movimiento, de afectos y de palabra; pero no es así. Ya ves cómo nos movemos, cómo sentimos y cómo hablamos. Nuestro destino no es, en verdad, muy lisonjero por ahora, porque servimos para entretener a los niños de tu linaje, y aun a los hombres del mismo; pero en cambio de esta desventaja, somos eternos.

¡Eternos!

-Sí, nosotros vivimos eternamente. Si nos rompen esos crueles chiquillos, renacemos de nuestra destrucción y tornamos a vivir, describiendo sin cesar un tenebroso círculo desde la tienda a las manos de los niños, y de las manos de los niños a la fábrica tirolesa, y de la fábrica a la tienda, por los siglos de los siglos.

-¡Por los siglos de los siglos!- repitió Migajas absorto.

-Pasamos malísimos ratos, eso sí -añadió la señora-; pero en cambio no conocemos el morir, y nuestro Genio Creador nos permite reunirnos en ciertas festividades para celebrar las glorias de la estirpe, tal como lo hacemos esta noche. No podemos evadir ninguna de las leyes de nuestra naturaleza; no nos es dado pasar al reino humano, a pesar de que a los hombres se les permite venir al nuestro, convirtiéndose en monigotes netos.

-¡Cosa más particular!- exclamó Migajas lleno de asombro.

-Ya sabes todo lo necesario para la iniciación muñequillesca. Nuestros dogmas son muy sencillos. Ahora medítalo y respondo a mi pregunta: ¿quieres ser muñeco?

La Princesa tenía unos desplantes de sacerdotisa antigua, que cautivaron más a Pacorrito.

-Quiero ser muñeco -afirmó el granuja con aplomo.

Y al punto la Princesa trazó unos endiablados signos en el espacio, pronunciando palabrotas que Pacorro no sabia si eran latín, chino o caldeo, pero que de seguro serían tirolés. Después la dama dio un estrecho abrazo al bravo Migajas, y le dijo:

-Ahora, ya eres mi esposo. Yo tengo poder para casar, así como lo tengo para recibir neófitos en nuestra gran Ley. Amado Principillo mío, bendito seas por los siglos de los siglos.

Toda la corte de figurillas entró de repente, cantando con música de canarios y ruiseñores: «Por los siglos de los siglos».