La posada o España en Madrid: 01
I
es aquella que recibe
con amor al forastero,
que si todos cuantos viven
son de la vida correos,
la posada donde asisten
con más agasajo, es patria
más digna de que se estime.
El Maestro Tirso de Molina.
No hace muchas semanas que en el DIARIO DE MADRID y su penúltima página, en aquella parte destinada a las habitaciones, nodrizas, viudas de circunstancias y demás objetos de alquiler, se leía uno, dos, y hasta tres días consecutivos el siguiente anuncio:
«Se traspasa la posada número... de la calle de Toledo, con todos los enseres correspondientes. Es establecimiento conocido hace más de cien años con el nombre del Parador de la Higuera. Su parroquia se extiende más allá de los puertos, y sirve de posada a los ordinarios más famosos de nuestras provincias. En cuanto a instrucción sobre precio y condiciones, el mozo de paja y cebada dará uno y otro a quien le convenga; teniendo entendido que el miércoles 9 del corriente a las diez de la mañana se adjudicará al mejor postor.»
No fue menester más que estas cuatro líneas para que todos los trajineros y especuladores provinciales, estantes y transeúntes, que de ordinario asisten en esta muy heroica villa, acudiesen al reclamo en el día y hora señalados, como si llamados fueran a son de campana comunal.
Y el caso, a decir verdad, no era para menos. Tratábase (como quien nada dice) de aprovechar la más bella ocasión de echar los cimientos a una sólida fortuna; de arraigar en un suelo fructífero y sazonado; de continuar una historia y fama seculares; y dar a conocer a la corte y a la villa, a las provincias de aquende y allende puertos, que el famoso parador de la Higuera había variado de dueño, y lo que el país podía esperar de su nueva administración.
Nacía tan importante como súbita variación, de un suceso de aquellos grandes, y para siempre memorables, que marcan la historia de los imperios y de las posadas; y este suceso, que iba a formar época en el establecimiento que hoy nos ocupa, era la abdicación espontánea y expresa del tío Cabezal II, anciano venerable de los buenos tiempos, hijo y sucesor de Cabezal I, fundador que fue del parador de la Trinidad en los arranques del puerto de Guadarrama; ascendido después a uno de los centrales de la carretera de Andalucía, en el real sitio de Aranjuez; y dueño, en fin, hasta su muerte, del gran parador de la Higuera, cuya sucesión trasmitió naturalmente a su hijo primogénito, el mismo que hoy fijaba sobre sí la atención de la posteridad por su espontánea y magnánima resolución.
No era ésta hija de un momento de irreflexión ni de un capricho pasajero, como es de suponerse, sabiendo que nuestro tío Cabezal frisaba ya en los ochenta eneros, y podía alcanzar todo el grado de madurez de que era capaz su organización cerebral. Pero hay sucesos en la vida que dan origen a aquellas peripecias que marcan sus diversas fases, y hay objetos que, por separados que parezcan entre sí, mantienen con nuestro espíritu cierta oculta relación que una grave circunstancia viene tal vez a descubrir.
Aquel suceso, pues, y aquel objeto, ligados tan estrecha e indisolublemente con el ánimo del tío Cabezal, era la muerte del Endino, soberbio macho, natural de Villatobas, que prematuramente y a los treinta y siete años de edad, había dejado de existir, privando de su motor agente e inteligente a la noria del parador; porque conviene a saber, que el parador tenía noria, en uno como patio, que en los tiempos atrás sirvió de huerta, de que aún se conserva una higuera, por donde le vino el nombre al establecimiento.
En esta circunstancia desgraciada, en esta muerte natural, lógica y consiguiente, que cualquiera hubiera tomado bajo el punto de vista material, vio nuestro Cabezal explicado el fin de una emblemática parábola, que de largos años atrás gustaba explicar a sus comensales; a saber: que la noria era su posada; el macho su persona; los arcaduces los trajineros que venían a verter en su regazo el fruto de sus acarreos, y que en el punto y hora en que el macho dejase de existir, la noria dejaría de dar vueltas, el agua de llenar los arcaduces, el pilón de recibir su manantial. Y llegaba a tal extremo su supersticiosa creencia, y de tal suerte creía identificada su existencia con la existencia del macho, que lo mimaba y bendecía con más celo que el hechizado don Claudio a su lámpara descomunal. Y faltó poco para que realizando su profecía le ahogase su dolor a la primera nueva de la muerte de su compañero. El ánima, empero, resistió a tan violenta comparación, y pudo sobrevivir a aquel terrible impulso de pesar; pero agotadas por él todas las fuerzas de la resistencia, cortó las alas al albedrío, y dejó al infeliz Cabezal condenado a vegetar estérilmente y sin amor a la gloria, ni esperanza en el porvenir. Esta fue la razón por la que desengañado del mundo, determinó poner un término a sus negocios, y dejar las riendas del gobierno a manos más ágiles y bien templadas.