La poesía en los salones

​La poesía en los salones​ de Rafael Barrett


Está poniéndose de moda en el gran mundo, no ya declamar, sino componer versos. Los aristócratas se dignan hacer una benigna competencia a los poetas profesionales. Se trata de inspiraciones de círculo y éxitos de salón. Los autores se molestarían si los admirase el público anónimo. El público, por otra parte, no se ocupa gran cosa de esa literatura de etiqueta. Todo habría debido continuar así, hasta que hubiera pasado tan inocente manía. El statu quo quedaba definido en el libro del señor barón G. de Parrel: Sous les lustres, que nos da la lista de los más célebres conductores de cotillones y de los más notorios conferenciantes, escenógrafos y artistas mundanos. Es una obra que «los intelectuales se abstendrán de juzgar». ¡Su profunda ignorancia les descalifica! Enterémonos, pues, en respetuoso silencio, de las delicias que no tenemos derecho a compartir con los amigos del barón de Parrel. Y con las amigas... porque en la alta sociedad parisiense las damas devotas de la rima y del ritmo dejan atrás, tanto por el mérito como por el número, a los caballeros. Se nos asegura que las tertulias de la condesa de Villarson, de la baronesa de Sardent, de la condesa Charles de Pomairols, son algo exquisito. A ciertos académicos se les permite asistir. Pero la reina de estos torneos elegantes es la señora duquesa de Rohan. Su fama de poetisa es enorme entre sus relaciones, y me arriesgo a traducirlos, al pie de la letra, el comienzo de uno de sus mejores poemas:

Visión de ensueño


 
Madre, bendice a tu hijo; va a hacer la guerra,
a defender su patria, y la viña y el trigo,
los palacios, los hogares donde el grillo se soterra;
pero al dejaros a todos su corazón está abrumado.

Hasta la vista, hijo mío, el buen Dios te proteja,
que vele sobre tus días y te traiga al puerto;
del peso de mis tormentos quisiera que me alivie
y haga de tu corazón el de un hombre fuerte.


En francés resulta todavía más hermoso. La duquesa de Rohan no desdeña alentar a los principiantes.

¡Nobles desahogos de almas aparte, protegidos contra la crítica grosera por una discreta y perfumada penumbra! Todo iba bien, cuando de pronto, gracias a una distracción de la señora de roha, su nombre rodó de boca en boca, algunas no muy limpias, y París entero soltó una inmensa carcajada.

La duquesa, en efecto, mandaba invitar, para sus tés poéticos, a Verlaine, muerto desde hace doce o quince años. He aquí el sobre de la invitación: A M. Paul Verlaine, aux bons soins de M. N. Fasquelle, éditeurs, Paris. ¿Cómo se supo? Todo se sabe... La pobre duquesa de Rohan concedió audiencias a los reporteros, y explicó que la culpa era de un secretario, no, de un simple ayuda de cámara, encargado, por su linda escritura, de poner las direcciones de los invitados, el cual, viendo un volumen de poesías de Verlaine, envió un convite extra por cuenta suya y por intermedio del editor... ¡Ah! Es necesario ser excesivamente estúpido, aun entre los ayudas de cámara, para ignorar la muerte de un Verlaine.

Lo malo es que París no pareció convencido de la historia, y lo peor es que la duquesa tampoco, puesto que habló nuevamente del asunto a un reportero del Paris-Journal, diciendo: «He invitado a M. Paul Verlaine, es cierto, pero se entiende, claro está que me refería al señor Verlaine hijo, que suele unir a su nombre de pila el de su ilustre padre... ¿Como llegó la invitación a manos del editor Fasuelle?... Es un misterio... El cuento no ha hecho reír más que a los que no me conocen».

Sin embargo, 1) El hijo de Verlaine, mayoral de tranvía, jamás se ha llamado sino Georges Verlaine; 2) El Mercure de France ha recibido dos invitaciones de escritura idéntica a la de la invitación de que la duquesa se declara responsable, y dirigida a los poetas Guérin y Samain, tan difuntos, ¡ay!, como Verlaine...

Sólo se ríen de la duquesa los que no la conocen. Pero es demasiada gente. Por lo demás, la avería de los tés poéticos carece de importancia.

En ellos lo que importa es el té, y los verdaderos poetas ni han muerto, ni han vivido nunca para la duquesa de Rohan y compañía.



Publicado en "La Razón", Montevideo, 4 de junio de 1910.