Capítulo XVI



Se ha confirmado en todas su partes la noticia del diario madrileño. Desechado el recurso de casación, los reos de la Erbeda van a ser puestos en capilla.

Hoy, lo mismo que hace cinco meses, hierve Marineda, y en casas, en casinos, en cafés, en las fuentes y tabernas -que son los casinos y cafés de la plebe- no se habla sino de una mujer y un hombre... Mas, ¡cómo ha variado el acento con que los nombres de la pareja se pronuncian! ¡Cuán diversas las palabras que los califican! ¡Qué vuelta tan rápida ha dado la veleta de la voluntad! ¡Qué inconciliables los impulsos de antes y los de ahora!

La fermentación más activa es en las redacciones de los diarios. Van y vienen telegramas, abusando de la consabida fórmula de «evitar un día de luto a una población cultísima». El primer telegrama lo ha lanzado la prensa liberal, tomando por abogado intercesor al famoso Santo cántabro, al gran jurista y antes omnipotente político, paño de lágrimas de toda la gente de su provincia que anda por el mundo a caza de gangas y colocaciones. Y el Santo ha respondido ya, en tono cordial y afectuoso, lamentando no pesar hoy lo que bajo el mando de Sagasta, e indicando que, de todas suertes, dispuesto se encuentra a hacer lo posible y lo imposible para contentar a sus conterráneos. Y los marinedinos, al saber la respuesta, refunfuñan quejosos, murmurando que si se tratase de Compostela... ya lo arreglaría todo muy bien el Santiño querido. Por su parte, la prensa conservadora y afín acude a don Ángel Reyes, prohombre del partido, y contrincante del Santo. «A ver si, por competencia...». Pero el telegrama de Reyes, franco y decisivo como su carácter, viene a verter un jarro de agua fría sobre las esperanzas de la prensa. «Gestionaré, pero desconfío enteramente éxito». Tal es la respuesta lacónica del hombre para quien ya se está mullendo la poltrona del Ministerio de Gracia y Justicia...

No por eso se desalientan los indultistas; sólo que su imaginación, abandonando los caminos de la probabilidad racional, busca sendas nuevas, novelescas y raras. Se interesa al Cardenal Arzobispo de Compostela, a fin de que este dirija un telegrama al Vicario de Cristo, y Su Santidad, en muy patéticas frases, transmita a la Regente la súplica. Funciona el alambre, enviando elocuente excitación al marqués de Torres-Cores, poeta célebre, nacido en Marineda y residente en la corte de España, a fin de que haga milagros con la lira y con la voz, suplicando por todas partes misericordia para los infelices reos. Y, sin duda, para animar con el ejemplo a Torres-Cores, el vate local y oportunista Ciriaco de la Luna se siente inspirado, y da a luz nada menos que tres extensas composiciones en tres periódicos distintos, una «Oda a la Clemencia», una «Descripción de los últimos instantes de un reo de muerte», con lema de Víctor Hugo, y una «Deprecación a la reina y a la madre», con lema de Antonio Arnao. Roto el hielo, menudean páginas lacrimosas en los diarios marinedinos; pero flota ya en la atmósfera la convicción de que para los de la Erbeda no se ablandará ningún corazón magnánimo; de que subirán al palo a su hora, y esa hora está más próxima de lo que las autoridades confiesan: es ya inminente. «Se ha indultado demasiado en estos dos años -dice en confianza Nozales el fiscal-. Conviene en indultos, como en todo, cierto tira y afloja, y ahora corresponde el tira».

Salía el Doctor Moragas, en las primeras horas de la tarde, de visitar a un enfermo de ictericia, el magistrado don Celso Palmares -aquel que se había propuesto terminar su carrera sin firmar una sentencia de muerte, y sin embargo firmara la de la Erbeda-. Moragas saltó a su berlina, que le estaba esperando, y dio orden al cochero de dirigirse a la oficina telegráfica. Apeose a la puerta y despidió su coche allí, subiendo aprisa las escaleras y metiéndose por los pasillos tenebrosos, sucios y alfombrados de colillas. Moragas llevaba encargo de Palmares de llamar por telégrafo al hermano del magistrado, residente en Córdoba, pues Palmares se sentía enfermo de verdad, y ansiaba tener a su cabecera alguna persona querida. Y a Moragas le corría prisa desempeñar la comisión, para atender luego a quehaceres muy urgentes, de suma importancia, en el barrio de Belona...

Interceptaba la taquilla la espalda de un hombre, que accionaba entregando al telegrafista la minuta de un parte «urgente, muy urgente». Leyó el telegrafista en alta voz, y Moragas pudo oír: «Subsecretario Gracia Justicia... En nombre caridad ruégole interese Ministro Reina indulto reos Erbeda evitar día nefasto capital dignísima». Dudaba el empleado, al deletrear la firma. «¿Es Arturo Cándamo?». «No, Cáñamo, Cáñamo», repitió el que expedía, con visos de desagrado e impaciencia al ver que no estaban familiarizados allí con su apellido; y como se volviese, pudo cerciorarse Moragas de que el caritativo suplicante del indulto era ni más ni menos que Siete patíbulos...

-¿Usted pedirá lo mismo? -exclamó este confianzudamente, saludando al Doctor-. Ese telegrama que trae usted en la mano será para algún pájaro de cuenta de Madrid.

-Nada de eso... -declaró Moragas-. Yo no pido indultos, ni cabezas tampoco. Y usted, ¿qué milagro?, ¡usted el defensor de la última pena...!

-Y eso, ¿qué tiene que ver? -respondió Cáñamo con asombro-. Yo exijo justicia, y al mismo tiempo reconozco los fueros de la piedad. ¿No he de admirar al Monarca, ejerciendo la prerrogativa más hermosa y más sublime? Pero ustedes los positivistas y materialistas son duros de corazón, carecen de entrañas, y quieren despojar al jefe del Estado de la preciosa facultad de inclinar, con una palabra de conmiseración, la balanza de la ley... ¡Ah! ¿Ni aun siendo el jefe del Estado una mujer se conmoverán ustedes al verla suspender con un gesto la caída de la terrible cuchilla? Ahí tiene usted los frutos de la ciencia sin alma... ¿Qué dos pesetas? -añadió, mudando de tono y dirigiéndose al telegrafista-. A ver..., ¿son más de quince palabras? Sí, sí; ya; corriente... Voy por los sellos...

Transmitió Moragas el parte entretanto, y una sonrisa retozó en sus labios, mientras evocaba su memoria, clara y distinta, la imagen de Lucio Febrero, el cual a tales horas subiría cerros y cruzaría arroyos en pos de algún bando de perdices, allá por las breñas del fragoso distrito de Mourante, y olvidaría, paladeando el divino beleño que nos dan a beber la naturaleza y la soledad, que hay en el mundo reos, verdugos, prensa que pida indultos y Ministros que los aconsejen o desaconsejen...

«Donde la ciencia acaba, empieza el sentimiento, y en los dominios del sentimiento, es real lo absurdo», pensaba el Doctor cuando envuelto en su capa ascendía a pie la agria cuesta irregular que, en espera de una majestuosa rampa futura, es por hoy único acceso al barrio de Belona. Y una esperanza loca y sin límites, un orgullo delicioso en que flotaba su espíritu como al caer en el éter azul, le incitaron a volverse y mirar, desde la altura, a Marineda tendida a sus pies. Nunca tanto como en aquel instante decisivo y supremo resaltara a sus ojos la semejanza de la linda ciudad con un cuerpo de mujer, bien ceñida por torneado corsé la delgada cintura, y sueltos a partir de ella los pliegues de la faldamenta amplia y rumorosa. Dos conchas llenas de esmeraldas parecían los dos mares, el de la Bahía y el del Varadero, que comprimían a derecha e izquierda el esbelto talle de la cuidad; y el nevado caserío, con sus fachadas de miles de cristales, heridas por el Poniente, fingía sobre aquel talle primoroso el culebreo de un bordado de lentejuelas destellando a la luz de una tea roja... «Yo te evitaré el espectáculo, Marineda -murmuró el Doctor galantemente, como si prometiese algo a una dama-. El día del crimen querías la muerte de los culpables, y hoy quieres su vida. Voy a dártela. Y corrió, lo mismo que si tuviese veinte años...

Ante una barraca o garita pintada de almazarrón, de las que se acurrucan a la sombra del Cuartel, y que desde cierta distancia parecen sarta de corales, adorno del siniestro Campillo de la Horca, un corro de gente plebeya rodeaba un cuerpo humano sin duda: un cuerpo humano, lo único sobre que se inclina tan muda y piadosa la curiosidad popular. Alguien reconoció a Moragas, aunque iba embozado y a paso tan furtivo y cauteloso; y las voces de «¡Venga, venga aquí, don Pelayo!» detuvieron, mal de su grado, al médico, que pretendía escurrirse. Llegose, y rompiendo por entre la multitud, vio en el suelo a una muchacha pobremente vestida, fea, desmedrada, raquítica, de rostro azulado mejor que pálido: la sostenían dos caritativas mujeres, y ella, con los ojos cerrados y sumidos, entreabierta la boca, hundida la nariz, respiraba congojosamente, o más bien arqueaba; Moragas reconoció desde el primer instante el estertor preagónico. «¡Una desgracia como otra cualquiera, señor de Moragas!», murmuró oficiosamente un agente de la ronda, que andaba por allí, acercándose a don Pelayo. «Es Orosia, la hija del borrachón de Anteojos, un zapatero de viejo que trabaja en esa barraca que usted ve; mejor dicho, quien trabajaba era la chica; el padre no hace más que andar empalmando curdas... La hija tuvo ayer por la mañana un vómito de sangre, y (aquí guiñó un ojo el agente) debió de ser de algún golpe mal dado que el bruto del padre le pegaría en el estómago con la forma, porque lo tenía de costumbre... Y dice que esta madrugada la oyeron quejarse mucho las vecinas, porque el padre la hizo venir por fuerza al trabajo, y la infeliz no podía con su alma... Ahora la encontramos así... ¿Qué hacemos?».

-Una silla o un colchón para llevarla a su casa -respondió don Pelayo.

-¡A su casa! -objetó una vecina sollozando-. ¡Ay señor! A la mía vendrá... La suya está cerrada; la madre, que es cigarrera, se lleva la llave en el bolsillo, porque tiene miedo de que el maldito borracho le pegue fuego a todo... Pero traigan mi colchón, que no tenemos más que uno... y allí la pondremos... Tú, Cándido, ve a avisar al cura de la parroquia... ¡y Dios quiera que alcance!

-No alcanzará -respondió Moragas, que pulsaba a la moribunda-. De todos modos, que vaya... Y a ver si la pudiésemos, trasladar... ¡Ese colchón!

Ya lo traían, y Orosia fue tendida en él sin haber recobrado la conciencia de sí misma, en aquel deliquio de muerte que era preludio de resurrección a vida menos horrible y amarga. Su ropa, desabrochada por los conatos de socorro de las buenas mujeres, y rota a trechos, dejaba ver algunos fragmentos de mortificada desnudez, y sobre las pobres carnecitas flacas, amoratadas equimosis y huellas, frescas aún, de crueldades brutales. Las comadres se limpiaban los ojos con el pico del pañuelo de algodón; algunos hombres juraron y profirieron sordas amenazas. El colchón fue levantado en vilo por las cuatro puntas, y la comitiva se puso en marcha, dirigiéndose hacia el domicilio de la compasiva dueña. Mas al llegar allí se vio que don Pelayo acertara de medio a medio. Orosia no necesitaba ya de humano socorro, y en cuanto al espiritual, si Dios no la hubiese perdonado... Dios no sería lo que es Él, en grado eminente y sumo.



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