Capítulo XV



Era de las últimas del verano aquella tarde, y mejor podríamos decir de las primeras del otoño, si bien ha de advertirse que en Cantabria la otoñada vence en paz, en hermosura, en esplendor, al estío. El campo, segado ya presentaba la nota melancólica del rastrojo sobre la tierra algo resquebrajada por la sequía; pero en cambio el follaje de ciertas plantas ociosas, que pueden permitirse el lujo de no morir hasta el invierno, brotaba más lozano y tupido que nunca, y las tapias de las quintas que caen al camino real se ufanaban con una soberbia diadema de rosas, viña virgen, clemátide y bignonia.

También el minúsculo jardín del doctor Moragas lucía sus mejores preseas. Había un magnolio que, de puro joven, no echara flor en todo el año; pero las últimas ráfagas de calor estimularan sin duda sus vírgenes yemas, y un ánfora blanca como la nieve, cerrada aún, pero que ya comenzaba a delatarse indiscreta por su fragancia sutil, alboreaba entre las charoladas hojas. Nené, que avizoraba la flor nueva desde días atrás, se deslizó despacito, con paso vacilante, hacia el cenador donde su padre leía un periódico -tan embelesado, por más señas, que ni sintió acercarse a la criatura, ni atendió a los reiterados llamamientos de su vocecita fina como el oro-. Los renglones que absorbían a Moragas eran de un suelto concebido en estos términos, plus minusve: «El Tribunal Supremo ha desechado el recurso de casación interpuesto contra la sentencia condenatoria de los reos del famoso crimen de la Erbeda, del cual tienen extensa noticia nuestros lectores. Se cree que la prensa y sociedades de Marineda gestionarán vivamente el indulto, para evitar un día de luto y duelo a la culta capital de Cantabria».

-¡Papáaa! -chilló la voz de la niña algo encaprichada y rabiosa ya-. ¡Papáaa! ¿Tá sodo?

-No, preciosa... No estoy sordo -respondió el padre, riéndose mal de su grado-. A ver, ¿qué ocurre? ¿No me dejarás leer?

-For del buebo abió... Ámela. Queo for. ¡For, for!

-¡Amén! Las vas a coger tú misma de la rama...

El Doctor aupó a la chiquilla, y esta agarró la preciosa magnolia semicerrada aún, destrozándola, porque no podían cortarla sus deditos... Por fin, entre hija y padre separaron del árbol la codiciada prenda, y Nené, apenas hubo conseguido apoderarse de ella, salió corriendo cuanto se lo permitían los vestigios de aquella debilidad orgánica mal curada aún, en dirección de la casita. Nené tenía sus planes respecto al aprovechamiento de la primera magnolia del jardín.

Apenas el Doctor se vio libre del tirano, recobró su periódico con diestra febril, y releyó el suelto, cual si no lo hubiese entendido, a pesar de ser tan trivial y claro. Apretose la barba y arrugó el ceño como quien medita sobre muy arduos problemas; luego se levantó y fue lleno de agitación a pasear por la única y angosta calle de árboles del huertecillo. El sol jugaba sobre la hierba de los recuadros, dorándola y prestando a todo un tinte pacífico y alegre. Moragas hablaba solo, lanzando frecuentes exclamaciones, gesticulando, porque para él la reflexión era acción, movimiento y marejada interna imposible de reprimir. «Ahí tienes, Moraguitas, el conflicto que se te viene encima... Anda, hijo, ahora es cuando tienes que apretar las clavijas tú... ¡Valiente derrota la que se te prepara! Ni Waterloo... Has ofrecido interponerte entre aquella mujer y el garrote... Pero fue como si ofrecieses la luna, ¡infeliz!... La agarrotarán... y tendrás paciencia. No son ahora los tiempos poéticos del Caballero de Maison Rouge, que por medios inverosímiles y romancescos sacaba a las cautivas de las mazmorras...». Mientras pensaba así, en los repliegues secretos de la intención y de la voluntad alentaba otra cosa, una singular esperanza, que tenía el ímpetu y la energía del presentimiento, o mejor dicho, del cálculo de probabilidades fundado en datos íntimos, cuyo valor sólo él podía estimar. Sin saber lo que hacía, se recostó en el cenador de viña virgen, y fue arrancando hojas de púrpura, secas, que crujían entre sus dedos...

Por ser tan chico el huerto de Moragas, oíase desde el jardín el ruido del tránsito por la carretera, y Moragas, en medio de su distracción, entreoía a ratos el susurro de cierto diálogo infantil. ¿Con quién hablaba Nené? ¿Con algún pordioserillo de los que se agazapan en la cuneta a esperar el paso de los carruajes? No, porque si así fuese, ya habría venido a reclamar de su padre una mota para socorrer la necesidad... Y la cháchara seguía, se animaba, salpicada de risas y exclamaciones gozosas... ¿Con quién?... Moragas acabó por salir de su absorción, movido por resortes de curiosidad. Subió la escalera del jardín, cruzó el comedor, y salió a la puerta de la salita... Se quedó medio petrificado, como si hubiese visto la famosa jeta clásica de la Gorgona..., aunque a la verdad no veía sino la cabeza ensortijada, graciosa, resuelta, de Telmo Rojo, tan próxima a la cabecita blonda de Nené, que casi se tocaban.

Los dos niños estaban jugando a un juego que consistía en construir con las piedras o guijos que en montón habían acumulado los camineros para recebar el firme, nada menos que una fortificación en toda regla. Nené no tenía idea de qué es fortificación, y había principiado por confundirla con otro edificio público, exclamado: «¡Casa papá selo!» (es decir, en su idioma, iglesia); pero Telmo, constante en sus malhadadas aficiones bélicas, se tomara el trabajo de explicar detenidamente a la chiquilla las diferencias capitales que existen entre una iglesia y una fortificación, y el uso especial a que esta se destina. «Mira, aquí no hay curas, ni santos, ni Virgen de los Dolores... Esta casa está llena de soldados... que van con fusiles, ¿no sabes?; pon, pon, pon...; y luego tocan la corneta...: tararí, tararí. Y luego el oficial que los manda...: media vuelta a la derecha... ¡arrr! Después vienen los cañones..., que se colocan aquí..., y son pa espatarrar al enemigo...; ¡booum!, ¡booum! A cada disparo, mueren un ciento..., o mil..., o muchísimos más. ¡Si vieses qué bonito! Y viene el Capitán General, galopando..., patatrás..., y el Estado Mayor..., patratrís, patatrís...; y el fuerte está en medio del mar..., ¿no sabes?, como San Roque... y el barco que entra en bahía lo saluda...».

Nené, a cada palabra de Telmo, soltaba la carcajada y batía palmas, loca de júbilo. Es indudable que no comprendía toda la profundidad de la enseñanza de su novísimo amigo, pero sí la sonoridad, el brío y gala de aquello del ¡patatrís! y el ¡booum! Con los aterciopelados ojos fijos en el rostro del muchacho; con la cándida boca entreabierta; con las manos trémulas de gozo y los pies danzando, Nené seguía el curso de arquitectura militar, y tomaba a puñados, como podía, el guijo, queriendo contribuir a la pronta terminación del fuerte.

Recobrado ya el Doctor de su impresión primera, dio dos pasos, resuelto a agarrar de un brazo al chico y estrellarle contra el montón de piedras... ¡Porque atrevimiento y descaro necesitaba el hijo de Juan Rojo para fraternizar con la niña de Moragas, angelito cándido, conservado entre algodones, capullo que un día había de ser la rosa blanca del jardín social, el misterioso sagrario que se llama una señorita casadera! ¡Nené jugando con el hijo de Rojo, con aquella hez de la sociedad, marcada en la frente, lo mismo que por candente hierro, con afrentosas cicatrices de pedradas! ¡Nené y Telmo juntos!... ¡La niña, alegre como hacía tiempo que no estaba; animada, encendidas las mejillas; los bracitos abiertos para abrazar, el rostro tendido al beso único niño que no puede ser besado!

Sentía Moragas nuevamente la cólera de los primeros momentos, la que le moviera a arrojar por la ventana los dos duros, la que le aconsejara retirarse de la barraca de Rojo sin curar las heridas de Telmo, y la que entonces le impulsaba a deshacer al muchacho, despertando en su alma instintos de destrucción tan salvajes, que acaso su misma fuerza los consumió instantáneamente, como a la astilla la llama impetuosa que brota de su seno... Durante cinco segundos, el Doctor fue capaz, en la intención, de un crimen... y aquel vértigo, en su misma horrible fiebre de ira y de sangre, traía aparejada la reacción, correspondiente a la acción por lo enérgica y súbita... «¿Eres tú el que quieres redimir, hacer milagros, salvar a un ser humano del patíbulo y a otro del envilecimiento? ¿No te has comprometido a que este niño tenga carrera y porvenir, y sea acogido por la sociedad sin que le echen en cara su origen? ¡Pues buen principio vas a dar a tu obra de misericordia si se te ocurre deshacerle a puntapiés, aplastarle contra los guijarros como a un bicho venenoso! Pretendes rehabilitar al muchacho... Empieza por no cerrarle tu casa y no negarle el beso de paz de tu hija».

Mientras pensaba, o más bien, sentía así, imponiéndosele el sentimiento vestido de repentina luz y hermosura, acercábase Moragas a la puerta y Telmo le veía. Los guijos se le cayeron de las manos; la diestra buscó en la cabeza la boina, y la arrancó con respetuoso apresuramiento; el muchacho se cuadró..., y el médico, serio, resuelto, como si penetrase en una sala de hospital rellena de apestados, tendió la mano, la colocó sobre la rizada vedija del chico, y murmuró:

-Me alegro de verte, Telmo... Entra, entra, que te daremos de merendar.

Pagó al contado la buena acción del Doctor, el ver pintada en el semblante de su protegido una impresión vivísima de felicidad y gratitud, que lo transformaba. Pudo entonces advertir Moragas el carácter fisionómico de Telmo, aquella especie de vanidoso candor, de engreimiento cómico dentro de su edad, pero casi trágico en fuerza del contraste que ofrecía con la habitual situación del chico rechazado y humillado. Los que aceptan la humillación sin protesta, adquieren, o una expresión de resignación sublime -son los menos- o de bajeza siniestra y vengativa -y es lo más común esto último-. Telmo distaba de ambos extremos; mostrábase víctima de una injusticia, y ni la comprendía ni la quería sufrir. Él conocía intuitivamente el valor de su alma; reconocíase capaz de grandes proezas... y le admiraba cada día más que, en vez de tratarle como a un perro, no le hubiesen puesto ya al frente de la guarnición de Marineda, o no le reservasen el mando de uno de aquellos buques tan hermosos de la escuadra, la Villa de Madrid o el acorazado que se construía en el astillero...

Dejando a Nené y a los guijarros, subió las dos escaleritas, penetró en la sala, y acercándose al médico, dijo con desembarazo, aunque no sin sobresalto interior:

-Me mandó mi padre que viniese aquí. Dice que usted ofreció que yo entraría en una Escuela, y que luego me buscaría colocación, y que me darán trabajo donde quiera, y que aprenderé un buen oficio. Pero yo...

-¿No quieres trabajar? -preguntó Moragas, que ya sonreía, tendido en una mecedora y examinando mejor al chico.

-Sí, señor; pero...

-¿Pero qué? Vamos a ver, di...

-De ser algo -exclamó Telmo resueltamente-, quiero ser militar.

-Ya caerás soldado.

-No, militar toda la vida... Oficial, vamos.

-¡Pues es una friolera! ¿Y para qué quieres tú ser oficial, arrapiezo? -preguntó el Doctor entre bondadoso y grave.

-Para tener soldados, y ganar muchas batallas, y llevar espada y... ensartar por los hígados a quien me insulte.

Moragas calló, reflexionando, y en vez de sublevarse contra semejantes propósitos, los encontró simpáticos y bien puestos. En aquel ser que aspiraba con todas las energías de su alma a la rehabilitación, caía a maravilla la aspiración militar, y podía considerarse vocación verdadera. Aún no sabía Moragas si era posible, y ya le pareció ver al muchacho con sus estrellas, sus galones, su teresiana y su espada al cinto.

-Irás a la Escuela y al Instituto -afirmó con calor-. ¡Y luego... Dios dirá! Atiende bien... Vas a llevarle este recado a tu padre... Te tomo en mi casa, conmigo.

-¿Con usted... aquí?

La impresión fue tan profunda, tan trastornadora, que bajo el bronceado de la piel curtida por el aire, se vio esparcirse un tinte de palidez. Telmo no sabía lo que le pasaba. Era un júbilo egoísta, invencible, soberano, que tenía visos de dolor. En el alma del niño, la proposición de Moragas tomaba forma, no sólo de libertad, de redención de la afrenta, sino de mágica traslación, desde el rancho sucio y lúgubre, al oasis de un jardín poblado de flores de magnolia, semejantes a la que Nené traía en la mano, donde jugarían siempre, siempre, a levantar fortificaciones... ¡Qué dicha inesperada, embriagadora! Perder de vista el barrio del Faro, apartarse del cementerio, dejar la casucha, y... esto no lo definía Telmo... que a definirlo, lo hubiese rechazado su buen corazón...; pero allá dentro era verdad...; ¡no vivir más con su padre, no respirar el hálito maldecido que asfixiaba!...

-¿No te quieres tú venir aquí? -preguntó Moragas, advirtiendo también una satisfacción interior originada por motivos muy diferentes de los que causaban la de Telmo.

-Yo... querer... -tartamudeó el chico-. Yo... ¿Me quedo ya esta noche?...

-¿Esta noche?... ¡Vamos, que no tienes tú prisa! -contestó el Doctor, risueño-. Esta noche no podrá ser, mico; porque necesitamos permiso de tu padre. Todo se andará. Mira, estoy pensando que es mejor que no le adelantes nada... No te asustes: se lo diré yo mismo... Llévale el recado siguiente: que no pase cuidado por ti... y que un día de estos, como tendré que visitar en aquel barrio, allá iré... y que me espere... Oye tú, Nené. Tira esas piedras y esa tierra, grandísima calamidad, que me pones perdido... Así, limpita la Nené... ¿Quieres tú que este niño meriende con nosotros ahora?

Sonrió la criatura de un modo angelical; alargó la enlodada mano como para agarrar a Telmo, y con la cabeza más aún que con la vocecilla de oro, dijo tres veces:

-Quero, quero, quero.

Y luego, en tono reflexivo, como de quien da solución a un grave problema, añadió esto que repetiremos, con su traducción al pie:

-No le amos uce... (No le damos dulce... porque ese es para mí todo, y más que hubiera.) No le amos roco (tampoco se me antoja que él venga a comerse mi rosco). Le amos buebo fito (le damos un huevo frito). Ete. (Este; la consabida flor de magnolio, en el estado que supondrá el lector.)



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