Capítulo X



Despedido de Febrero, Moragas subió a su casa cinco minutos, volviendo a bajar transformado: sin levita, sin guantes, embozado en la capa, un tanto ladeado el honguillo. Diríase que acudía a alguna clandestina cita, o a algún conventículo de conspiradores. Todo menos aturdir entonces los barrios con el estrépito de su berlina. Iba con ese andar cauteloso y furtivo que se llama paso de lobo, y pronto salvó el Páramo de Solares y se metió, campo de Belona arriba, por la calle del Peñascal, que había de conducirle a la del Faro.

Ya allí, seguro de que nadie le seguía ni le observaba, tendió la vista en derredor, y registró el lugar, asaz significativo y melancólico. Los sitios que un hombre habita y las mansiones que elige, dicen siempre al observador algo de su espíritu y de su alma. No en balde eligiera Rojo por residencia aquel rancho, precisamente la última casa del pueblo, más allá de la cual... sólo se alzaban las tapias blancas y frías del Camposanto. Aquel hombre tenía que ser vecino de la muerte, y vivir así, en el rancho sombrío con puertas y ventanas bermejas, parecido a sucio paño sobre el cual se extendiesen grandes placas de sangre. No en vano tampoco los cinco ranchos que enlazaban el de Rojo con las demás casas de la población se encontraban siempre deshabitados; sin duda nadie había querido ocupar aquellas barracas siniestras, contaminadas por la inmediata vecindad del hombre ignominia. No en vano tampoco, la campiña de los arrabales, que hasta allí ostentara notas simpáticas, de índole labriega -un pajar o meda de paja de maíz, un carro desuncido, algún arbolillo en que las yemas comenzaban a desabrochar, algún patatal próximo a dar flor-, se revestía, en torno del infame rancho, de tan hosca aridez, rompiendo en breñas negras y calvas o desarrollándose en terrenos baldíos y arenosos. Y por último, no en vano servía de fondo al rancho y al cementerio, el mar; pero no aquel mar de bahía suave, arrullador, rumoroso, que en la punta del Espolón había coreado con armonioso acento un diálogo de pensadores, sino el amplio, libre, y estruendoso Cantábrico, que con tumbo ya ronco, ya sonoro, ya quejumbroso y lúgubre, ya airado y furibundo, azota la escollera, muerde retorciéndose el playal, escala los cantiles que guarnecen el pequeño promontorio del Faro, y los corona de nevado diluvio de espuma bravía, tan pronto batida como deshecha.

-El sitio lo expresa todo -pensaba Moragas. Este hombre, oprobio de la sociedad, no podía vivir sino aquí, en una especie de cubil de fiera. Mas en buena ley y justicia, si así vive este hombre, Cáñamo y los que piensan como él debían agruparse en un barrio especial: el barrio donde radicasen la Audiencia, la Cárcel, el Penal, el campo de la Horca y la misma casa de Rojo. Ellos, los que han creado a este indefinible ser, no cumplían con menos que levantarle el entredicho y hacer respetar en él lo que entienden por justicia... Sí, pues váyanles con eso... Capaces serían, por no acercarse a él, de dejar pudrirse al muchacho, víctima del estado social de su padre.

Calculando así, y olvidando que la víspera tampoco él quería asistir al chico (lo cual demuestra que Moragas había andado mucho camino en veinticuatro horas), determinose a efectuar lo que llamaba allá en sus adentros bajada a los infiernos, y volviéndose y girando las pupilas, observó si alguien podía verle entrar en el rancho. Cerciorado de que no había por allí fisgones, apoyó la mano en el pestillo... y este movimiento hizo renacer la aversión y repugnancia de la víspera, algo que podía llamarse un espanto frío, de esos que no van acompañados de ningún tenor positivo y real. Venció esta impresión; venció también la que le produjo ver en el zaguán, arrimada a la pared, una escalera, que le recordaba la que en otros tiempos llevaban en el sombrero los verdugos, como símbolo de la horca; y lo mismo que en cierta ocasión se había arrojado a un charco fétido para sacar a un niño que se ahogaba, arrojose al interior de la sórdida vivienda.

La Marinera no andaba por allí: sólo el padre velaba a la cabecera de Telmo. No cruzaron palabra en los primeros instantes el Doctor y Rojo. Este se puso en pie, y aquel aplicó la mano a cabeza entrajada, y luego el termómetro a la axila del paciente. Cuando lo sacó, sacudió y consultó a la luz, vio que había cuarenta grados de devoradora calentura.

-¿Ha comido?

-Ni chispa, señor. Naranjadas.

-¿Le ha dado usted antipirina?

-Sí, señor. Todo lo que usted mandó. Por la mañana estuvo despejadito, aunque se quejaba mucho. Se ha recargado a la tarde.

-Pues mañana o esta noche, cuando se despeje, caldo de sustancia. Tal vez la fiebre esté sostenida por la debilidad.

-Debe de ser eso, porque delira; es decir, ahora está amodorrado, y de repente se pone a charlar y dice cosas... tremendas.

-¿Cosas tremendas? -preguntó Moragas dejando la capa en una silla, porque se disponía a reconocer debidamente las lesiones del niño-. ¿Y qué cosas tremendas son esas que dice su hijo de usted?

-Siempre está con que es valiente y con que puede con todos... y que le tiren más piedras, que por eso no se rinde... Todo se le vuelve «me mataréis, me mataréis, pero no diréis que quedé vencido... Soy el general Haches y el general Erres... No tengo ejército, pero basto yo; yo defiendo el castillo... Vengan piedras...». Sospecho, señor don Pelayo, que a esta criatura le han jugado una partida atroz los chiquillos del Instituto: puede decirse que lo han reventado a pedradas.

-Si es así, efectivamente es tremendo... aunque natural y explicable.

No contestó Rojo: gruñó sordamente, y volvió a instalarse, de pie, a la cabecera del herido. Moragas, entretanto, alzaba suavemente el apósito para reconocer el estado de las lesiones en la cabeza, y, levantando la sábana, se informaba del dislocado pie. Descoso, más que de reconocer y estudiar aquellas lastimaduras físicas, de echar la sonda en otros dolores, se volvió a Rojo:

-Supongo que usted se fijará bien en lo que hay que hacerle al niño, y seguirá todas mis instrucciones... Porque usted debe de querer mucho a esta criatura.

Rojo se encogió de hombros.

-No tiene uno otra cosa -respondió opacamente.

Cumplido el deber profesional, minuciosamente examinado el enfermo, dadas las instrucciones de palabra y por escrito, Moragas podía retirarse, pero consta de seguro que en vez de hacerlo, tomó una silla y se colocó en ella como quien no tiene urgencia. La víspera por la mañana desmentiría él con tedio y enojo al que le pronosticase que había de tomar asiento en semejante mansión. Haciéndose el distraído y acariciándose maquinalmente las patillas, clavó en Rojo sus pupilas grises, llenas de luz, preguntó como al descuido:

-¿No tuvo usted más hijos nunca?

-Sí, señor... otro murió de pequeñito... de sarampión... Era una chiquilla.

-¡Feliz ella! -comentó Moragas en tono expresivo-. Crea usted -prosiguió con la misma solemnidad-, que si me llama usted a asistir a esa criatura, y veo que su vida pende de una dosis de cualquier medicamento o de una sajadura de bisturí... yo, que por salvar a un niño soy capaz de echarme en un horno ardiendo..., creo que me meto las manos en los bolsillos, y dejo morir sin escrúpulo a su hija de usted.

Rojo ni protestó, ni mostró que le sublevasen tan duras palabras. Su mirada, esquiva y errante recorría las junturas del piso, y sus labios, color de violeta, se agitaban como si quisiesen dar salida a cláusulas mal formadas y a truncados razonamientos. Al cabo balbuceó:

-Tiene usted... tiene usted muchísima razón. El mayor favor que usted le podía hacer al... al angelito, era... dejarla morir. Ella sí que está bien. ¡Dichosa de ella!

Al oír Moragas estas expresiones, alegrósele el espíritu, pareciéndole que tomaba buen sesgo el interrogatorio que proyectaba.

-Según eso -preguntó-, usted comprende perfectamente cuál es su posición, y cuál la de sus hijos, originada por la de usted.

-¿No lo he de comprender?

-Pero... -insistió el Doctor-, ¿lo comprende usted por completo? ¿Se da usted cuenta clara y exacta del destino que le está reservado a ese pobre rapaz que delira en esa cama? ¿Puede usted formarse idea de su presente y de su porvenir, de los odios y las humillaciones que le deja usted por infamante herencia, de lo que es hoy y de lo que será mañana? ¿Se hace usted cargo de que este niño, si fuese capaz de calcular, como calculamos los viejos, debiera, en vez de pedir a Dios que le conserve su padre, pedir que se lo quite?

Ninguna respuesta dio al pronto Rojo a estas resueltas palabras, con que el Doctor entraba en materia, cortando intrépidamente por lo sano. Sólo su azoramiento pudo descubrir que el Doctor había puesto el dedo en lo más enconado de la llaga. Al fin rompió en interrumpidas frases.

-Demasiado se hace uno cargo de todo... No es uno ninguna persona que ni vea ni entienda... Y mejor es que uno ni hable ni se acuerde de eso, porque cuando no tienen remedio las cosas...

-¡Al contrario! -interrumpió Moragas con energía-. ¡Hay que acordarse de eso...; hay que hablar de eso, y mucho! Puesto que se ha encontrado usted con Moragas, no ha de poder decirse que el encuentro fue inútil y vano. Usted ha venido a consultar conmigo una enfermedad del cuerpo..., y aunque tiene usted enfermedad, y muy seria, lo de menos en usted es ese padecimiento... De lo que usted está enfermo es de la conciencia, y ha contagiado usted a ese inocente, que por culpa de usted se halla fuera de la ley y camino del presidio. ¿No le hace a usted reflexionar el hecho que usted mismo me refiere, de que para apedrear a su hijo de usted se hayan asociado todos los alumnos del Instituto? ¿No ve ahí claro el porvenir de este chiquillo? Para apedreado le destina usted, y apedreado será toda su vida. ¿Por qué no lo estrangula usted..., usted que tiene por oficio estrangular?

Con tal vehemencia pronunció Moragas estas palabras, arrastrado por el impulso, que Rojo se puso, más que pálido, lívido, sintiendo como latigazos de alambre en el alma; y no sin alguna aspereza, contestó:

-A otra cosa me podrá ganar cualquiera, pero no a querer a mi hijo, y por mí sería rey de España. Si no lo es, no tengo yo la culpa. Una cosa es hablar y otra pasar por los casos de la vida de un hombre. Con mis manos no he de matar al hijo; ahora, si Dios se lo lleva, él saldrá ganando y yo también.

Estas últimas palabras fueron acompañadas de una especie de gemido ronco, y Juan Rojo, olvidando ya toda etiqueta social, se derrumbó en un escaño, escondió entre las manos la cabeza, y dio señales de aflicción o más bien de hosco dolor.

Moragas se levantó. Cada vez era más vivo su deseo de saber la historia de Rojo. Sabida esta, bien se podía calcular y comprender si Rojo era o no redimible. Empezaba a sentir Moragas la generosa fiebre, el ansia de bajar a los infiernos para sacar de ellos un alma..., y algo también el gustillo de mostrarle a Febrero que en todo fango, en la ciénaga más inmunda y vil, hay una perla que a fuerza de bondad y de abnegación se encuentra, si se busca bien. Acercose a Rojo y le tocó en un hombro, estremeciéndose... Rojo no se movió.

-No sirve apurarse ni descorazonarse. Ya le he dicho a usted que nuestro encuentro ha de haber sido para bien. Algo he de hacer por ese niño, que valga más que aplicarle unas vendas y reducirle una dislocación...

Rojo se puso en pie. Su cara inexpresiva, angulosa, oscura, se iluminó todo lo que podía iluminarse... con una luz sorda, esbozando una especie de sonrisa, operación a que no estaban habituados sus labios; y como si, para salvarse de morir ahogado, quisiese cogerse a una columna, tendió los brazos hacia el cuerpo de Moragas -quien, redentorista y todo, se echó atrás prontamente-. Lo que no hizo Rojo fue hablar. ¿Para qué? Su actitud bastaba.

-A ver -ordenó Moragas, comprendiendo que ya tenía a su disposición y arbitrio a aquel hombre-. Siéntese usted otra vez... así..., lejos de la cama, porque no molestemos al enfermo... ¿Cómo se llama?... ¿Cómo se llama su hijo de usted?

-Telmo, señor.

-Pues para no incomodar a Telmo, póngase usted ahí..., cerca de la ventana..., así... Yo también traigo mi silla... bien... Ahora me va usted a contar toda su historia, punto por punto..., y cómo llegó usted a tomar... un oficio tan cochino y vil.

-Don Pelayo -respondió Rojo en voz siempre ronca, y manoteando torpemente-. Usted me ha de dispensar... Yo... en personas ignorantes y llenas de preocupaciones..., pues... no me admiro de que digan ciertas cosas. Pero de una persona ilustrada... no deja de chocarme. No tome a mal ningún dicho mío..., porque la mala explicación de las personas... Quiero decir, vamos, que eso de oficio cochino y vil..., yo ya sé que lo dicen las mujeres de la plaza; aún ayer me lo espetó la borrachona de la Jarreta; mire usted qué princesa para despreciar a nadie... Ahora, usted, que tiene otra instrucción y otros conocimientos..., creí, la verdad, que no diese pábulo a esas... aprensiones. Cansado estoy..., ¡sí!, ¡muy cansado!, de oír a cada paso «infamia, infamia, vileza, vileza...». Infamia, ¿por qué? Vileza, ¿por qué? ¿Qué hago yo para que todos me canten el sonsonete de la vileza y de la infamia? -prosiguió Rojo, con la lengua ya expedita y el habla caldeada por la indignación hasta casi adquirir el temple de la elocuencia-. ¿Robo yo el pan de nadie? ¿Soy algún criminal? ¿Soy un falsario? ¿Falto, ni en tanto así, a la ley? ¡Nadie más que yo la respeta... y la cumple! ¡A ver, señor de Moragas, si usted con su buen talento me aclara este enigma!

Moragas oía reprimiéndose. Si al ver a Rojo humillado sentía cierta compasión, cuando Rojo se crecía y se revolvía contra la sociedad, a seguir su impulso, le hubiese escupido y abofeteado. El silencio de Moragas infundió ánimos a Rojo, que prosiguió:

-Sí, señor: ¡yo soy tan hombre de bien, o más, como cualquiera de los que me vuelven la espalda y me tratan lo mismo que a un perro! Nadie me podrá probar que yo haya cometido el delito más leve. ¡Delitos! ¡Crímenes! Por mí deja de haberlos: si no es por mí..., a paseo la justicia. No soy un funcionario cualquiera... soy el primero, el más indispensable. A veces paso por la calle Mayor, y están allí muy tiesos y muy fonchos los señores de la Audiencia, el Fiscal, el mismo señor Presidente... Les saluda uno, y ni contestan: vuelven la cara, y hacen que no le ven a uno... ¡Qué risa me da!... ¡Cómo me río... por dentro! (Rojo se rió convulsivamente.) ¡Que ellos sentencien... y que yo no cumpla... y verá usted en qué para todo eso de la justicia! Figúrese usted que yo me cuadro... y que otro como yo se cuadra... que nos declaramos en huelga los oficiales públicos..., y verá usted a los magistrados con la obligación de cumplir ellos mismos lo que sentenciaron! ¡A los magistrados!... Y qué, ¿no soy yo tan magistrado como ellos? ¡Soy el magistrado último... el que falla sin casación posible!... La justicia, sin mí... ¡valiente paparrucha! ¡La justicia... soy yo! (gritó dándose con el puño en el pecho).

No creyó Moragas oportuno emprender la refutación de estos desesperados sofismas, al menos por entonces. Las palabras y argumentos de Rojo le aumentaban el deseo de saber su historia, y de remontarse hasta los turbios orígenes de aquella existencia humana. Pareciole mejor dejar pasar el arranque de acibarada soberbia del hombre maldito, contestando sólo irónicamente:

-Todo eso será muy verdad, y a usted le sobrará la razón y usted será el magistrado supremo, y, sin embargo, acaba usted de decirme no hace tres minutos que se alegraba de haber perdido en tierna edad a una niñita, y que, si se muriese Telmo, él saldría ganando y usted también.

-Eso es otra cosa... -afirmó Rojo-. Si me va usted por ese lado... Preocupaciones y tonterías es lo que me rodea, y yo bien me las paso por cualquier parte, siempre que no tropiezan en el niño... Por mí..., estoy contentísimo, y no me trueco por nadie -afirmó con alarde que desmentían sus temblorosos labios-. ¡Pero los hijos... duelen, duelen muchísimo! Más de cuatro cavilaciones y de cuatro noches sin pegar ojo... son por ellos, por ellos. Uno puede con todo... Y si le solivianta lo de las infamias y de las vilezas, es porque eso le tizna la frente al niño..., ¡que está inocente como los mismos ángeles del cielo!

Moragas acercó más su silla a la de Rojo; sonrió, se mordió la punta del sedoso mostacho, limpió con el blanco pañuelo los quevedos de oro, se los caló, estiró los puños tersos y limpios de la camisa, y guiñando un tanto los párpados, como el que quiere reconcentrar la fuerza visual, preguntó a Rojo:

-Diga usted, ¿usted ha estudiado en sus mocedades? ¿Ha seguido usted alguna carrera?

Y Rojo, como el que dice la cosa más natural del mundo, respondió:

-Sí, señor... Yo estudié para cura.



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