Capítulo VIII



Despertose la capital marinedina comentando, rumiando, desfigurando -iba a decir saboreando- la noticia del crimen de la Erbeda, si no me pareciese calumnia, porque realmente los marinedinos no son tan ávidos de emociones fuertes como los parisienses, y el malsano gusto de la sangre y del cieno les subleva el paladar. Algo, no obstante, habían conseguido estragarlo la creciente invasión de la sección criminal en la prensa de la Corte, el noticierismo que registra al día, y con minuciosidad digna de más alto objeto, los pasos, movimientos, actos y dichos más insulsos y vulgares del criminal sujeto a la acción de la ley, desde que la fuerza pública le echa el guante, hasta que los hermanos de la Paz y Caridad depositan en el nicho sus despojos.

El vulgo de Marineda, como el vulgo de todas partes, había ido, gracias a la prensa, acostumbrándose a la terminología jurídica y penal, a cierta crítica aguda de la ley y de sus representantes e intérpretes, crítica que, si no ponía el dedo en la llaga, era por lo menos indicio de ese descontento social que clama por renovación, pidiendo agua fresca de nuevos manantiales. Andaba mezclado en este movimiento de la opinión marinedina, como en todos los movimientos de la opinión, algo de mecánico y pueril y algo de inspirado y fecundo; combinación que, transformada en instinto, ayuda sin saberlo a los verdaderos precursores conscientes de la marcha progresiva de la humanidad.

Ello es que aquella mañana, con la primera luz diurna; con las primeras devotas que madrugaron a oír las misas de los Jesuitas; con los primeros barrenderos que, mal despiertos aún, comenzaron a adecentar las calles y expulsar de ellas a canes y galos errabundos; con las primeras mujerucas de las cercanías, de cesta en ruedo, que despertaron a los vigilantes de consumos para abonarles la alcabela; con las primeras criadas o amas hacendosas que salieron a aprovechar la comprita de temprano; con los primeros lulos que desatracaron para inquietar a la sardina y a la merluza; con las primeras cigarreras que entraron en la Fábrica; con el bureo matinal de una población que cuenta por decenas de millar sus habitantes, que tiene doce o catorce periódicos, seis u ocho fábricas entre grandes y chicas, Audiencia, Capitanía general, Colegiata, Instituto, puerto, movimiento aduanero... y todas las etcéteras que aún pueden añadirse en honra y justo encarecimiento de la gentil capital de Cantabria, se esparció, rodó, creció, dio mil vueltas, adquirió más formas que un Proteo y tuvo más versiones que la Biblia, el horrendo y memorable crimen de la Erbeda.

Según unos, tratábase de un marido beodo y brutal que amenazaba y pegaba constantemente a su mujer, y a quien esta, en un arranque de cólera provocado ya por tanto abuso, hiciera picadillo a hachazos. Según otros, la pasión de un pobre jornalero por la esposa de su cuñado le había inducido a matar a este en la soledad de un pinar. Según los que parecían mejor enterados, había de todo un poco: el marido maltrataba a su mujer, el cuñado la quería, ella se entendía con el cuñado, y entre los dos tramárase la muerte, la cual no se ejecutara en despoblado, sino en la propia morada de los esposos, en ocasión de dormir confiadamente la víctima en el nupcial lecho, teniendo a su lado a una inocente criatura, niña de tres años. Fue esta horrible versión la que prevaleció, la que con los rayos del sol, según ascendía a la mitad del cielo, fue esparciéndose siniestra y categórica por la indignada ciudad; la confirmaron plenamente los periódicos de la mañana, que se cantaron y repartieron entre nueve y nueve y media, y a eso de las once voceose un extraordinario, especie de hojilla volante muy borrosa, que noticiaba la captura del amante y su ingreso en la cárcel pública.

A buen recaudo los dos criminales, no por eso se calmó la efervescencia de las conversaciones: más bien arreció a la hora del almuerzo. La tarde, en vez de apaciguar los ánimos, los encrespó, por ser precisamente la hora en que se forman en Marineda -y en todas partes, pero especialmente en pueblos donde por fin algo se trafica y negocia- los corrillos, los grupos de esquina, las tertulias de las tiendas, los peñascos de las sociedades, los areópagos de banco de paseo, con otras manifestaciones de la sociabilidad humana. La opinión matutina de un pueblo es siempre democrática: la forman las clases madrugadoras, trabajadoras, pobres, y estas condenan el crimen con menos dureza, como si comprendiesen que es una enfermedad aguda a que están predispuestos los que ya padecen otras dos, crónicas y siniestras, miseria e ignorancia. La opinión vespertina -que acaba por prevalecer- la condensan los burgueses, siempre más severos, más recelosos de la indulgencia y más celadores del orden moral externo. Por la tarde, pues, cuando la marea de discusiones y comentarios fue creciendo y reventando en espuma contra las peñas de las dos sociedades directivas -cada cual por su estilo y en su terreno-, que se llamaban la Pecera y el Casino de la Amistad, fue cuando un redactor de diario marinedino, encargado de telegrafiar a importante publicación de la corte, pudo fiar al alambre estas palabras: «Reina verdadera indignación todas clases sociales. Excitados ánimos coméntame detalles horribles».

Nosotros, deseosos de ilustrar como compete la opinión del lector, nos guardaremos bien de llevarle a la Pecera, frívola reunión de pollos y gallos (todavía en Marineda se dice así) desocupados y enemigos de calentarse los cascos metiéndose en honduras científicas. Para ellos, el drama de la Erbeda fue un tema de charla profana, humorística y picante. Para el Casino de la Amistad, sobre todo para cierto senado (no en el sentido etimológico de edad, sino en el simbólico de respetabilidad y cordura), el drama de la Erbeda fue muy otra cosa: dio ocasión a que se luciesen profundos conocimientos jurídicos y a que se aquilatasen y depurasen intrincados y difíciles puntos de derecho penal.

Como que allí se congregaban, asociados por la comunidad de gustos y profesiones, Celso Palmares, magistrado de la Sala de lo criminal en la Audiencia marinedina; Carmelo Nozales, fiscal de la misma; el nunca bien ponderado jurisconsulto Arturito Cáñamo, alias Siete patíbulos; don Darío Cortés, delegado de Hacienda, persona muy ilustrada; el brigadier Cartoné, a quien no faltaba su tinturilla; y algunas veces, ¡atención!, el joven abogado Lucio Febrero, sobrino de un Presidente de sala muy anciano, que había muerto en Madrid. Lucio Febrero tenía fama de gran talento -de uno de esos talentos exagerados, peligrosos, revolucionarios, de los cuales se suele hablar en provincias, y aun fuera de ellas, en el mismo tono que se emplea para nombrar una caja rellena de fulminato de mercurio... ¡qué digo!... ¡de panclastita...!

También solían entretejerse en este círculo, de tan competentes entidades formado, otras profanísimas, que no conocían ni de vista a Justiniano, pero que (si puede decirse sin irreverencia notoria) toreaban de afición. Mirándolo bien, ¿qué pito tocaba en ciertas cuestiones el mismo brigadier Cartoné? ¿Qué sabía de leyes el director del Horizonte Galaico? ¿Qué el bueno de Castro Quintás, enriquecido con la honesta industria de fabricar bujías esteáricas? ¿Qué Ciriaco de la Luna, modelo de honrados propietarios rurales, nata y espejo de detestables poetas? ¿Qué Mauro Pareja, desertor momentáneo de la Pecera, solterón incorregible? ¿Qué Primo Cova, el sempiterno guasón? ¿Qué otros tantos como podríamos citar, y forman aquel núcleo -renovado en algunos de sus elementos por la inevitable entrada y salida de militares y empleados, pero bastante fijo, en el fondo, para que se pueda calcular de antemano cuál género de opinión y forma de discusión prevalecerán en él-?

Cuenta el Casino de la Amistad entre sus atractivos mayores el de un encristalado vestíbulo, desde el cual la mirada avizor registra muy a su gusto la arteria principal de la población, o sea la calle llamada Mayor por antonomasia, aunque no lo sea en tamaño, sino sólo en importancia y concurrencia. No presume este vestíbulo de compararse a la Pecera, que debe precisamente su nombre a los altos cristales que, rodeándola por tres lados, la convierten en una especie de transparente caja; pero en fin, tal cual está, difícil es que a los tertulianos de la Amistad se les escape una rata, y el vestíbulo tiene bastante partido; sobre todo desde que cesa el frío y se puede tomar allí café. Los días de marejada de noticierismo, el vestíbulo rebosa, y las sillas se desbordan de sus estrechos límites, pretendiendo invadir hasta el arroyo -porque aceras, dígase la pura verdad, no las posee la calle Mayor...

La tardecita del estreno del crimen, no bajaría de treinta personas el grupo. Era aquello el grand complet. Se discutían las versiones, se depuraban, y se iba cristalizando la definitiva, la que ya no se discute. Mauro Pareja -alias el Abad-, gran indiscretista, tenía noticias de la mejor tinta posible; como que acababa de echar un párrafo con Priego, el juez que había estado en la Erbeda a levantar el cadáver y a instruir diligencias. Pareja pronunciaba instruir con cierto retintín, añadiendo que no era su ánimo violar cosa alguna y menos el secreto de un sumario tan tiernecito, impúber por decirlo así; pero que seguramente, transcurridas las horas reglamentarias, se elevaría a prisión provisional la detención de la esposa y cuñado del interfecto, y se dictaría auto de procesamiento contra ambos, porque juntos habían hecho la gracia. Añadía Pareja otra noticia de interés: Priego descansara de su «penoso cometido» en la quinta de don Pelayo Moragas, y Priego creía que Moragas estaba... enamorado, o punto menos, de la reo, según se deshacía en elogios de su aire modesto y simpático, el recato de sus modales y la dulzura de su rostro.

Menos que esto se necesitaba para aguzar la malicia de los oyentes. «¿Pero Moragas la conoce? -¿Qué apostamos a que le lavaba a Moragas la ropa sucia -Claro, de la Erbeda los dos... -Un idilio...». Todas estas chanzonetas, agridulces en los más, y sólo en alguno amargas, cesaron por encanto al ver perfilarse sobre el fondo de la venerable botica con que principia la calle Mayor, la figura a un mismo tiempo atildada y suelta, la cabeza canosa y el cuerpo juvenil y cenceño de don Pelayo. Venía más que nunca perfilado y peripuesto, de gabán gris y chaleco blanco, de terso y fino piqué; el sombrero, algo ladeado y encajado sin descuido, los guantes prietos, en los labios la sonrisa, departiendo con una señora cliente suya, la marquesa de Veniales, a quien acababa de encontrarse sin duda. Cuando iban llegando cerca del Casino, despidiose la señora para entrar en una tienda, y Moragas, serio ya, como hombre que al quedarse solo recobra una preocupación, siguió caminando, fijos los ojos en las baldosas. Entonces Cartoné, que era campechano, le ceceó: «Moragas, psí, amigo Moragas...».

Moragas entraba rara vez en el Casino, ni en la Pecera, ni en ninguno de los círculos y sociedades de Marineda. No le sobraba el tiempo; su existencia estaba llena como un huevo, y apenas concebía el pugilato de ociosidad que congregaba, a la misma hora y en torno de la misma presa, todos los días, a las mismas personas. Sin embargo, apresurose a acceder a la indicación de Cartoné, y aceptó, en defecto de una taza de café, que entre horas le encalabrinaría los nervios, un sorbete, que se trajo del café más próximo, pues no tenía botillería el Casino. Y principiaron a llover sobre Moragas preguntas y bromas. «Aquí se trata de detenerle a usted como complicado en el crimen de la Erbeda... ¿No fue su lavandera de usted la que mató al marido? A ver, que declare el testigo don Pelayo Moragas...».

-¡Alto! -dijo Moragas festivamente-. Ni aun como testigo me pueden a mí meter en ese berenjenal. Esta mañana, cuando leí los periódicos, pensaba para mis adentros: ¿no es raro que, viviendo ella en el mismo lugar donde tengo mi huertecillo, no conozca a esa mujer? Puede que sea de las pocas de allí que yo no haya visto, ni mirado. Y no es mal parecida...

-¡Hola!

-¡Vamos!

-¿Conque guapa ella?

-Guapa... no. Lo que tiene es un aire de compostura, un buen modo... que gustan y sorprenden, por lo mismo que contrastan con el hecho que se le atribuye... Y digo que se le atribuye, porque en realidad, por ahora, nada se ha concretado.

-Hombre, pónganos usted en el secreto... Sus noticias son autorizadas... Ha conferenciado usted ayer con Priego...

-¡Conferenciar!... -Y Moragas se rió, descabezando por medio de la boca del barquillo la pirámide del sorbete-. Si es que estaba yo en la galería..., y como Priego pasaba cansado y fastidiado de la tarea, entró a refrescar con un tanque de cerveza alemana... Ni él mismo sabía gran cosa. Eran los primeros instantes...

-¡Respetemos cl secreto del armario! -dijo Primo Cova.

-Ustedes lo meten a barato -observó con melancolía el magistrado don Celso Palmares, sacudiendo una cabeza amarillenta, pálida, color de legajo viejo, asaz entristecida por el tono telarañoso del cabello ralo-; pero nosotros... nosotros, a cargar con la cruz. Esperaba yo que en esta Audiencia no se ofrecería nunca un caso así...

-Lo que es de ésta... -interrumpió Carmelo Nozales, el fiscal-, me da espina de que el señor don Celso no podrá mantenerse fiel a su propósito de jubilarse sin haber firmado una sentencia de muerte...

La fisonomía del magistrado se enlobregueció más aún, y sus cejas se fruncieron, como indicando gran desagrado en la conversación. Mauro Pareja comprendió que esta era mruy indiscreta, y la torció, llevándola al terreno de la actualidad.

-Lo cierto es que crímenes de este calibre no se ven todos los días, si se confirma la versión última... que parece la verdadera...

-¿Qué versión? -preguntó Lucio Febrero, el cual llegaba en aquel mismo instante y se incrustaba en el círculo, sin tomarse ni el trabajo de dar las buenas tardes.

Su llegada produjo impresión. Las cabezas se volvieron hacia él; los ojos buscaron sus ojos.

-¿Así está usted? -exclamó Moragas-. ¿Tanta afición a la criminología, tanto revolver autores franceses, italianos y rusos, y desdeña usted la parte experimental? Porque, para usted, el estudio de un crimen es como para mí el de un caso patológico... mal que le pese al amigo señor Cáñamo, que a cada cosa que usted hace o dice toma el cielo con las manos.

-¿Yo?... -murmuró el jurisconsulto aludido, con una sonrisa que quería parecer almíbar y era rejalgar muy cargadito de arsénico-. No; si a mí el señor Febrero ya me lleva convencido. Tales argumentos me va presentando, que me rindo: no hay diferencia alguna entre el criminal y el hombre de bien, y a los reos los debe sentenciar el tribunal... a comerse una libra de yemas.

Lucio Febrero -mozo de buen talle y gallarda figura, digno sobrino carnal de aquel hermoso anciano que conocimos en Morriña- se sonrió con indulgencia irónica, mirando serenamente a Arturito Cáñamo, el cual, por su parte, evitaba la mirada del joven abogado, a quien de muerte aborrecía. Ha de saberse que Cáñamo, acabado de establecer en Marineda, con propósitos de barrer -calculaba para sus adentros- los demás bufetes importantes, y persuadido de que para conseguirlo necesitaba filosofar de palabra y en letras de molde, Arturito Cáñamo, digo, era un implacable penalista, y ya tenía escritos dos folletos abogando por la pena capital -por lo cual los marinedinos, que no carecen de travesura, le habían puesto el apodo de Siete patíbulos, y, bien que con menos éxito, el de Una horca en cada esquina, así como al fiscal Nozales le llamaban Grocio y Pufendorf, por su afición a citar a estos dos tratadistas siempre juntos, como si fuesen uno solo-. Al aparecer en Marineda Lucio Febrero, con su aureola de brillantes estudios, con el prestigio de su figura y de su dicción enérgica, y con la arrolladora fuerza de sus ideas «disolventes», Cáñamo presintió, venteó en él al rival, al que podía cerrarle para siempre el camino de la fama y de la gloria. A la verdad, Febrero siempre advertía que no pensaba fijarse en Marineda, sino que residía allí temporalmente, para evacuar ciertos negocios de intereses relacionados con la testamentaría de su madre; pero ¿no sería hábil disimulo? ¿No llevaría el maquiavélico fin de ir insinuándose con el público y minándole a él, a Cáñamo, el terreno donde principiaba a sentar el pie? ¿No tenía Cáñamo en Febrero el enemigo natural que acosa a cada ser? Y aunque así no fuese, ¿cabía la menor duda de que Febrero había de eclipsar y deslucir a Cáñamo, y era el innovador, el nihilista, el anarquista del derecho penal, que con sus insensatas pero fascinadoras teorías había de arruinar las esperanzas de Cáñamo... y el edificio social por contera?

Los ojos de Siete patíbulos vagaban por la mesa, huyendo la franca, risueña y desdeñosa ojeada de Febrero: sin embargo, continuó, exagerando su sonrisita empapada en hiel:

-Señores, lo dicho: el señor Febrero ha llevado el convencimiento a mi ánimo. Ya me tienen ustedes convertido..., a la blasfemia, al ateísmo jurídico, al materialismo, al darwinismo desenfrenado y radical. Nada: discípulo me hago del señor Febrero; hay que amoldarse a los tiempos y dejarse ir con la corriente. Aquí me tienen ustedes dispuesto a ser protector y defensor de todo asesino... ¡Digo asesino! ¡Si no los hay! El señor Febrero me los identifica con el hombre intachable... Para él tanto monta el que estrangula a la madre que le dio el ser y el que la cuida y vela amoroso...

Volvió Febrero a mirar a Cáñamo fijamente, ya con más desprecio que chunga, y buscando en el bolsillo la petaca, respondió alzando los hombros al ataque de su adversario. Era Febrero vivo, apasionado, y su temperamento sanguíneo-nervioso le impulsaba a la discusión, como impulsan al atleta a la lucha sus músculos de hierro: no obstante, había resuelto -y era hombre que se cumplía las palabras a sí propio- no dejarse conducir al terreno polémico por Siete patíbulos. Dos o tres frases sueltas, más o menos contundentes o festivas..., con eso sobraba. A Cáñamo este sistema le llevaba al frenesí.

-La verdad -aseveró Palmares- que las teorías del amigo Febrero son... fuertecillas, fuertecillas. Echan por tierra la administración de justicia.

-Si se aplicasen al ejército -observó Cartoné- me lo tenían ustedes disuelto en una semana. Sembraría en las filas la indisciplina y la insubordinación... Repito que no había ejército posible.

-Ni administración pública -arguyó el delegado de hacienda-. Tenemos que penar severamente los atentados contra la propiedad, sea pública o privada. El concepto del delito es la base de la responsabilidad administrativa. Sin embargo, me parece que ustedes, al pinchar al amigo Febrero (que ya nos deja por cosa perdida y renuncia a defenderse), le atribuyen teorías que él no profesa, o al menos interpretan las que profesa de un modo muy violento, extremándolas y dándoles un alcance que no tienen. ¿Me equivoco, Febrerito?

-Usted lo ha dicho, señor Delgado -respondió Febrero sacando la primer chupada de un pitillo y enarcando las cejas, movimiento que trazaba dos o tres arrugas sobre su tersa frente, bien calzada de negro pelo.

-Pues claro está (apoyó Moragas, gran admirador y simpatizador de Febrero). El que oiga a Cáñamo, pensará que Lucio se empeña en convertir a la sociedad en presidio suelto, y que va a fundar premios para el que saque los hígados a su suegra y se meriende una chuleta de niño recién nacido... Lo que hace Febrero es estudiar esas cuestiones desde un punto de vista científico, y nada más.

-¡Ah!... -vociferó Arturito, cuyos ojos parados y abultados, que Primo Cova comparaba a dos huevos duros, se inyectaron de sangre y bilis-. ¡Ah!, pues ahí está precisamente el error, ¡el error funestísimo y de espantosas consecuencias! El punto de vista en que hemos de colocarnos para estudiar cuestiones tan trascendentales, no ha de ser científico, sino moral, moraal, moraaaal... Es decir, que ese arduo, arduísimo problema, pertenece de derecho a la esfera de las ciencias morales y políticas... No, señores; no es con el criterio de la materia inerte y ciega, del fatalismo y del determinismo absurdos, de Epicuro y Busnér, de la piedra que cae, ni con el escalpelo del anatómico en la mano, como han de decidirse ciertas cosas... Sólo que, en estos días aciagos, los partidarios de la evolución y la selección, el atavismo y la transmisión hereditaria, los ciegos esclavos de la filogenia y la embriogenia, se obstinan, menoscabando nuestra dignidad, arrastrándola por el lodo, en borrarnos el carácter de racionales, y en equipararnos al orangután, o sea al mono antropomorfo, como ellos dicen!...

Al oír esta erudita parrafada. Palmares, el magistrado, se puso aún más tétrico, lo mismo que si ya se viese orangután hecho y derecho, o le estuviesen enseñando por un cristalito la jeta de los antropomorfos de que descendía; Moragas, con disimulo y por debajo de la mesa, hizo burlescamente el ademán del que da cuerda a un reloj, y Pareja, asestándole un codazo a Cartoné, dijo alto:

-A ver, a ver qué contesta Febrero. Me parece que el discurso no tiene vuelta. ¿Será usted capaz de pulverizar a Cáñamo?

-Bien seguro está Cáñamo de que yo le pulverice -respondió el joven letrado determinándose a hablar y tirando el cigarrillo-. ¿Cómo quieren ustedes que uno se atreva a discutir con persona de conocimientos tan vastos? La mitad de las cosas que acaba de nombrar Arturo, yo no sé lo que son, ni si se comen con cuchara. De manera...

-De manera que si usted toma a guasa estas cuestiones, entonces... -exclamó con ira Cáñamo.

-Eso no, ¡vive Dios! -replicó Febrero, a cuya cara trigueña subió una llamarada de sangre, y cuyos ojos brillaron-. ¡Eso no! Tan por lo serio las tomo... que no las discuto con usted.

-Señor mío, esa apreciación... sobre todo entendida al pie de la letra...

-Señor mío, es usted muy dueño de entenderla al pie de lo que le plazca... y de continuar ilustrándonos...

-¡Quia! -respondió verdoso de despecho Siete patíbulos-; si quien nos ha de ilustrar es usted. De usted aprenderemos aquella peregrina y curiosa noticia, de que el crimen empieza en el reino vegetal... ¿Qué, ustedes no lo sabían? Pues señor Palmares, señor Nozales, el mejor día tendrán ustedes que juzgar y condenar a cadena perpetua a algún puñado de alfalfa o a algún pimiento... porque según el señor de Febrero... (¿a que no se atreve ahora a repetir la excentricidad?) hay plantas delincuentes, plantas ladronas y plantas asesinas... asesinas, pero no crean ustedes que así de cualquier modo, ¡sino con premeditación, alevosía, ensañamiento... todas las agravantes!

-Y diría la verdad el que lo dijese -advirtió Moragas recordando algo que había leído en su Revue de Psichyatrie. Son las plantas insectívoras... Ya lo creo que asesinan...

Las carcajadas del grupo no dejaron a Moragas explicar el fenómeno. Arturito había ganado mucho terreno al convencer a su adversario de sostener tan extravagante tesis. Febrero hacía señas a Moragas de que callase, pero Moragas insistió:

-Según eso, ¿se reirán ustedes de la criminalidad en las bestias? Pues la hay, y penalidad también. ¿No se acuerdan de que, en la Biblia, la ley de Moisés condena a muerte al buey que cause la de un hombre? ¿No hemos leído hace poco en los diarios que habían procesado a un loro, no recuerdo por cual desaguisado análogo?

-Sí, todo eso es muy lógico -silbó Arturito, encarándose con Moragas-; admitamos que son criminales las berenjenas, y criminales los grillos..., ¡con tal que no lo sea el hombre! Ustedes quieren suprimir la noción del crimen; y al suprimir la noción del crimen, la de la responsabilidad; y con la noción de responsabilidad, la del libre albedrío; y suprimida la del libre albedrío, a tierra la del castigo; y con el castigo, la de la vindicta pública, o sea la conciencia social, y otra noción más altísima, si cabe: la noción de...

-Eche usted nociones -interrumpió Febrero- y así que acabe, ¡hágame el favor de permitir que me cuenten la última versión del crimen! Supe ayer que se ha cometido un parricidio en la Erbeda; pero dicen ustedes que hay nuevos datos, y yo, entretenido con unos libros que me llegaron por correo, no he cogido un periódico local esta mañana.



}}