Capítulo IX



Pues hay detalles que espeluznan -contestó Nozales-. De una ferocidad digna de salvajes, inconcebible, repulsiva.

-¿Está usted ya informando? -preguntó con socarronería Primo Cova.

-Como si estuviese -replicó no sin impaciencia el Fiscal-. Ni prejuzgo nada, ni los señores (señaló a Palmares), ni yo, ni persona alguna, han de formar su opinión por lo que hoy se platique, sino por la luz que arroje el sumario; pero admitamos provisionalmente que sea verdad lo que dice la mayoría de la prensa... y reconozcan que el crimen es de los de patente... Al anochecer se recoge a su hogar un trabajador honrado, un infeliz carretero, y cena pacíficamente en compañía de su esposa y de una inocente criatura... Se acuesta en el lecho conyugal, a reposar las fatigas del día... Apenas la inicua de su mujer le ve dormido, y dormida también a la criatura en la misma cama, ¡qué horror!, sale y se va en busca del querindango, que es por cierto el mismo cuñado de la futura víctima... Y vienen; y ella le entrega al amante el cuchillo, y pone debajo de la cabeza del marido un barreño, y descuelga el candil, y alumbra, y lo sangran como a un cerdo, allí mismo, allí donde dormía su hija, la niña inocente, que ni siquiera abre los ojos... Y luego desocupan en el río la sangre recogida en el barreño, y visten el cadáver, y el cuñado lo atraviesa en un burro y lo deja en un pinar, no sin triturarle la cabeza a hachazos, para que se crea que fue muerto allí, en riña o sabe Dios como... ¡Todo para gozar a sus anchas una pasión impura y brutal!

El grupo escuchaba con interés tan artístico relato. Al terminar la narración don Carmelo, exclamó Cartoné, que juraba como los galanes de las comedias viejas:

-¡Por vida!... ¡Voto a sanes!

Y Moragas intervino con vivacidad:

-Señor Nozales, no sirve... Aquí no estamos dramatizando una acusación, a lo Meléndez Valdés... El honrado carretero era un borrachón muy holgazán y muy bárbaro, que le daba a su mujer cada paliza... Esa noche gastaba una curditis que no se podía tener; sólo así se explica que se dejase matar sin el menor conato de defensa. Y en cuanto a que fue por gozar de una impura pasión..., dicen que ya la gozaban sin necesidad de matarlo, y que él estaba perfectamente al cabo de la calle... Así pues, algo hay ahí..., algún misterio, algún enigma psicológico, o fisiológico, o las dos cosas, y a ustedes, señores míos, toca esclarecerlo.

-Ya he dicho que no prejuzgo... -advirtió Nozales mordiéndose los labios.

-No prejuzga usted... pero acusa...

-Nada..., a estos señores, ¿sabe usted lo que hay que decirles, para que estén contentos? -intervino Siete patíbulos-. Pues hay que decirles que todo delincuente se encuentra en estado de clemencia, y que sólo por eso cometió el crimen. Yo tengo un sobrinito que pega a sus hermanas; y cuando su madre le riñe, ¿acierten por dónde sale el chiquillo? Dice que no lo pudo remediar: que le subió por el estómago una cosa, una cosa..., y que, al llegar a la mano, se le convirtió en bofetada... Estos de la impulsión irresistible son como el rapaz..., y si a aquel lo curamos a fuerza de azotes, a éstos...

-¿Nos daría usted una azotaina? -interrogó Febrero mirando a Cáñamo con soberana insolencia festiva-. Ya me lo sospechaba yo, señor de Cáñamo. Ya suponía que, por gusto de usted, restableceríamos en todo su esplendor el trato de cuerda, las pesas, el potro, las cuñas, las seis azumbres de agua echadas por un embudo, con otros modos finos de preguntar que gastaban nuestros insignes abuelos. Y también pondríamos en vigor la mutilación de manos y pies, la perforación de la lengua con hierro candente, las pencas, las mujeres untadas de miel y emplumadas, los hombres hechos cuartos y la marca roja en las espaldas... Toda la penalidad infamatoria y torturadora, de la cual conservan ustedes con tanto celo lo poco que resta... Y ¡ay del que toque a esos restos!... ¿verdad, señor de Cáñamo? Eso es el Sancta Sanctorum...

La fisonomía verdosa de Cáñamo se contrajo, y sus acentuados pómulos palidecieron de enojo: su voz era temblona y furiosa al contestar:

-Ya... ya... ya sé que ahí va a parar todo..., que ese es el objetivo de las supuestas reformas, y el fin a que tienden todas esas infames teorías. ¡Se quiere establecer la irresponsabilidad, para, a su sombra, echar por tierra lo único que sustenta este edificio minado por todas partes, atacando a la sociedad en sus mismos cimientos! ¡Se quiere alcanzar con la piqueta la base, el centro misterioso en que descansan la paz, el orden, la justicia, la concertada marcha de todo el organismo social! ¡Se quiere..., horror causa el decirlo..., tocar a la piedra angular, abolir la última pena!...

Al nombrar la última pena, armose en el grupo una especie de motín: cada cual quería emitir su opinión, objetar, afirmar, negar, discurrir. Pero sobre la marea de tantas opiniones como iban a ilustrar el asunto, sobresalió la voz de Primo Cova, que chillaba en agudo falsete:

-No le toquen ustedes ese punto a Cáñamo... ¡La pena de muerte! Pues si esa es su parte sensible... ¿No lo sabían? Ha escrito sobre el asunto en todos los diarios de la región, de la corte y de América, y se calcula que el total de los artículos que lleva publicados podrá pesar así como unos treinta quintales... Las empresas funerarias se han asociado para regalarle una corona de abalorio negro... Ha ilustrado la materia con profundísimas investigaciones; se ha metido en el bolsillo a Beccaria, a Filangieri y a Silvela: Sólo nos ha dejado una duda, una incertidumbre horrorosa... ¡No ha podido decirnos categóricamente cómo se conjuga la primera persona del presente de indicativo del verbo abolir! ¡No acaba de resolver si ha de decirse yo abuelo o yo abolo! Ya desesperado, optó por la solución mixta y escribió esta copla... ¡Verán qué copla!


«Mi abuela quiere que abuela
Yo la pena capital:
¡Yo no soy bolo, y no abolo
La garantía social!».


Grandes carcajadas corearon la impertinente gracia de Primo Cova. La conversación perdió su carácter de seriedad, borrándose el sombrío tinte que le comunicara el relato del crimen, y se enzarzó, entre chanzas y epigramas, alentadas por el visible enojo del amoscado Arturito, una contienda puramente gramatical, en que todos echaron su cuarto a espadas sobre si debe decirse abuelo o abolo, causando indignación y ardientes protestas el parecer de don Darío Cortés, quien afirmaba que no se dice de un modo ni de otro, sino yo abulo, y alegaba autoridades y razones serias. Es increíble el fuego con que sostuvieron tan mezquina disputa. Olvidadas quedaron las cuestiones que habían principiado a agitarse, el grado de responsabilidad de los criminales y la conveniencia de la última pena; y aquel grupo -relativamente consciente, ilustrado, grave- más encrespado de pronto que el mar en día de tormenta, rompió en frases agrias y batalladoras, cruzó apuestas, voceó hasta echar abajo el Casino y tener que advertirles el mozo que no gritasen, «que se oía mucho desde fuera». Finalmente, varios campeones «se jugaron la cabeza», por una desinencia de mala muerte, como aquellos griegos de Bizancio que se mataban por el modo de persignarse, ¡mientras cada vez más próximo retumbaba el casco del caballo del invasor!

Tampoco de esto quiso disputar Febrero. Imitando su ejemplo Moragas (que en otra ocasión no dejaría de alborotar, lo mismo que cada quisque), al poco rato salieron juntos abogado y médico, y sin ponerse de acuerdo, sin decirse palabra, apenas doblaron la esquina que conduce al paseo del Terraplén, enlazaron los brazos como personas dispuestas a platicar largamente, a lo cual les convidaba la serenidad del anochecer y la molicie de la atmósfera, ablandada por la primavera y entonada de vez en cuando por un hálito salitroso venido del mar. Ya bogaba en el cielo el ligerísimo esquife de la luna nueva, y el lucero destellaba, como una mirada fija y amorosa de la cual parece que va a desprenderse llanto.

Ninguno de los dos hombres -que sin estar unidos por antigua ni por fuerte amistad, lo estaban en aquel punto por la afinidad de sus corrientes de pensamiento y de sentimiento- pronunció palabra hasta verse fuera de la zona de arbolado tupido, recortado y simétrico que forma el lucido y amplio paseo del Terraplén. Y es que por allí no había solamente árboles, sino también seres humanos, paseantes ociosos. Traspasada la última hilera de plátanos y acacias, encontráronse en el Malecón, siempre solitario, y que tiene por horizonte las aguas, entonces apacibles y suavemente rizadas, de la bahía. Moragas fue el primero en estallar (Febrero era, aunque vehemente, más concentrado, y tenía ya el hábito de reprimirse que adquieren a la larga los verdaderos innovadores).

-¿Ha visto usted? ¡Qué caterva! ¡Valiente areópago! Así es que yo no pongo el pie nunca ahí...

-Yo sí suelo ir -respondió Febrero-. Les dejo hablar, les oigo..., y aprendo, aunque parezca mentira. Y eso que ya delante de mí se recatan ellos bastante. No sé de dónde han sacado que me río de lo que dicen. Lo que no hago es tomar parte en las disputas. Eso no; por nada del mundo. Siendo, como soy, un hombre que se cree nacido para la propaganda, considero que para esta propaganda oral, ni están maduras aquí las conciencias, ni preparado el terreno. No diré que fuese enteramente mala la propaganda oral, siempre que recayese en un auditorio escogido, capaz de recibir la idea con cierta nitidez, y de devolverla y comunicarla, mas sin alterarla mucho. Arrojarla ahí, en el Casino de la Amistad, o en cualquier Casino, para que la ensucien, la desfiguren y la pisoteen..., eso sí que no lo haré yo... Sería profanarla..., y profanarla en balde. No crea usted que no me ha costado aprender a reprimirme, a sonreír y a callar, cuando oigo todo género de atrocidades y de absurdos; a no perder jamás la sangre fría; a esquivar los ataques de los necios malignos, como ese Cáñamo, que siempre me andan buscando las cosquillas para poder decir que me refutan, y a imponerme por mi propia calma y retraimiento, que, tarde o temprano, hacen efecto en la muchedumbre. Así es que... me reprimo y me reprimiré, y a mí no me han de meter en ninguna danza ridícula. Ya ve usted lo que ha sido la conversación de hoy; una serie de incoherencias y de extravagancias, y al final una de esas cuestiones gramaticales tan bizantinas y tan empalagosas..., de la cual saciarán todos lo que el negro del sermón. No: no hay más propaganda que la del periódico (sin aceptar tampoco la polémica periodística, a no ser con gente bien educada y de mucho fuste, y claro que me refiero a periódicos de Madrid), la del libro, y la acción parcial sobre la conciencia de algunas personas ilustradas, serias, debidamente preparadas, y que crean en Dios y en el progreso humano..., como cree usted.

-A pies juntillas -aseveró Moragas, deteniéndose un instante y mirando a la bahía, espectáculo cuya magia le parecía mayor en aquel instante-. De lo primero se me figura que no dudo jamás: de lo segundo, sólo me entran hormigueos y escozores al verme entre mucha gente como la de hoy... Cáñamo, sobre todo, es un tipo... Asusta pensar que ese hombre aspira a la magistratura... ¿Usted cree que no sería capaz de restablecer el tormento? ¡Como pudiese!

-¿Y qué tendría de extraño? Los tiempos del tormento están muy próximos; son de ayer..., ¡qué digo!, de hoy; esos procedimientos se emplean aún en muchos sitios, y si sacamos bien la cuenta, resulta que hay todavía más humanidad que admite el tormento, que humanidad que lo rechaza. El mundo no tiene hoy por hoy sino una cascarilla de civilización que puede levantarse con un alfiler, apareciendo debajo la barbarie primitiva. No hay que impacientarse: resignarse, tener cuajo... y hacer lo que se pueda, que unas veces me parece poco y otras muchísimo... según el humor de que me encuentro y el punto de vista en que me coloco.

Hablando así, habían cruzado la parte de varga del malecón que costea el paseo, y se acercaban al punto donde asombran y obscurecen la superficie de la bahía muchas embarcaciones chicas, vacías, con el velamen arriado, cruzados los remos sobre la borda, inmóviles. Un fuerte y penetrante olor de yodo y algas subía del agua, y allá a lo lejos, los faroles del barrio de la Olmeda trazaban sobre la superficie deshechos rizos de luz. Sin darse cuenta de ello, nuestros paseantes tomaron la dirección del muelle de madera o Espolón, que les tentaba, por ser en él a aquellas horas la soledad no ya relativa, sino absoluta. Adelantaron por el tablado cimbrado, siempre misteriosamente estremecido por la acción de las olas, aun en días de completa bonanza, como era aquel. Y se internaron, se internaron, cual si al avanzar por aquel camino que, señalando la dirección del Océano, no conducía sino a una luz roja, adelantasen por el fatigoso y desierto Via Crucis del consabido progreso. A uno y otro lado no tenían sino mar; la tablazón mal junta les dejaba ver bajo sus pies agua, agua sombría; a lo lejos distinguían la enorme mole de una fragata alemana, que había entrado en puerto haría cosa de hora y media, y al extremo del Espolón larguísimo, el mástil de la draga, que se erguía hacia el cielo, como afirmando lo que Moragas acababa de reconocer tan explícitamente: Dios y el progreso humano.

Ya en la punta del Espolón, detuviéronse los dos interlocutores, y convidados por la apacible temperatura, se sentaron en una gruesa viga, con el rostro vuelto hacia la extensión del mar, del cual venía ese aire tónico y esa frescura estimulante que parecen disponer el alma a la lucha y al peligro. La sábana de agua, limitada hacia la derecha por gracioso anfiteatro de redondeadas montañas, extendíase sin término a la izquierda, y a pesar de su completa serenidad, no cesaba un instante de exhalar ese quejido que recuerda el sordo rumor de una multitud humana, o el bramido del viento al engolfarse en las selvas.

Moragas se volvió hacia Febrero, y en voz baja (aunque allí nadie pudiese oírles) le susurró:

-Para mí el crimen es... una dolencia, y el criminal, un enfermo. Y esa dolencia puede combatirse, y muchas veces curarse. Castigarse... ¿por qué? ¿Castiga usted al que tiene un cáncer, al que sufre de una úlcera?

-Ahí empezamos a diferir -respondió Febrero-. Usted es, por lo que veo, correccionalista. Yo... o voy más allá... o me quedo más acá... No sé. Creo que hay un tipo humano que, por su organización, está dispuesto a ser criminal. No piense usted que supongo que ese hombre nace como un ser extraño, como una anomalía de la especie. Al contrario: es la humanidad la que en su origen fue criminal toda: cuanto más atrás vaya usted, ayudado por los escasos datos científicos que ya poseemos, más verá al hombre de las épocas primitivas ejerciendo como cosa corriente el homicidio, el robo, la violación, el canibalismo... Los actos que más espantan hoy. Aún quedan en el globo ejemplares de lo que pudieron ser las colectividades primitivas, y son los salvajes de ciertas razas. ¿Qué hacen los señores supervivientes de la edad de piedra? Comerse los unos a los otros, entregarse libremente al instinto más bestial... Y lo que en los salvajes permanece en forma colectiva, en los países que llamamos civilizados se presenta como caso aislado... pero se presenta... y es a lo que damos el nombre de criminal, cuando realmente debía nombrarse un aparecido, un espectro de otra edad, un resucitado... o como se dice en lenguaje científico, un caso de atavismo, no porque en toda familia de criminal haya ascendientes criminales, sino por ser criminal toda la ascendencia del hombre... Esto que le voy indicando a usted, y que Cáñamo llamaría teorías infames, no es sino una aplicación, al estudio de la antropología, de dos profundos dogmas cristianos: el de la caída o pecado original, y el de la redención... Por eso a la obra redentora -aunque en mínima parte- podemos cooperar todos, grandes y chicos...

-Así lo he creído siempre -interrumpió con entusiasta alegría Moragas-. En mi esfera, lo he practicado mucho... siquiera para compensar las ocasiones en que todos tenemos algo de humanidad primitiva... que son, por mi parte, las sexuales... ¡A sangre fría, lo reconozco humildemente!...

Febrero sonrió de la sinceridad con que se expresaba el Doctor, muy notado, en sus tiempos, de afición a faldas.

-Ya ve usted -prosiguió Febrero- que pensando yo así, no hay calumnia más risible que la de acusarme de defensor y amigo de los criminales... Al oír y leer ciertas críticas que se hacen de los que queremos plantear el estudio y conocimiento racional del crimen, parece que nuestro propósito es santificar el grillete y elevar a los asesinos a la categoría de mártires. Yo estoy a cien leguas de ese sentimentalismo... ¡Pero métaselo usted en la cabeza a Cáñamo y comparsa!

-Algo de eso me pasa a mí -interrumpió Moragas-. Si no considero precisamente mártires a los criminales, confieso que tengo para ellos una indulgencia, una piedad especial...

-¡Ah! -exclamó el joven abogado-. Lo sé: no tenía usted que decírmelo. Ustedes, los que creen en el arrepentimiento, en la corrección y en la enmienda, proceden impulsados por el sentimiento; empapados en ciertas ideas profundamente cristianas, son ustedes redentoristas: para ustedes carece de valor el fenómeno de la reincidencia, que tanto nos da en qué pensar a nosotros. Pues mire usted: la sabiduría popular les desmiente a ustedes: «El lobo dejará los dientes, pero no las mientes. Quien malas mañas ha, tarde o nunca las perderá. Genio y figura, hasta la sepultura...». ¡El sentimiento! No importa que usted sea todo un hombre de ciencia, ni que en los asuntos de su profesión esté habituado a aplicar plenamente el método experimental y positivo... En esto del estudio del crimen, procede usted también por sentimiento, lo mismo que Cáñamo... ¡No se asuste! El necio de Cáñamo obedece al sentimiento; pero al sentimiento malo, inconfesable, indigno, del rencor, el miedo y la venganza. El criminal, para él, es un enemigo personal; el verdugo, un aliado y un defensor; el patíbulo, la piedra angular. ¿Quién lo duda? Cáñamo se inspira en la primitiva ley de la humanidad, que fue la del talión: ojo por ojo y diente por diente. Y así como todavía viven entre nosotros ejemplares de humanidad primitiva, todavía ese espíritu de venganza personal subsiste en los códigos. El origen de la idea de justicia es egoísta; empieza por el sentimiento de la propia defensa; en cuanto al concepto puro, desinteresado, moral, de justicia... ese todavía está en estado de lo que los alemanes llaman werden. ¡La Humanidad es una persona colectiva que, con los siglos, va mejorándose y arreglándose... y tal vez acabe por llegar a ser la gran persona!... ¡Vea usted por donde yo también resulto correccionalista... pero no del individuo, sino de la especie!

-¿De modo que usted... no condena en absoluto la pena capital, que a mí me parece una ignonimia de la sociedad? -preguntó alarmado el Doctor.

-No la condeno en absoluto; no por cierto -confirmó el abogado con cierta solemnidad-. Lo que proscribo sin rebozo y a boca llena, es la pena de muerte como represalia y el concepto de vindicta pública. Eso me parece tan odioso y tan repugnante, que... le voy a confesar a usted mi debilidad: a pesar del interés que debieran inspirarme esa clase de estudios, y la obligación que en cierto modo me he impuesto de practicarlos, los días anteriores a una ejecución, cuando principian a anunciarla los periódicos, me entra un desasosiego, una especie de cuartana de león, y tan perturbado me pongo, que tengo que marcharme al campo. Es una ridiculez, y yo desearía curarme de ella, porque realmente... me conviene, nos conviene a los innovadores, en este terreno, y en todos, mucha sangre fría; la impasibilidad con que ustedes los médicos amputan un miembro o registran un tejido... Sí, creálo usted; el enemigo que principalmente necesitamos combatir es el sentimiento, los entes metafísicos que obstruyen el camino de la razón... Necesitamos ser un témpano... ¡un témpano que piensa!

-Yo creo, amigo Lucio -objetó Moragas-, que en eso no la acierta usted. Para todo hace falta ímpetu, calor y entusiasmo. La razón alumbra, pero sólo mueve la voluntad. La generación joven actual es fría, es demasiado morigerada, ve demasiado los inconvenientes de la propaganda, el ridículo, la calumnia, las contradicciones de todo género que sufren los que prueban a batir en algún terreno las cataratas del pensar. Los casi viejos -porque yo estoy mucho más cerca de los cincuenta que de los cuarenta- somos los únicos que conservamos el fuego sagrado. Aquí me tiene usted a mí, que lo que necesito es esforzarme en contener cierto quijotismo, eso que usted llama redentorismo, que me brota a cada instante, y que si no lo tuviese a raya, ¡qué sé yo! ¡Pues eso, eso, y no el hielo perenne de la reflexión, es lo que se necesita para cooperar a la obra... para poner el granito de arena...! Carecen ustedes de pasión...

-Puede ser... No crea usted que no se me ha ocurrido... -asintió Febrero-. Nuestra aspiración es puramente científica. Queremos suprimir esas concepciones morales que nos estorban. Queremos sustituir al estudio abstracto de la entidad crimen, el estudio concreto del sujeto criminal. Decimos como ustedes que no conocemos enfermedades, sino enfermos... Fuera el ontologismo... Al que el vulgo llama hombre culpable, nosotros le llamamos únicamente hombre peligroso... Borramos la idea de castigo, y la reemplazamos con la de método curativo... Cuando eliminemos, nuestra acción será análoga a la de ustedes cuando aplican una sangría suelta al hidrófobo... Y si vemos medio de evitar esa sangría, crea usted que la evitaremos.

-¡Eso espero! -respondió Moragas calurosamente-. ¡Busquen ustedes, indaguen el modo -que debe de haberlo- para borrar de la frente de nuestra época ese horror grotesco que se llama el cadalso, y para suprimir ese enigma social que se llama el verdugo!

Al decir esto, Moragas creía oír, en el clapoteo del agua contra los pies derechos y pilotes que sostenían el Espolón, la voz ronca de Juan Rojo y los ahogados gemidos de Telmo.

-Bien sabe usted que el cadalso no está en olor de santidad para nosotros -respondió el joven letrado-. Tenemos mil razones para despreciar, literalmente despreciar, ese aparato de la justicia, tal cual hoy se ejerce. Observe usted el movimiento de las conciencias: estúdielo usted y note que uno de los pocos sentimientos medioevales que persisten y hasta aumentan, es el odio al verdugo. El verdugo es hoy más paria que en la Edad Media. Existe, indeterminada, pero enérgica, la convicción de que no es más que un asesino pagado por la sociedad. Y vamos... raciocinando..., ¿qué más da quitar la vida diciendo «fallamos que debemos condenar y condenamos...», que dando vuelta a una palanca? Pues el caso es que para el magistrado, respeto, y para el verdugo, reprobación. Note usted que en algunas naciones muy adelantadas, verbigracia los Estados Unidos, se aspira sólo a quitar el verdugo, conservando la última pena. O se lincha -lo cual revela un estado anárquico, pero franco y juvenil, en que todos juzgan y ejecutan- o se mata por la electricidad, en que el verdugo no existe. De todos modos, a mí no me horripila mucho más un verdugo auténtico, que esos sustentáculos del garrote, como Cáñamo...

-Según eso, ¿no recelaría usted entrar en relación con el oficial público -preguntó Moragas esperanzado-, estudiarle, conocerle?...

-No lo recelaré en otro círculo más amplio. Aquí no, porque... mi reino no es de Marineda. Por lo demás, creo que el estudio del verdugo, que está por hacer, completaría el de los criminales. Todo verdugo es necesariamente un caso, una anomalía regresiva, una monstruosidad psicológica. Su situación es muchísimo más extraña que la del criminal. Pero aquí... ¡qué diablos! Vale más no ver a semejante alimaña. A quien veremos, y nos reuniremos para verla, si usted quiere, es a la parricida de la Erbeda y a su compañero; no ahora, mientras dura el alboroto y la vocinglería de los primeros instantes, sino después, cuando haya sido fallada la causa; en fin, en alguno de esos períodos en que el público olvida al criminal en la cárcel. ¿Dice usted que esa mujer tiene aspecto dulce?

-Lo tiene -afirmó Moragas-; tanto lo tiene, que se quedará usted asombrado si la ve. Yo no puedo olvidar su aspecto. Necesito hacer un esfuerzo sobre mí mismo, para no erigirme en protector suyo. Amigo Febrero: dichoso usted para quien los objetos sensibles toman forma de ecuación o de algoritmo. Aquí me tiene usted con medio siglo encima, con bastantes desengaños... y capaz todavía, por haber visto pasar a una mujer joven, modesta, atada y entre civiles... de ponerme completamente en ridículo.

-¡Pues cuidadito! -advirtió Lucio-. ¡Mire usted que eso quieren los Cáñamos!


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