Capítulo III


El castillo de San Wintila es uno de los varios fortines con que los ingenieros a la Vauban del pasado siglo guarnecieron la embocadura de la bahía marinedina, para resguardar la plaza de nuevos ataques y embestidas del inglés. A fin de llenar mejor su objeto defensivo, tenía anexo un parque de artillería, servido por un polvorín colocado a conveniente distancia. Para los tiempos de Nelson, en que si el pundonor y la sublime noción del deber militar estaban en su punto, no se habían inventado y refinado y perfeccionado como hoy los ingenios y máquinas de guerra, el castillo de San Wintila era excelente baluarte, capaz de sostener y vigilar la boca de la ría, hostilizando a cualquier buque enemigo que asomase a su entrada. Con todo, según suele suceder en España desde tiempo inmemorial, la línea de fortines que reforzaba la costa de Marineda no es lo más adelantado de aquel mismo período en que se construyó: tiene resabios del sistema de fortificación medioeval, y las formas románticas del castillo roquero pugnan con el exacto trazado geométrico de la casamata. Por eso, al caer la tarde o de noche, el castillo de San Wintila, ya medio desmoronado, posee cierta belleza misteriosa de ruina, y representa dos siglos más de los que realmente cuenta. Hace mayor este encanto lo pintoresco de su situación. En la zona agreste y desierta que Marineda prolonga hacia el Océano -ancha península de bordes ondulados y caprichosos como la fimbria de una falda de seda-, la costa, después de señalar con suave escotadura la negra línea de peñascos que orlan el cementerio, de pronto dibuja una ensenada que, penetrando profundamente en la orilla, se cierra casi, a la parte del mar, por estrecha garganta, forma debida a la prolongación y ensanche del arrecife sobre el cual se yergue el castillo. Al lado opuesto del que oprime la angosta boca, estrecho o canal de la ensenada, se extiende redonda, suave, blanca, deliciosa, una playa de finísima arena.

Aun cuando este arenal presente por tierra el acceso más fácil para los que quieran penetrar en el castillo, nuestra partida eligió descender pasando por delante de la capilla, bajada acaso más rápida, pero también con más exposición a desnucarse, rodando de algún precipicio al arrecife o al fondo de la caleta. La turbulencia de los primeros años goza en arrostrar obstáculos y en encontrar dificultades vencibles.

Más que ninguno se complacía Telmo en el ejercicio arriesgado de correr, mejor dicho, de rodar por aquellas pendientes, desdeñando la senda abierta y franca. Quería demostrar a sus compañeros de una hora que atesoraba como cualquiera y mayor grado que nadie, valor, resolución, agilidad y destreza. Ellos, dejándole precipitarse solo, iban en bandada, cruzando risas, insultos, excitaciones, retos, órdenes y empellones. A la cabeza marchaban Froilán Neira y Restituto Taconer, sin dignarse mirar al pandote, al que, con su presencia y su complacencia, hacía posible la representación del drama.

Al llegar a la fuente que corta la senda, antes de que, haciéndose más impracticable y peligrosa, descienda a la playa, la partida se detuvo a tomar un resuello. Algunos, sofocadísimos, acercáronse a la fuente, con ganas de beber del caño el agua famosa de San Wintila, tenida por medicinal: hubo quien colmó de líquido la gorra, y acanalando la visera, apagó la sed en tal guisa; otros, menos sedientos y más deseosos de cháchara, la emprendieron con unas pobres mujeres que abrevaban en el pilón dos o tres parejas de grandes bueyes rojos. Fue aquello un diluvio de chanzonetas en dialecto. «Comadre, ¿me da a mí de beber?». «Véndame los bueyes, comadre». «¿A cómo vale cada cuerno?». «¿Quiere dos perros chicos por la pareja?». «Ese tiene un sobrehueso en el rabo: aguarde, que se lo voy a amputar». Rompieron las mujerucas en gritos y denuestos, lo mismo que si las pellizcaran. Telmo vio en la broma pretexto de asociarse, de intimar con la partida, y llegándose bonitamente a uno de los bueyes, sacando una navajilla o cortaplumas que siempre llevaba consigo, y ocultándola en la mano cerrada, la clavó con disimulo en el hocico del animal, que saltó enfurecido, bramando y mugiendo, arrastrando en pos de sí a la mujer que tenía la cuerda. ¡Aquí de Dios y del rey! Ya no fue refunfuñar ni gruñir; no fueron gritos ni quejas, sino alarido de muerte el que alzaron las aldeanas. «Socorro, socorro... Lambones, papulitos del infierno, cochinos, señoritos de basura, hemos de ir al juez que vos eche a presidio...». A la sazón reparó una de las mujeres en Telmo, a quien conocía por razón de vecindad, y su fisonomía descompuesta se inflamó aún más de desprecio y odio. «¡Tú habías de ser, hijo de mal padre, malacaste, tiñoso, retoño de la horca!... ¡A tu padre y a ti os habían de agarrotar, en vez de ser vosotros quien agarrota a los enfelices!... ¡Valientes señoritos de estiércol esos que se juntan con una pudrición como tú!...».

Fue como perdigonada repentina que dispersa un bando de gorriones. Los chicos alzaron el vuelo, dejando en pos de sí clamoreo confuso, un ¡uuú! largo y burlón, impotente recurso para ocultar la vergüenza y el interior berrinche. Telmo también clamaba, también gritaba ¡uuú!; pero sus mejillas iban carmesíes y sus pupilas preñadas de cierto salado licor que reabsorbió con sobrehumano esfuerzo.

Ya pisaban el arrecife y deteníanse al pie de las murallas del castillo. Allí era preciso celebrar nuevo consejo. Cartucho y Edisón centraron el corro, dejando a Telmo fuera. Instintivamente, por movimiento propio del alma humana, y sobre todo de la infantil, cerrada a la generosidad y a la equidad, los chicos, al sentir la mortificación del incidente ocurrido, echaban toda la culpa a Telmo, a Telmo, que iba a ser su víctima dentro de breves instantes. Al cargarle la parte más dura y peligrosa del juego, se les figuraba ser justicieros a raja tabla. ¿No había dicho la mujer aquella que Telmo merecía el garrote? Cuanto más se le apretase, más se cumpliría la ley de la justicia, que infama a su propio ejecutor hasta pasada la cuarta generación -mejor dicho, eternamente-. No juraría yo que estas filosofías las razonasen y dedujesen con rigor los alumnos del Instituto marinedino; pero llevaban el germen de ellas en el corazón y en el cerebro y a su impulso obedecían.

Después de haber conferenciado obra de un minuto, intimaron a Telmo las disposiciones militares. «Oyes tú..., hazte bien cargo..., no nos fastidies. Tú eras la guarnición del castillo, y nosotros lo tomábamos por asalto. Te metes en él, y desde allí te defiendes como puedas. Pero, ¡barajas!, si te escondes, no vale. Hemos de verte en las ventanas o en las troneras o en la puerta o en lo alto del muro..., en fin, que hemos de verte. Si te escondes, eres un camastrón, mamalón, mulo, miedoso. ¿Entendiste?».

Telmo levantó su graciosa cabeza de negrito blanco; sacudió briosamente la ensortijada zalea; una sonrisa vanidosa dilató sus labios gruesos, y afianzando la mano en la cadera, respondió enérgicamente: «¡Contra! Ni soy miedoso, ni me escondo, ¡barajas! Para entrar en el castillo, tendréis que matarme».

¡Genio eminentemente español de las defensas heroicas de plazas y castillos, en que un puñado de hombres entretiene y domina a un ejército numeroso! ¡Morella, Numancia, Zaragoza, Sagunto! Nunca vuestro espíritu impulsó a nadie con más fuerza que al bizarro Telmo, cuando a brincos, a gatas, veloz como una lagartija, se encaramaba por el interior del ruinoso y destechado fortín para aparecer, descubierto el cuerpo todo, derramando denuedo, sobre el adarve. En los minutos anteriores a su ascensión por las paredes, no le había faltado tiempo de llenar bolsillos y boina de piedras redondeadas y no muy gruesas -las mejores para arrojadizas- e improvisar una honda con la manga de la camisa, que arrancó de un tirón. Más que en aquel imperfecto instrumento, fiaba en sus brazos fuertes y nerviosos. Era ambidextro, y contaba ayudarse con la izquierda.

El ejército sitiador, replegado en compacta masa a la entrada del arrecife, exhaló un grito viendo aparecer sobre el adarve a la guarnición. Era el aullido que corea la salida del toro del toril. Cada muchacho escondía su proyectil en el hueco de la mano: más de doce brazos hicieron a la vez el molinete, y una nube de piedras, venciendo la gravedad, subió en busca de la cabeza del intrépido adalid. La ley caballeresca de las pedreas infantiles, que manda no disparar sino a las piernas, allí no se observaba; ¿ni qué ley había de observarse con semejante adversario? Pero él, raudo y precavido, esquivó la nube corriendo como un gamo a la parte opuesta del adarve; y sin perder paso ni carrera, hizo el molinete a su vez, y la piedra, silbando al ras de la tierra como un reptil, fue a percutir la canilla de Cartucho, que exhaló un grito de dolor. «¡Barajitas con ese, que me ha roto la espinilla! ¡Piedras, puño, piedras en él!».

Como los otros se reían, Cartucho rumió entre dientes dolorosos ayes; sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no flaqueó su energía. Al contrario: diríase que la rabia del golpe inflamaba su coraje. Tenía fama de excelente tirador de piedra: eligió del suelo una, bien lisa y monda, afilada lo mismo que un hacha, y antes de arrojarla, se detuvo. Telmo esquivara la nueva descarga de piedras lanzada contra él por medio de una maniobra análoga a la anterior: huyendo prontamente al otro extremo del adarve, y refugiándose en un cubo. Esta ocasión aguardaba Cartucho. Calculó adónde se replegaba Telmo, y allá disparó el guijarro con mano certera. El proyectil alcanzó a Telmo en un hombro. El sitiado se detuvo, paralizado sin duda por el golpe. No obstante, ni llevó la mano a la parte lastimada, ni se abrió su boca para exhalar una queja. Lo que hizo fue evitar la segunda peladilla, adoptando una estrategia de salvaje. Presentaba el derruido murallón bastantes desigualdades, y los huecos de los arrancados o desquiciados sillares dejaban sitio para que pudiese una persona agarrarse, sostenerse, ocultarse, y parapetarse en caso de necesidad. Telmo eligió uno de esos huecos, favorables a su plan de defensa, colocándose de tal suerte, que si, para lanzar las piedras, sacaba fuera del adarve todo el pecho, al ver venir la granizada, podía descolgarse apoyando un pie en el hueco, y quedar protegido por el muro. Sus dos brazos como aspas de molino, salían por cima del adarve, arrojando proyectiles con tanto acierto, que ya tres sitiadores cojeaban; lo cual revelaba la caballerosidad de Telmo, que, acosado, sitiado por enemigos numerosos, solo allí para defenderse contra un ejército, acataba la ley del código de honor: disparaba únicamente a las piernas.

Comprendían sin embargo los asaltantes que aquello era cuestión de tiempo, y esto mismo cebaba más su fiereza y su coraje. De trece o catorce piedras lanzadas a la vez, ¿no había de tocar alguna al defensor? ¿No habían de herir aquella cabeza que incesantemente se alzaba y hundía, a modo de diablillo en caja de chasco? En lucha tan desigual, a Telmo le tocaba sucumbir. Froilán Neira (a) Edisón, el más listo de la partida, la única inteligencia calculadora de la reunión, tuvo una idea luminosa.

-No haremos nada, ¡puño!, mientras nos estemos aquí apiñados... Así él sabe de dónde viene la piedra y se escabulle... A repartirse. Callobre, Augusto y Montenegro, allí... Rafael y Santos, a la derecha... Los demás, en aquella peña alta... Yo, en esta obra... ¡Y a la cabeza! En el pecho duele pero no aturde... A la cabeza, entre los dos ojos, que eso derrenga a un buey.

Diciendo y haciendo, el hábil Edisón fue a empericotarse en el arrecife, punto señalado para consumar su hazaña. Era un peñasco negro, picudo, resbaladizo por las verdes algas que lo revestían, y en su centro, una excavación contenía agua de mar, clara y tibia, especie de ensenada en miniatura, en cuyo fondo se veía vibrar sus tenazas a los cangrejos y esponjarse a un pólipo verde botella. El mar, el mar verdadero, bañaba el pie del escollo, y Edisón se mojó las botas para tomar aquella ventajosa posición. No le importaba. Estribó firmemente en la meseta superior del peñasco; acechó, y al ver rebasar del muro la cabeza del sitiado, apuntó a la rizosa vedija de cabellos, alzó el brazo, lo revolvió tres veces con pausa... ¡Ah!, lo que es esta sí que había hecho blanco.

La cabeza desapareció de la rasante del murallón... Los sitiadores exhalaron un grito de triunfo ronco y fiero... Pero la cabeza reaparecía, pálida, surcada por un hilo de sangre; serena, fruncido el ceño, sublimada por radiante expresión de gozo y de heroísmo, y las dos manos, a un tiempo, enviaban a las piernas de Edisón dos proyectiles... Ambos acertaron, y sin causar grave daño al caudillo, lograron no obstante, por la falsa posición en que se encontraba -parecida a la del coloso de Rodas-, derribarle de su pedestal. Cayó, y cayó al mar de plano, y el agua salobre penetró en sus orejas y en sus pulmones, aturdiéndole. Mas como allí se hacía pie, el chico, guiado por el instinto de conservación, braceó y logró salir al playal. El incidente había distraído y aun asustado un poco a sus compañeros: todos abandonaron sus posiciones y se dirigieron a la arena, con la vaga aprensión de algún trágico suceso. Edisón surgió chorreando y bufando de vergüenza, enseñando el puño a la guarnición del inexpugnable castillo. Como si fuese una consigna, todos los de la partida arrojaron a Telmo, en defecto de las inútiles piedras, algún insulto. «¡Cobardón, mandria, bocalán; a que no te pones como antes sobre la pared!... ¡Te escondes, y desde el escondite disparas! ¡No vale, miedoso! ¡Traición!».

Con la serenidad de la tarde, la quietud de las olas, el silencio de aquellos parajes solitarios, las injurias llegaban altas y estridentes al defensor de San Wintila. Y no se sabe cuál fue más pronto, si oírlas o trepar por las grietas y presentarse de cuerpo entero sobre el adarve, con las manos vacías, los brazos desdeñosamente cruzados sobre el pecho, ensangrentada la faz, el traje desgarrado. Su actitud era de reto y provocación, de un reto orgulloso, de vencedor y héroe.

Los chicos, sin consultarse, se inclinaron para coger cada uno su piedra, y sin concierto, a intervalos desiguales, hicieron el molinete, lanzaron el proyectil... Telmo, inmóvil, sin descruzar los brazos, ni poner en practica sus acostumbrados medios de defensa, sin correr por el adarve ni descolgarse buscando la protección del muro, aguardaba... ¿Cuál de aquellas piedras fue la que primero le alcanzó? La escrupulosidad histórica obliga a confesar que no se sabe. Probablemente le tocaron dos a un tiempo: una en el brazo izquierdo, otra sobre una oreja, junto a la sien. Y tampoco se sabe por obra de cuál de las dos abrió los brazos como el ave que quiere volar, y se desplomó hacia atrás, precipitado en el vacío.

Quedáronse los muchachos aturdidos ante su victoria. No la celebraron con gritos ni con clamoreo triunfal. Hagámosles justicia: la conciencia les argüía. Sus corazones nuevos y frescos, sus almas no baqueteadas aún por las componendas de la experiencia y de la vida, les decían a gritos que el lauro estaba manchado de infame cieno. Reinó entre ellos el silencio más profundo. Se miraron. El ruido blando y sordo del mar al estrellarse en la playa, el chapoteo de las olitas contra los escollos del canal, les parecieron voces acusadoras.

-¡Contra! -se atrevió a decir Cartucho, el más desalmado guerrillero-. ¡Lo hemos jericopleado, señores! Duro, por hacer burla de nosotros.

-¡Barajas! ¿Y si está muerto? La hicimos buena... -indicó Edisón, el más previsor, hablando muy bajo, por si le oía el juez.

-¡Qué muerto, ni qué!... Un croquis o dos en la cabeza... Un chichón más o menos -opinó Augusto, rapaz de dos lustros y algunos meses, ya asiduo fumador de elegantes.

-A verlo, a verlo -exclamó Montenegro, tomando a brincos el camino de la fortaleza.

Siguiéronle los demás. Era el arrecife peligroso, resbaladizo; pero los chicos saltariqueaban por él lo mismo que gaviotas. La entrada del fortín no tenía puerta alguna; únicamente amontonadas piedras obstruían el ingreso, y grandes dovelas caídas y poderosos sillares volcados formaban una especie de barricada, que zarzas y ortigas hacían más inaccesible. Salvado aquel obstáculo, tenían que cruzar los sitiadores una poternita baja, y entraban en lo que debió de ser cuerpo de guardia de los antiguos defensores de la fortaleza, pues aún se veían, en el murallón, señales del fuego de la chimenea o cocina en la pared denegrida por el humo. Allí, sobre un montón de escombros que había recibido su cuerpo al caer de lo alto del adarve, yacía Telmo, ensangrentado, blanco como la cal, sin movimiento ni señal alguna de vida. Los vencedores se quedaron de una pieza.

-O está muerto o lo parece -dijo Montenegro con pavor.

-¿Qué muerto ni qué muerto? Se finge para asustarnos -declaró Cartucho.

-No seas bárbaro -respondió Edisón, siempre en competencia con el hijo del armero, que le vencía en vigor, y a quien él vencía en meollo-. No seas cafre. Está muy mal. La hicimos, ¡barajas!

-Pues ahora... no hay más camino que liscarse. ¡Y pronto!

-¿Y ese? ¿Lo dejamos así, como a un gato que se cayó de la buhardilla?

-¿Qué remedio? ¿Te quieres quedar tú a cuidarlo?

-El padre vive ahí cerca, al lado del Campo Santo -advirtió Augusto el fumador-. Podíamos avisar...

-Cállate tú, cállate tú, tapón... A ver si te moneas conmigo... ¿Avisar al padre? A mí no me da la gana de ir a casa del padre, ¡contra!

-Ni a mí...

-Ni a mí...

-Ni a mí, aunque me ofrezcan cien duros...

-Pues largo, que a lo mejor los municipales nos pillan... Cada uno por su lado. ¡Arre!