La piedra angular/Epílogo


La víspera del día siniestro amaneció el cielo cubierto de nubes de plomo. Por la tarde adquirieron un tinte cobrizo, y oscilaban y rodaban por el firmamento a manera de olas de un mar de metal derretido y candente. Rizada la bahía por el airecillo terral, adquirió bajo aquel siniestro celaje tonos de estaño, y en vez de las frescas rachas de invierno que soplaban días atrás, cayó sobre el pueblo un bochorno singularísimo; estremecieron la pesada atmósfera bocanadas abrasadoras, y ascendió del suelo ese vaho asfixiante que precede a la ráfaga del solano.

Frecuente es en Marineda este aire cálido y terrible, que pesa sobre la naturaleza lo mismo que sobre el espíritu. Diríase que a su hálito letal, la vegetación desfallece, el mar se crispa, la luz se torna lívida y el hombre cae en marasmo profundo o en insano vértigo. Sorda angustia oprime los pulmones, y nunca con mayor motivo que en horas tales podría un poeta del dolor decir como el profeta hebreo: «Mi alma miró con tedio a mi vida».

Observaron los marinedinos el estado atmosférico, y aunque no era inusitado, parecioles que tenía, en ocasión semejante, algo de fatídico simbolismo. Un patrón de taller, amenazado de perder la parroquia de la Audiencia, Regencia y Capitanía general si no aceptaba el horrible encargo, comprara a peso de oro la jornada de dos operarios infelices, que, custodiados por la policía y entre rechifla y murmullos de la plebe, habían principiado a levantar el medroso armadijo del cadalso. Hincados los postes, clavada, Dios sabe cómo, la escalera, aplazaron el resto de la obra sin nombre hasta que la protegiesen las tinieblas nocturnas: temieron que la colocación del palo y del banquillo les valiese alguna pedrada; cuando menos, injurias atroces.

Al punto mismo en que los carpinteros, simulando una retirada, tomaban la espuerta de las herramientas y procuraban embeberse por callejuelas sospechosas, cabizbajos, pálidos de vergüenza y deseosos de encontrar pronto un tabernáculo donde el aguardiente les prestase valor para dar, allá a media noche, cima a su tarea; al punto mismo en que el brigadier Cartoné entraba en la Cárcel para llevar un mazo de puros al reo que estaba en capilla, y a la reo, de parte de la señora brigadiera, un escapulario de la Virgen de la Guardia; al punto mismo en que el reloj de la Audiencia marinedina, o como allí dicen, de Palacio, lanzaba al aire una campanada sola, vibrante, solemne -las cinco y media- un hombre, que andaba pegado a la pared y se recataba, costeó la solitaria plaza donde campea la fachada principal del Palacio susodicho, y, evitando acercarse a los centinelas que custodian la Capitanía General, se coló, por la puerta de la Audiencia, al zaguán sombrío que da acceso a las Salas del Tribunal de Justicia.

El portero, viendo al hombre, hizo un gesto significativo, como quien dice «ya sé a qué vienes tú» y, descolgando el reverbero con que se alumbraba para leer un periódico, precedió al recién venido, y ambos se internaron en el pasillo que conduce a la Sala de lo criminal.

Antes de entrar en ella, detúvose el hombre, sobrecogido por la vista del ropero donde cuelgan los letrados sus ropas y birretes. A la dudosa claridad, y en semejante sitio, las flácidas togas, con sus pliegues sepulcrales, parecían negros espectros de ahorcados. El birrete, distante de la toga, deja un claro que semeja el rostro, y el vuelillo representa la mano. Dominando el primer movimiento instintivo, siguió adelante. El portero abrió la Sala; aplicó un fósforo a la boquilla de un brazo de gas, y la viva luz azul y dorada relampagueó, iluminando la estancia plenamente.

-¿Es por aquello? -silabeó el portero, que era un viejecito catarroso y temblón-. Pues mejor será que se lo traiga aquí. Allá no se ve nada, y con tanto trasto, ni se revuelve uno... Vaya, voy por todo. Aguarde.

Quedose solo el hombre en el templo de la Ley. Sus ojos divagaron con extravío por el recinto, que solitario y mudo adquiría entonces extraña majestad, algo que impondría respeto a la persona menos reflexiva. Vestía las paredes un venerable damasco carmesí: la tela de la etiqueta y de la representación oficial en España, la que tan bien armoniza con las molduras doradas y tan rico fondo presta a las austeras cabezas del clero y la magistratura. De igual tejido eran los sillones, sobre cuyas tallas de oro apagado campeaban la balanza de Temis y la espada vengadora. Idéntico tono de púrpura intensa tenían el forro de la mesa y la tribuna del Fiscal. Bajo el dosel del Presidente, el Rey Alfonso XII, amarillento, injuriado por el pincel de un mal retratista, fijaba en el espectador sus ojos inteligentes y tristes. Las arrogantes armas de España, bordadas con oro, decoraban el respaldo de los bancos, de raído terciopelo granate.

Por efecto sin duda del estado de su alma, el hombre creyó nadar en un charco sangriento. Aquel color vivo que le rodeaba, le infundía deseos de rasgar, de arrancar; impulsos de toro acosado, destructores, feroces, ciegos. «¡Si pudiese hacer pedazos la Sala!», pensó, mientras en su trastornada cabeza retumbaban furiosas voces. Volviole a la razón momentáneamente la entrada del portero, que traía en las manos dos cajas cuadrilongas. Eran los instrumentos, que se custodian en la Audiencia, en un cuchitril obscuro, escondidos como si fuesen la prueba de un crimen, hasta que, la víspera de la ejecución, los recoge el verdugo para adaptarlos al palo...

Depositó el portero las cajas sobre la mesa, no sin cierta visible repugnancia, y Juan Rojo, sereno ya en apariencia, serio y poseído de su papel, se aproximó y alzó la tapa, a fin de reconocer el contenido.

Debajo de paños empapados en aceite, reluciente y limpio como si se acabase de frotar, apareció uno de los dos garrotes: cabalmente el modificado con arreglo a las indicaciones de Rojo. Tiene este artefacto de muerte, que la produce a la vez por estrangulación y por asfixia, el defecto de que en ocasiones retrocede el eje de hierro donde empalma la cigüeña, y no logrando el torniquete destrozar con la rapidez necesaria las vértebras cervicales y reducir el pescuezo al diámetro de un papel, puede la agonía de la víctima prolongarse un espacio de tiempo en que cabe un infinito de horror. No tanto por esta consideración como por miedo a un fracaso y a una grita, Juan Rojo había discurrido sujetar la uña que alianza la palanca o cigüeña de un modo ingenioso y seguro, y se envanecía de su obra. Aquel perfeccionado garrote fue el primero que registró... Después examinó el segundo, cerciorándose de que giraban bien ambos: y cerrando las cajas y envolviéndolas en roto paño de sarga negra, las ocultó bajo la capa, sin decir palabra al portero, que tampoco parecía demasiado locuaz. Viendo que Rojo cargaba con sus prendas, tosió el vejete, gargajeó, dio vuelta a la billa del gas, y tomando otra vez su reverbero ahumado, guió silenciosamente hacia la puerta. Hasta que Rojo traspuso el umbral, no le dijo en tono más irónico que amistoso:

-Vaya, abur... Tiento en las manos. ¡Y que aproveche!

Rojo ya no podía oírle, ni se oía más que a sí mismo. Después del tenaz y delirante insomnio; después de haber reemplazado el alimento con la bebida, sin conseguir la bienhechora embriaguez; después de un día entero de dar vueltas a las mismas ideas en la angosta caja de su cráneo, dolorida y próxima a estallar, Juan Rojo tropezaba siempre contra una pared de dura roca: la imposibilidad de la desobediencia. «La autoridad manda... ¡Yo no puedo negarme! Soy un funcionario... ¡Tienen derecho sobre mí!». Recordaba su promesa, cierto; pero ¿qué significa la promesa libre, voluntaria, contra el mandato superior, la obligación? «No, no me puedo negar... ¿Quién soy yo para negarme?». Problema sin solución para Rojo...

Miento... Una solución se le había ocurrido en las horas de solitaria desesperación que pasó sin dormir, viendo la cama de Telmo vacía, y vacío el cuarto, y vacío más que todo el mundo... Y de día tornó la solución a presentarse, clara, sencilla, consoladora y tremenda... Fue por la tarde, cuando las primeras ráfagas de aire solano vinieron, como vahos de caldera infernal, a estremecer el ambiente marinedino. Rojo acababa de atar los picos de un pañolón viejo, un pañolón que había pertenecido a su mujer, y que serviría de baúl a la ropa de Telmo: Juliana se encargaba de llevarla a casa del Doctor. La vista de aquellos despojos del naufragio de su vida evocó en Rojo la memoria de las agonías pasadas y presentes. Volvió a ver, como si los tuviese delante, con la lucidez que se adquiere en las horas supremas, a María y a Telmo; pero no a Telmo ya crecido, sino tal cual era en brazos de su madre; vio sus manitas gordezuelas, que salían del mantón de abrigo en que andaba envuelto y buscaban a tientas el seno maternal... Madre y crío, así apretados, llenos de intimidad, de dulzura comunicativa, se reían, se halagaban; pero al acercarse Juan Rojo, deshacíase el grupo: la madre arrojaba a la criatura lejos, muy lejos, y salía huyendo, tan rápidamente que más parecía haberse disuelto en humo por el aire...

-«Para no desobedecer y al mismo cumplir la palabra...», volvía a pensar Rojo algunas horas después, al dirigirse hacia su rancho apretando bajo el brazo las dos cajas cuadrilongas. Ya no se veía cuando entró en el camaranchón: a tientas -no quiso encender luz- buscó algo sobre una mesa, y soltando en ella su carga, encontró lo que deseaba: botella y vaso. Echose al cuerpo un largo sorbo, y le pareció ver más claro en su perro destino, confirmádose en que ni tenía otra salida, ni otro alivio que esperar. Único medio era aquel de cumplir los deberes que entendía le ligaban a la Ley, a la Justicia social y a la Vindicta pública -entidades hijas de la conciencia, y que, por lo mismo no pueden sobreponerse a su augusta genitriz...

«Otro sorbo... y ánimo». Un estremecimiento, una horripilación recorrió las venas del hombre que tenía por oficio matar. Paladeó el ajenjo de aquel susto, y lo afrontó, y logró que le amargase menos. ¡Bah! Un segundo, un pataleo, menos aún, la convulsión de un cuerpo atado, al hincarse en las vértebras un tornillo... Eso y nada más es la muerte. Embozose y salió. Tocaban al Rosario en la capillita próxima, y Rojo dudó primero, y luego entró en ella despacio, y se arrodilló entre los grupos de mujerucas. La voz gangosa del sacristán se elevó iniciando el rezo, pero Rojo no tomaba parte en él: su garganta no sabía articular sonidos, y lo sentía, porque era creyente y ansiaba rezar entonces. Una vecina le reconoció y le señaló a otra con el dedo, mostrando desagrado y reprobación. Rojo sintió un hervor de ira. «¡Ni aquí consienten mi compañía, centella! Señálame, señálame, vieja del diablo, que para lo que me has de señalar...».

Volvió a salir, y con paso tranquilo, muy ensimismado, tomó el camino de la Torre. La luz del Faro atraía sus ojos; se le figuraba que desde allí, más bien que en la capilla, alguien le miraba piadosamente. Sin embargo, a los diez pasos retrocedió; entró de nuevo en el rancho, y recogió el envoltorio de las cajas. Llevándolas bien cogidas, emprendió la ascensión otra vez.

El camino serpeaba, y al través de campos yermos rodeados de peñascales, subía hasta el promontorio, donde la fenicia Torre se yergue imponente, justificando su dictado de centinela de los mares. Oíase cada vez más próximo el tumbo del Océano que rebotaba contra las peñas, y un aire potente, vívido, rudo como la misma costa, azotaba el pelo gris de Rojo. Ya al pie de la alta plataforma, que descansa en la escollera, Rojo se detuvo, y, en vez de subir la escalinata, metiose por los eriales y marismas que conducen al arenal de las Ánimas, el cual tal vez deba su fúnebre nombre a las muchas víctimas que cada invierno, en la pesca del percebe, sucumben en tan temeroso paraje.

Antes de que Rojo sentase el pie en el arenal, le paró, helándole la sangre en las venas, el mugir lúgubre y pavoroso de dos hinchadas y cóncavas olas, que al reventar le salpicaron de espuma... Y no era día de tormenta, ni acaso fuese aquella la marea más viva del equinoccio; pero debe de tener la ensenada de las Ánimas tan especial hechura, que el Océano, al derramarse allí, se encuentra preso, herido, subyugado, y rebrama, y salta en remolino arrollador, y quiere escalar el cielo...

Juan Rojo se sintió a la vez espantado y ensordecido. El oleaje, con su misteriosa blancura cerca y su inmensidad incolora allá lejos, le aplanó el alma, y como el marino arroja lastre por cima de la borda, lanzó a las rompientes las cajas que oprimía bajo el brazo. Las olas no interrumpieron su clamoreo ronco de ardiente jauría que persigue a la res. El padre de Telmo se volvió de espaldas al mar, y no viéndolo, recobró ánimos; dejó sobre una peña capa y sombrero; sacó un pañuelo del bolsillo; contempló un minuto, intensamente, la luz del Faro; luego dobló el pañuelo y se vendó los ojos apretando mucho, de manera que también tapase los oídos, para no escuchar la voz del abismo, que le haría retroceder... Y así, ciego y sordo, anduvo con los brazos extendidos hacia delante, hasta que de pronto se sintió envuelto, cogido, arrastrado, y el agua, al inundar sus pulmones, sofocó el grito supremo.

Fin