La perla sin compañera

La perla sin compañera
de Clemente Althaus


A su esposo


Para siempre, cual rápido sueño,
aquel tiempo feliz ha pasado
en que, amada y amante en un grado,
los deleites del cielo gocé:
Lima toda miró con envidia
nuestras dichas y castos amores,
y por fácil sendero de flores
resbaló descuidado mi pie.
Un audaz misterioso extranjero
a quien yo, sin saberlo, inspiraba
vil amor, y una pérfida esclava
me envolvieron en red infernal:
mas no pudo domar mi constancia
el peligro de próxima muerte,
y morir prefiriendo a ofenderte,
di mi pecho al agudo puñal.
El deber y el amor a par fueron
de mi fe combatida el escudo;
mas, si entonces el deber tanto pudo,
aún sin él me bastaba el amor:
y al caer, en mi sangre inundada:
«dulce esposo, clamé, por ti muero»
y tu nora re fue el nombre postrero
que en mis labios oyó el matador.
¡Ah! ¡por qué su puñal, más certero,
insanable no me hizo la herida!
¡Para qué he recobrado la vida,
si te miro dudar de mi fe!
Yo que quise la vida tan sólo
para ti, dulce bien, y contigo,
sin tu amor hoy la vida tan maldigo
que por él tan preciosa me fue.
Tus recelos me dan lenta muerte:
cese, cese este largo combate:
toma al fin una espada que mate
de una vez a la triste Isabel:
¡ah! yo misma me abriera gustosa
este fiel corazón, si creyera
que, después de mi muerte siquiera,
mi inocencia leyeras en él.
¡Fuera mi alma visible a tus ojos!
¡Fuera el pecho cristal transparente,
por que vieras desde hora patente
cuán injusto es tu largo desdén!
Lo sabrás algún día en el mundo
donde no entran ni dudas ni celos,
porque en él, sin engaños ni velos,
cara a cara las almas se ven.
Si del mundo el error me condena
y te aplaude, yo invoco, yo espero
en el juez imparcial y severo
que nos ha de juzgar a los dos:
me oirás en el último trance,
en esa hora en que el labio no miente,
repetirte que soy inocente
ante el santo ministro de Dios.
Más, si acaso la voz del que muere
no bastara a borrar del delito
la sospecha tenaz, yo te cito
para el juicio tremendo final:
allí, en faz del humano linaje
convocado ante el trono divino,
oirás de mi propio asesino
que tu esposa te ha sido leal.
Los que un día a Isabel conocisteis,
¡cuántas lágrimas dierais al verla!
ya no luce de Lima la Perla,
la que todos llamabais sin par:
de su seno el dulcísimo abrigo
hoy le niega su concha querida:
¡Pobre perla olvidada, perdida
en los negros abismos del mar!
Mas adiós, que la Muerte me aguarda
y me llama, sus brazos abriendo:
a mis hijos no más te encomiendo;
son tus hijos, esposo, también:
estas prendas te daba tu esposa
en aquellos dulcísimos días,
en que, libre de dudas impías,
sólo en ella cifrabas tu bien.
Y vosotros, pedazos del alma,
que reis, mi dolor ignorando,
sed felices, mis hijos, y cuando
de algún labio la amiga piedad
mi tristísima historia os relate
y mis fieras desgracias lamente,
bendecid a una madre inocente
y de un padre el rigor perdonad.


(1868)


Esta poesía forma parte del libro Obras poéticas (1872)