La opinión pública - II

La opinión pública
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II


 La opinión pública no es tan caprichosa como parece muchas veces. Es verdad que en alguna ocasión precipita de la roca Tarpeya al que pocos días antes había elevado al Capitolio; pero éstas son reacciones violentas y transitorias, que no siempre son obra de la opinión pública. Esta obedece á leyes morales, no bien estudiadas y definidas todavía.

 ¿Por qué en España, como nos decía aquel ministro liberal, todo Gobierno que persigue á la Iglesia es Gobierno muerto, y en Francia no hay opinión pública suficiente para soportar un Gobierno católico, motivo por el cual no llegó á reinar Enrique V? No será porque si; ¿cuál es, pues, la ley moral, la relación de causa y efecto que produce este diferente resultado?

 Uno y otro pueblo vienen trabajados de mucho tiempo por la revolución; la propaganda de la masonería, la acción de la prensa impía y pornográfica no cesa; la influencia del judaísmo es efectiva é incontrastable, y sin embargo, el pueblo francés, la opinión pública en Francia no es la misma que en España, no obstante el espíritu de imitación que nos lleva á tomar por modelos en todo a nuestros vecinos. ¿Cuál es la causa?

 La misma que hace que en Francia mismo haya departamentos, como la Bretaña, la Normandía y la Vasconia, que tienen tendencias religiosas y espíritu de sumisión que no tienen otros, esencialmente levantiscos y revolucionarios. La misma que hace que de un mismo padre nazca un hijo dócil y bueno y otro díscolo y malo, por más que el primero pueda llegar á pervertirse y el segundo á corregirse, siendo en el uno las tendencias naturales diferentes que en el otro.

 Esto contradice esta solidaridad que el cosmopolitismo revolucionario ha querido establecer entre todos los pueblos. La misma Internacional ó socialismo obrero, que han querido unir á todos los trabajadores de Europa bajo una misma dirección, tropiezan con las dificultades que presenta la diferente índole de los pueblos. El obrero inglés piensa y obra de muy otra manera que el obrero francés, y en España mismo el socialista andaluz procede de distinto modo que el catalán.

 ¿Por qué aquí se producen guerras religiosas, cuando en ningún otro país del mundo hay elementos para sostenerlas, ni en la misma Italia, con tener en su seno la capitalidad del orbe católico? Se dirá que porque en España hay más fe y se conserva más espirita religioso; pero á nuestra vez preguntaremos: ¿por qué hay aquí más fe y se conserva todavía este espíritu religioso, habiéndose hecho más quizá, ó tanto por lo menos, que en otras partes para destruirlo?

 Pues esto tiene que averiguar el que quiere estudiar los movimientos de la opinión pública y conocer lo que es ó no posible, lo que es fácil ó difícil, lo que conviene ó es perjudicial en nuestra patria.

 España es y será siempre esencialmente religiosa, y en Religión esencialmente católica, porque no puede prescindir de este elemento de vida para su espíritu y para su cuerpo. No puede pasarse del Catolicismo; cuando se lo quitan enferma, se entristece, se pone furioso porque se encuentra mal, y en cuanto suelta la influencia que le separa de él corre á su seno y recobra su bienestar.

 ¿Y por qué esto? Porque su imaginación es demasiado viva para dejarla sin objeto que la alimente; porque sus pasiones son demasiado fuertes para dejarlas sin freno; porque entregado a su racionalismo y á su moral independiente se desboca, se precipita y cae rendido ó destrozado.

 Por esto cuando deja la creencia ó las prácticas católicas acepta desde luego la superstición espiritista, la masonería, cree en brujerías y convierte la misma creencia católica en fanatismo supersticioso, negando, por ejemplo, á Dios y prestando culto ferviente á la Virgen del Carmen, á San Antonio ó á cualquier otro Santo, y dejándose guiar y explotar por una cartomancera, por una gitana ó por un curandero saludador.

 ¿No vimos acaso que en la época de la revolución de 1833 á 1845, no sólo los hombres derribaban iglesias y destrozaban conventos, sino que dejaron de ir á Misa y luego reapareció el sentimiento religioso, que en la revolución de Septiembre volvió á perderse, abandonando los hombres los templos y abrazando la República como sistema que les separaba de toda creencia y de toda práctica religiosa, y después ha vuelto á renacer, llenándose las iglesias de hombres, levantándose en pocos años más templos y conventos que nunca, formándose Asociaciones religiosas de propaganda católica, numerosas y llenas de excelente espíritu cristiano, y verificándose romerías y actos de piedad edificantes y verdaderamente populares?

 Es verdad que las impías Dominicales del Libre Pensamiento es el periódico que más tirada quizá tenga todavía; pero esto no influye en la opinión pública ni puede detener la corriente que arrastra por caminos opuestos á su deletérea propaganda.

 Hay un hecho que demuestra la existencia de esta ley que venimos estudiando. Los periódicos de especulación, los que buscan ante todo el perro chico del público y dejan á un lado la defensa de principios y los intereses de partido, estos periódicos no atacan, como antes, abiertamente las creencias católicas, y vierten la pornografía por dosis pequeñas, así como los franceses y ellos mismos en otras épocas la vertían á chorro, porque saben que con esto disminuyen la venta y encuentran cerrada la puerta de las casas decentes. En una palabra, porque encuentran una opinión pública contraria, más fuerte que ellos, y que con su casi omnipotente acción no han podido arrastrar ni torcer.

 Estúdiese bien este dato, y véase cómo de ciertos periódicos de ideas perversas sus mismos lectores dicen lo que se merecen, y los califican duramente, por más que se distraigan en sus impiedades. Es que hay una ley que rige á la opinión pública, ley superior que la domina.

 Esta ley natural hace que así como un inglés, un alemán, por ejemplo, encuentren en su fría razón alimento para su espíritu, aunque este alimento sea el error religioso, y freno para sus pasiones, poco vivas en su temperamento y domables por su educación y cultura, el español no puede resistir el alimento del error, y sólo se siente sano nutriéndose de la verdad.

 El sentimiento religioso es para nosotros, además de necesidad del espíritu, necesidad social y política. De los Gobiernos liberales, esto es, contrarios á la Religión católica, han nacido todas las desventuras de la patria, la ruina de la Hacienda, la decadencia de su riqueza, su malestar, la división de los partidos y la explotación que por turno van haciendo del país. Y á medida que el malestar va creciendo, instintivamente se van levantando los ojos á las causas y reconociéndose que la inmoralidad, la injusticia y los demás vicios que nos arruinan son incompatibles con el espíritu católico que antes informaba á nuestra nación.

 De aquí que se produzca, naturalmente, una reacción irresistible hacia ese espíritu.

 En el orden social los españoles necesitamos también de la influencia religiosa. En las demás naciones hay un sentimiento muy fuerte que, hasta cierto punto, lo reemplaza y produce el buen orden social, y es el respeto á la ley. Este es absoluto en Inglaterra, Alemania, Estados Unidos, Suiza y demás naciones civilizadas. En Francia mismo, diciendo; «Lo manda la ley», nadie piensa en burlarlo. No hay cuidado que de las naciones que hemos citado salga un frasco sin que lleve el sello que la ley fije, aunque no haya fiscalización alguna.

 En España, donde este sentimiento de respeto á la ley no se conoce y nadie piensa más que en burlarla, porque el liberalismo las ha dado aquí tan odiosas y vejatorias que se hace necesario buscar la manera de eludirlas, no hay más freno social posible que el religioso. Por esto aquí cunde la criminalidad, aumenta la inseguridad personal, crece el número de las gentes que viven del vicio; y es necesario que se tema á Dios si se quiere que haya freno social. Esto lo siente la opinión pública y va instintivamente en busca de este freno social, si no cada uno para sí mismo, para los demás.

 El sentimiento religioso es, por otra parte, el único que puede suplir á la cultura social y á la educación que se usa en las naciones más adelantadas. La altiva rudeza del carácter español, la falta de formas, nacida del exceso de naturalismo en que queda el cultivo del espíritu, esta repulsión á dominarse, á reprimirse, no tiene más correctivo que el sentimiento religioso, que inspira respeto, humildad, paciencia, mortificación, espíritu de caridad.

 Hallándonos un día en París esperando turno para entrar en un retrete público, chocamos con un obrero de blusa, barbudo, desgreñado, cara feroz, como esas que la caricatura nos pinta al representar un anarquista, y le cedimos el paso, porque realmente estaba delante de nosotros, pero él retrocedió y nos hizo pasar diciendo respetuosamente: «Burgués, todos somos hermanos y nos hemos de sacrificar unos por otros; yo os cedo mi puesto.»

 A ver qué español de su condición haría y diría esto. Lo haría en otras frases sólo el que fuera educado católicamente.

  L. M. de Ll.


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