La opinión pública - I

La opinión pública
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I


No es otra cosa la opinión pública que el pensar, el sentir, el querer de la masa general de una nación ó de una época.

¿Tiene la opinión pública influencia en la marcha de los sucesos? Muy controvertido se halla este punto, sin haber tenido solución unánime ni definitiva, puesto que se pueden citar infinidad de hechos en apoyo de ambos extremos.

Los que niegan esta influencia dicen, por ejemplo, con apariencia á lo menos de razón: la Francia era católica y profundamente católica en el siglo pasado. Si la opinión pública hubiese tenido influencia, ¿se hubiera producido una revolución tan impía, tan inmoral, tan demostrativa de la carencia de toda clase de virtudes y de sentimientos cristianos como la que estalló en 1787 y dura todavía en sus principios y en su esencia?

En cambio los que sostienen que la opinión pública llega á imponerse citan, además de la guerra de la Independencia y de otros ejemplos, el de la caída de Espartero en 1843, regente del reino, y el hombre que con más prestigio había entrado á ocupar el poder. De esta caída, que fué efecto positivo de la opinión pública, dice un historiador:

«Nunca, desde 1808, ha habido en España un movimiento de insurrección más espontáneo, más general, más uniforme que el de Junio de 1843. No era un motín popular, una sublevación del Ejército, un pronunciamiento de partido lo que se operó entonces en el reino. Era la sublevación en masa del país, anhelante de tranquilidad y de mejoras positivas; era el alzamiento de todos los partidos contra una fracción tan exigua como desacreditada que convertía al jefe del Estado en juguete de sus miras ambiciosas y egoístas, sobreponiéndolas á la Constitución y á la conveniencia general, inutilizando los gérmenes de prosperidad que por todas partes brotaban, y sometiendo los destinos de la patria á una política mezquina, personal é infecunda.»

Con este juicio concuerdan todos los historiadores, confirmándolo el recuerdo de los que fueron testigos de aquel formidable movimiento de la opinión pública que hacía salir de sus pueblos á todos los hombres hábiles armados de escopetas, hoces y palos contra aquel Gobierno.

La opinión pública es como la superficie del mar, que se mueve en corrientes dóciles al impulso del viento que las empuja.

El público siempre ha tenido opinión, porque siempre ha pensado ó sentido algo; pero no siempre ha tenido medio de manifestarse, de organizarse y de obrar. Por esto la opinión pública no siempre es una fuerza.

Dicen que la opinión pública se extravía muy fácilmente. Es cierto; porque las masas no suelen discurrir, sólo se impresionan. Pero también lo es que con la misma facilidad con que se impresionan se desimpresionan; con la misma vivacidad con que se desbordan se reaccionan y vuelven á su centro natural.

Por esta razón los Gobiernos modernos, que se apoyan en la opinión pública y que la consultan por medio del sufragio electoral, son tan inseguros, y, por consiguiente, tan infecundos, que á cada nueva elección encuentran cambiada la opinión nacional.

Pero, si bien se considera, hay algo fijo, permanente en la opinión pública que la obliga á retroceder hacia su centro de gravedad cada vez que una fuerza externa la impresiona y la agita en uno ú otro sentido. Sucede como con las olas del mar, que avanzan ó retroceden, ya furiosas haciendo estragos en la playa, ya en fastidiosa calma, pero volviendo siempre á los límites que le son naturales en cada costa.

Este algo existe en cada época y en cada nación ó en cada pueblo. Y este algo es como un fluido, como un espíritu, un temperamento que le da carácter particular y forma como su centro de gravedad, que la atrae y la arrastra en medio del flujo y reflujo de los acontecimientos.

Este espíritu es lo fijo, lo que cuesta mucho de cambiar. Así, por ejemplo, ¿qué duda tiene que el espíritu de la época actual es el racionalismo, el predominio de la razón individual, que no quiere someterse, que no quiere obedecer ni aceptar reglas ni dogmas que le repugnen? ¿Quién dudará de que sea cierto esto?

Alrededor, pues, de este espíritu ruedan todos los cambios políticos, todas las revoluciones y todas las corrientes de la opinión pública. Y el que quiera estudiar la marcha de los sucesos ha de tener en cuenta este espíritu y buscar la manera de cambiarle este espíritu funesto incompatible con el orden moral y con la vida ordenada de la sociedad.

Dentro de este espíritu racionalista de la época hay, según los temperamentos é historia de cada pueblo, un fluido, una tendencia, una esencia que el racionalismo modifica, pero no borra. Y ese fluido es el sentimiento religioso de cada nación.

Donde, como en Francia, el sentimiento religioso dominante es la indiferencia, todas las revoluciones, todos los movimientos de la opinión pública obedecen á esta tendencia. Ninguna revolución se ha hecho en favor del sentimiento católico. Imperio, Monarquía, República, todo está basado en el indiferentismo religioso, si no en el sentimiento anticatólico.

En España, por el contrario, donde, por más que se diga, el sentimiento religioso y la tradición católica forma la esencia de la nación, todas las revoluciones que se han hecho en contra de este sentimiento han sido seguidas de una reacción católica que las ha ahogado, porque iban contra la esencia, contra el espíritu del pueblo español, por más que la opinión pública momentáneamente las haya apoyado ó consentido. Son extravíos de la opinión que se rectifican cuando llega la calma, la reflexión y la experiencia.

Por esto decía con gran verdad un ministro de la época de la revolución de Septiembre: «Nosotros perseguimos á la Iglesia á pesar nuestro, porque así lo exigen los compromisos ó las circunstancias que nos rodean; pero ya sabemos que con esto nos matamos, porque sabido es que Gobierno hostil al sentimiento católico es en España Gobierno que no puede durar.»

Continuaremos, pues hay mucho que rectificar en el concepto que se tiene de la opinión pública.

L. M. de Ll.


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