Capítulo XXIV : Cada uno con su secreto

editar

Don Francisco de Toledo era un hombre impresionable y ardiente. A una viveza de ideas muy notable reunía la pretensión de tener una voluntad firme, mucha energía y grande punto por las regalías de su autoridad. Sensible y bueno por naturaleza, era no obstante violento e imprudente por carácter, alborotador y gritón, pasionista y personal: de todo hacia causa propia, y había llegado a Lima con tal idea de su magisterio y de su poder, que fue el verdadero fundador del tono de corte y de grandeza que el Virreinato del Perú tomó desde entonces, a términos de no ceder en fausto ni en prestigios a la corte misma de Madrid.

La figura del Virrey era abierta pero poco imponente. Era pequeño de cuerpo; rostro diminuto y tez blanca y colorada; ojos pestañeadores inquietos y medio irritados movimientos rápidos y continuos; y un cabello excesivamente rubio que empezaba a ponerse blanco imitando las plumas del cisne, como el de Ovidio: eran los rasgos prominentes de esta fisonomía.

Este señor tenía un respeto innato a los hombres graves y mansos que no se apuraban por hacerse oír ni por imponerle opiniones; y cuantas menos intenciones se lo mostraban de hacerse valer con él, tanto más seguro era que al fin él había de buscar la opinión del que se le reservaba con prudencia; efectos del orgullo de familia y de posición.

El tributaba una verdadera veneración al señor Arzobispo Morgrovejo. Mas no era lo mismo con el padre Andrés, cuya naturaleza altiva, posición independiente, fanatismo exclusivo, y carácter rebelde, producían una continua exasperación en el ánimo del Virrey. No obstante que aquel padre era su confesor titular, existía entre ellos aquella insuperable aversión, aquel odio, aquellos celos, aquellas rivalidades, aquel antagonismo que hubo siempre entre la potestad civil y eclesiástica de todos los países y que no cesó sino el día en que ésta sometió a la otra las atribuciones soberanas con que había usurpado todas las fronteras del poder temporal.

Don Francisco de Toledo había militado en Italia a las órdenes del famoso Condestable de Borbón, que abandonando las banderas de su patria -la Francia- había tomado servicio con Carlos V. El Virrey había asistido al saqueo de Roma, a la prisión y encarcelamiento del Papa, y a mil otras peripecias de las de aquella época de corrupción en que la persona del Vicario de Jesucristo se mezclaba con todas las inmundas intrigas de la ambición y del latrocinio, comprometiendo el augusto carácter que había recibido de su divino fundador, y arrastrando la tiara por el fango que dejaba la sangre de aquellos combates innobles, en donde no se ventilaban sino los intereses personales de los déspotas, que cual una bandada de buitres devoraba a la iglesia.

El joven militar había salido de esta escuela, un tanto irrespetuoso a las dignidades de la iglesia, y no pocas veces se jactaba con grandes carcajadas de risa de haber «manoseado al Papa Clemente VII» aludiendo a las muchas veces que le había hecho la guardia en la prisión del Castillo de San Ángel y que lo registraba la comida, los vestidos, el cuarto en precaución de que el Santo Padre nos intrigase para evadirse para Francia.

No por esto don Francisco de Toledo era irreligioso; pero su devoción era parecida a la de los sacristanes de la Iglesia, que habituados a manosear los santos, a vestirlos y desnudarlos, llegan a mirarlos con cierta confianza de intimidad, que si bien disminuye en ellos el sentimiento de veneración que les presta el vulgo, no los hace por eso ni menos devotos ni menos fanáticos.

De todos modos -el hombre no podía desprenderse de cierto menosprecio hacia los frailes, y no podía comprender siquiera que un Virrey tuviese que contenerse ante las pretensiones del sayal.

Eran muy graves ya las contiendas que esta predisposición de ánimo había producido entre él y las autoridades eclesiásticas; y el Consejo de Indias, lo mismo que la Mesa del Rey estaban llenas de memoriales y testimonios, de quejas y apelaciones provenientes de la anarquía radicada entre estos dos poderes. Diré de paso que esto sucedía no solo en Lima, sino en todas partes donde había un corregidor y un cura -desde Méjico hasta los rincones del Paraguay como lo atestigua la historia.

Este hecho fatal, impersonal, diré así, de las dos autoridades, tomaba colores más o menos violentos, según el carácter de las personas que en uno u otro campo asumían el mando; y a cada instante se veían Virreyes, gobernadores, y alcaldes, depuestos por los obispos y sus partidarios, o bien obispos depuestos por los gobernadores y remitidos a España con prisiones: una incesante anarquía era de regla en este particular.

El Arzobispo de Lima era una verdadera excepción de la regla, gracias a las virtudes y a la prudencia del venerable Morgrovejo, prelado sabio, imbuido de un cristianismo puro de ambiciones terrenales, y que a una erudición asombrosa en las ciencias eclesiásticas reunía las convicciones de un civilista, porque era enemigo declarado del ultramontanismo.

Pero para que no faltara el germen estaba allí el Tribunal del Santo Oficio, imbuido de máximas deprimentes de la autoridad civil y de la autoridad arzobispal a la vez; y a la cabeza de ese tribunal estaba el padre Andrés y el Fiscal Estaca, hombres ambos presuntuosos y tercos que no acataban por superior a nadie, ni en la jerarquía, ni en el poder: y que, preciso es decirlo, estaban autorizados a ello por la naturaleza de las leyes a que debían su jurisdicción y su carácter.

Esta situación que no dejaba de ser bien comprendida por el Padre Andrés influía mucho para que él diera un doble valor a los secretos de que Mercedes era poseedora.

Sabía que entre él y el Virrey mediaba una hostilidad implacable, hostilidad de persona a persona y de autoridad a autoridad y no se ocultaba el júbilo con que el Virrey se habría aprovechado de cualquier pretexto, de cualquier causa aparentemente legal para deprimirlo, y fortificar el tenor de las acusaciones y quejas remitidas a la corte; pues el Virrey estaba también al cabo de cuanto el padre trabajaba por hacerlo deponer.

Cuando el Virrey se apercibió de que el padre Andrés procuraba saciar su codicia y su odio contra la familia de Pérez en la ruidosa causa de herejía, que le había formado, no pudo contener su indignación; y en los ímpetus de su orgullo creyó que degradaba su autoridad, que mostraba miedo si se resignaba a ser silencioso espectador de una causa que tanto interesaba a la quietud pública del Virreinato; y no bien supo la prisión de doña María, mandó inmediatamente decir al Arzobispo que lo esperaba aquella noche para tomar de él un consejo.

El venerable Prelado acababa de entrar a un salón reservado del Palacio, en donde el Virrey lo había recibido cuando un ayudante de este le trajo una esquela que el virrey abrió: no bien leyó dos renglones dijo:

-¡Infeliz!... Lea su ilustrísima y dígame si esto no parte el corazón.

El señor Arzobispo tomó la esquela y leyó: «Excmo. señor: único amparo, después de Dios, que me ha quedado en medio del duelo que cubre mi casa, en este momento, señor, acaba de morir mi esposa; no ha podido resistir a las amarguras ni al terror porque ha pasado; y esta desgracia me excusa, señor, de presentarme a V. E. como me estaba ordenado. Dos palabras, señor; mi suerte y la de mi hija quedan en las manos de V. E. ... Me creía incapaz de llorar: pero si continúo...

»Apiadaos, señor, de vuestro humilde criado: Felipe Pérez y Gonzalvo»

-Me hace el favor S. S. I. de decirme si puedo yo permanecer indiferente a semejante espectáculo.

-Señor Virrey; ¡es atroz!... Pero las leyes hacen de las causas de este género una propiedad particular de la Inquisición.

-Las leyes, las leyes -dijo el Virrey paseándose con enfado-, las leyes las hacen ellos mismos para salir con su antojo... No era así en tiempo del señor don Carlos, que bien se... en los frailes y en la Inquisición, y si no que lo diga el Papa.

-¡Señor Virrey!, ¡señor Virrey!

-¡Perdone su Señoría Ilustrísima! Esta cosa me saca de mis casillas: lo que se quiere es robar, robar, señor Arzobispo, y yo no lo he de permitir.

-¡Señor Virrey!, me permitirá usted que le diga que al obedecer al llamado de V. E. creí que se trataba de conferenciar algún punto en que mi experiencia o mis cortos estudios pudieran serle necesarios. Pero si V. E. está resuelto a usar de su poder, sin esto, es inútil mi presencia, señor Virrey, y más gusto tendría en ir a consolar al afligido.

El Virrey se repuso y hablando con más calma dijo:

-En efecto, señor Arzobispo; yo me propaso: excúseme su señoría, este genio mío es así: yo quería oirá S. S. I., quería que me diese un medio de parar esta inicua causa hasta dar cuenta al Rey de todo: que me dijese si esto no es atroz, señor.

-Señor Virrey: arriba de las leyes que dan las potestades de la tierra, hay para mí otra ley superior, de la que soy sacerdote, y de la que seré mártir si fuera necesario. V. S. no está en mi caso: las leyes del reino son su única guía.

-¿Qué me quiero decir con eso S. S. I.? -dijo el Virrey algo dudoso y sorprendido.

-Que yo, señor, miro al Evangelio para definir lo que es justo; y que V. E. no puede hacerlo sino al tenor de la ley del Reino: que yo, señor, puedo levantar mi voz contra la iniquidad sin que tenga que consultar para ello el texto de la ley humana, y que V. E. no lo puede hacer sin incurrir en falta y atraerse el castigo: quiero decir a V. E. en fin que mi consejo como ministro del altar no puede sustituirse al del Fiscal o al del Asesor de V. E. Yo tengo que aconsejar la caridad y soy mal ojo para analizar y deducir la competencia y la jurisdicción en materias criminales.

-Pero, señor Arzobispo, ¿es éste un caso de herejía?

-No, señor Virrey.

-¿No es?

-No es.

-Y entonces, ¿por qué he de sufrir que vaya adelante la causa?

El Arzobispo guardó silencio, y el Virrey se paseaba agitado.

-Sí, señor -dijo éste al fin-, yo voy a intervenir, y que después el Rey haga lo que quiera... ¿Qué es lo que me podrá suceder?, ¿qué me destituirá en el Perú, donde se necesitan frailes, para mandarme a Nápoles, donde es preciso apretar a los frailes, donde conviene un Virrey capaz de bajarles el cogote?... ¡Pues bien!..., ¡que así sea, señor Arzobispo!..., quiero que me sostengan o que me saquen de aquí... Estoy aburrido; voy a poner las cosas en un punto definitivo... ¿Puedo contar con su Señoría Ilustrísima?..., porque no soy teólogo; y si el caso no es de herejía quiero suspender la causa; para esto necesito que el padre Andrés venga aquí con su Fiscal Estaca y que Su Señoría Ilustrísima se encargue de sostener que el presente no es caso de herejía, y si no quiero obedecer a lo que yo resuelva, ¡yo me encargo de forrarle las uñas!..., lo he hecho con el Papa, cuanto más... Perdón, señor, Arzobispo.

-Señor Virrey: yo estoy pronto a sincerar mi parecer: el caso no es de herejía según las leyes del Reino. Pero permítame V. E. que le recuerde que hay una coincidencia feliz que pone en manos de V. E. el remedio de todos estos males: cumpla V. E. con la cédula real que se despachó el año pasado, ordenando la convocación de un concilio provincial americano.

-Pero eso aumentará el desorden y la anarquía de estas provincias, señor Arzobispo.

-No, señor: eso establecerá la regla, el orden: la Iglesia tiene el derecho de gobernarse a sí misma por la voz y el dictado de sus prelados, y crea V. E. que el consejo de no cumplir esa orden no se lo dan sino los que están interesados en la continuación de los abusos.

-No, señor Arzobispo: yo conozco los bueyes con que aro: si todos los prelados fueran como S. S. no abría nada que decir, pero siendo quienes son, en medio de las rencillas y los intereses que S. S. misma les conoce, estoy cierto que no van a estar de acuerdo un solo día, y que el desorden va a ser mayor en estos pueblos.

-Sea lo que fuere, señor Virrey, V. E. no tiene autoridad para privar a la Iglesia de ese gran recurso de curación, y de disciplina: el soberano lo ha permitido: la Iglesia es la Iglesia de Jesucristo en todas partes, tiene el derecho de formar esa asamblea soberana para su propio gobierno y establecimiento y no es el Sr. Virrey competente para estorbarle; se lo he repetido siempre a V. E. y no cesaré de repetírselo: el Concilio, ¡señor!, ¡el Concilio! La reciente iniquidad que tanto indigna a V. E. es un nuevo motivo para establecerlo y para entregarle la decisión de estas causas de mal y de desorden. Sin el Concilio, señor, seguirán los pueblos sin curas y sin adoctrinamiento evangélico; la predicación será nula y la idolatría se sustituirá a la religión: tendremos el reino de los sentidos; pero el reino de las almas será del Infierno y no del Evangelio.

El Virrey escuchó y se quedó pensativo.

-¿Y apelando al Concilio, me decís, que puedo contener los procedimientos del Padre Andrés?

-Podéis, señor; porque en las cosas de la Iglesia nada hay superior a la voz de los Prelados reunidos en Concilio.

-Pues voy a reunir el Concilio, señor Arzobispo.

A fe que después no seré yo quien tenga que responder del resultado; con ese paso al menos descargaré mi conciencia para todo evento.

-Yo felicito a V. E., señor Virrey, por esa medida; y aunque su resultado fuera esquivo a causa de los vicios y de las imperfecciones de los hombres que la hayan de cumplir, ella es de tal naturaleza que habrá habido siempre honor y virtud en haber tentado el remedio por su medio: si ella falla el mal es irremediable.

-Me lo temo mucho, señor Arzobispo: yo no soy sabio: yo no soy más que soldado, pero a ojo -dijo el Virrey poniéndose dos dedos sobre los ojos- nadie me gana. Sólo el respeto que debo a Su Señoría Ilma. y el deseo de que no salga con la suya el Reverendo Padre Andrés, me hacen desistir de una oposición que me nace de aquí adentro: yo veo claro mis razones, pero no las puedo explicar. En fin, convoquemos el Concilio.

-Sí, señor Virrey, convoquemos el Concilio.

-¡Bien, señor Arzobispo!, quiere decir que ahora mismo paso oficio al Inquisidor de suspender todo procedimiento en atención a no ser causa de herejía la que ha intentado, y librando la resolución del punto al Concilio; ¿no es así?

-Pero yo invitaría, señor Virrey, al Padre Andrés a que viniese a conferenciar sobre la materia.

-¡Sí, señor!, ¡sí, señor!..., ésa es mi idea; ¡que venga, que venga! -decía el Virrey paseándose con viveza por el salón.

-¿A qué hora, señor Virrey

-A las siete de mañana... Siento haber molestado a Su Señoría Ilma. hasta tan tarde.

-¡Oh!, no, señor Virrey; la justicia y la caridad son para mí el compendio del Evangelio, y mi gloria es trabajar por ellos, ¡trabajar por ellos! -decía el Arzobispo retirándose con el paso lento y venerable que tanto realce daba a sus viejos años. El Virrey le acompañó con un solícito respeto hasta la puerta de su coche, en el que se puso en retirada hasta el palacio Arzobispal.

El Sr. Fiscal Estaca ignoraba que el Padre Andrés había recibido muy de mañana una misiva del señor Virrey, que lo tenía en una profunda irritación, con los objetos que quedan indicados en la escena anterior; y cuando nuestro Bachiller se devanaba los sesos en vano para encontrar un medio de salir de sus aprietos, recibió un recado del Padre Guardián diciéndole que fuese inmediatamente a verlo.

Pero antes de que el Fiscal hubiese recibido el llamado, don Bautista el Boticario, que tenía de costumbre el oír la primera misa, y pasar después a la celda del Padre Andrés a tomar el rico mate perfumado, había entrado en ella y estaba mano a mano conversando con el Padre. Como hablaban a media voz y en un tono muy confidencial era evidente que trataban de algo muy reservado.

-Mejor es que pasemos a la otra pieza, amigo don Juan -le decía el Padre al Boticario-, porque espero al Fiscal Estaca y podría interrumpirnos.

-Como Su Reverencia mande -le respondía él.

-¡Pedrillo! -gritó el Padre, y a su voz acudió el negrito que le servía.

-Si viene el señor doctor Estaca házlo entrar y dale mate; que yo voy a confesar al señor don Juan.

El negrillo se quedó de centinela y el Padre se encerró con don Bautista en la otra pieza.

-Pues amigo -dijo el primero-, ¡es preciso que desarmemos a esta maldita chola!..., yo me había lisonjeado que usted pudiera descubrirle lo que ha hecho de la criatura y de los papeles.

-Ni palabra he podido hasta ahora obtener de esa gente infernal: unas veces me dice que la criatura murió; otras que la tiene viva y a su disposición, otras que los papeles los remitió a España, otras que los tiene depositados en manos de una persona que los presentará al Virrey en el momento que ella sea presa por V. P. o por otros. Le he dado oro, me he ganado toda su confianza; pero sobre ese asunto nunca le puedo averiguar cosa ninguna. ¿Sabe su Reverencia lo que me ha dicho anoche mismo? Que la criatura es doña María misma.

-¡Miente! -dijo el fraile indignado, al mismo tiempo que el boticario fijaba en él una mirada aguda y extraña de expectativa-. ¡Miente! -agregó aquél-. No es la primera vez que esa malvada procura hacerme caer en ese error, pero ella ignora que yo mismo he confesado a la hora de su muerte a la partera que ayudó a doña Mencía.

-Anoche ha muerto.

-¡No, señor!, murió ahora dos años.

-No digo eso, sino que anoche ha muerto doña Mencía.

-¿Ha muerto? -preguntó el fraile azorado.

-¡Sí, señor! Anoche: cuando me llamaron era ya cadáver.

-¡Pobre!, era buena cristiana -agregó el fraile dominándose-. ¡Mire usted todo el mal que causa un hijo con sus extravíos a los que le han dado el ser!... Las pasiones, ¡señor!..., las pasiones son la plaga del mundo; y no hay remedio -el terror es el único medio de contenerlas. ¿Cuántas otras no se salvarán con este saludable ejemplo?..., ¡y oígalos usted declamar contra la Santa Inquisición! En fin, don Juan, como le iba diciendo a usted yo mismo confesé a la partera de la difunta a la hora de su muerte, y con el crucifijo sobre el pecho se ratificó en lo que cien otras veces me habían asegurado -que la María era hija efectiva de doña Mencía; además de que su rostro mismo revela su origen europeo puro... Yo voy a prender a esa maldita zamba, y que reviente la bomba por donde Dios quiera.

-¡Ah!, ¡no, señor Guardián! -dijo don Bautista con calor-, sería una imprudencia. Déjeme trabajar con calma, V. R.: yo le respondo de que la zamba no se precipitará, porque no me he de alejar un momento de su lado; y ya que he tenido la fortuna de recibir de V. P. una comisión de tal confianza, ya que uno y otro somos uno solo por la intimidad de los secretos, procedamos con prudencia, y yo respondo de que he de descubrir a la niña y de que le he de traer a V. P. esos papeles.

-Pero cuidado don Juan con lo ofrecido.

-¡Lo prometo!

-Yo hablo de lo anterior.

-¿De don Felipe?

-De don Felipe.

-¡Se hará, señor Guardián!, ¡se hará!..., el hombre es ya viejo, y en mi botica tengo el mejor tratado de Haereditate que se puede hallar en todo el reino: el capítulo: De aquellos que pueden y deben ser herederos, no deja nada que desear. Sobre eso pierda V. P. cuidado: lo que importa es no tocar a la zamba mientras tenga sus uñas, porque ese demonio armará una polvareda fatal: ¡es una arpía, señor Guardián! ¡Ni yo mismo que tanto cuidado he tenido en ganármela y en no darle ni un perfil por donde denigrarme, me libraría de sus calumnias!

-Si ella sabe tanto de usted como yo, no tendría mucho que decir; usted es prudente, mi amigo.

-Sí, señor Guardián, lo soy; pero no tanto como parece: mi vida es aquí tan pacífica, tan sumisa, tan estéril que aunque estuviera rodeado de espías y de enemigos no podría ente alguno ocuparse de mí con interés. Ésta es la verdad, señor Guardián. Pero la prueba de lo solícito que soy para servir a S. P. la tiene V. P. misma. ¿Qué hice en el momento que la zamba me puso al cabo de los secretos que la ligaban a V. P? Venir al momento a ponerme a las órdenes de V. P. y ofrecérmele para desarmar a esa bruja. ¿Esto es ser amigo, señor Guardián? ¿Sí o no?

-¿Y le he dicho a usted acaso que no lo fuese? -dijo el fraile sonriendo-. Lo que le he dicho a usted y le repito es que es usted prudente y reservado.

-V. P. tiene la prueba de lo último: y me jacto de serlo en su servicio.

-¡Gracias, don Juan!, gracias. ¿Conque usted cree que este llamado del Virrey no será efecto de la delación de la zamba?

-¡Oh!, no señor: estoy cierto que ella no ha dado todavía semejante paso. Me habría consultado antes, y yo habría venido inmediatamente a advertir a S. P. con tiempo para obrar también. La zamba está resuelta a todo por salvar a la herética muchacha; pero me ha prometido esperar, y a mí no me faltará.

-¿De modo que puedo yo sostenerme fuertemente con el señor Virrey?

-No prendiendo a Mercedes y dejándome toda mi influencia sobre ella, V. P. puede hacer frente al señor Virrey sin riesgo ninguno, y salvar todas las regalías de su jurisdicción: yo respondo de eso; pero es preciso que yo pueda mantener las esperanzas de Mercedes; porque si ella desespera es una furia y créame V. P. que no se le puede contener: en ella no hay temor de Dios ni del infierno; ni la vida ni la libertad le importan un cabello: es mujer de estrellarse contra una muralla de picas antes que renunciar a la pasión del odio que le tiene a V. Paternidad. Eso es seguro.

-Yo convengo, don Juan, en eso, y es una verdadera felicidad la influencia que usted ha podido ganar sobre esa arpía... ¡Yo aguantaré, amigo! -dijo el fraile con todas las señales de la ira en el rostro-, ¡pero al primer momento en que se descuide ni el cielo entero la saca de mis garras!

El fraile se paseaba con viveza por el cuarto, mientras que don Bautista le escuchaba cerrando los ojos, y encogiéndose dentro de su enorme saco como si se hubiese convertido en oruga.

-¡Hola! ¡Pedrillo!..., ¿y el señor Guardián? -dijo el Fiscal Estaca entrando a la primera celda, con el garbo y la enfática voz que le eran habituales.

-Está haciendo una confesión y ya vendrá, señor: siéntese, su merced, voy a traerle un matecito.

-Sí, hijo: tráeme un mate; tengo la boca amarga y como yesca -agregó con un tinte particular de melancolía.

En cuanto el Guardián oyó la voz del Fiscal, le dijo a don Bautista: «Voy a recibirle», y tomando éste la indicación por una orden de retirarse, se levantó para irse.

-No salga usted por esa puerta..., por aquí -le dijo el Guardián abriéndole una puertita que daba a un claustro travieso y despidiéndose de él.

Don Bautista salía del claustro por un jardincito oscuro que la celda del Guardián tenía a la espalda, y caminaba desprevenido cuando su vista cayó sobre don Antonio Romea que vestido con el sayal se paseaba por debajo de unos cipreses oscuros y tétricos que se alzaban a lo largo de una pared. El malhadado mozo llevaba los ojos fijos en tierra, sus mejillas estaban cadavéricas, y era tal la ferocidad encubierta en su mirada que el boticario se agachó y pasó de largo renunciando al primer impulso que tuvo de acercársele y de felicitarlo por el hallazgo que había hecho de aquel retiro donde poder olvidar las pasiones y las indignidades del mundo.

Entretanto el Guardián había venido ya a donde estaba el Fiscal, y tomando un aire supremo de despecho y de indignación, se dirigió a su amigo y le dijo:

-Ya tiene usted al Faraón en campaña.

-¿Qué dice V. P?

-Sí, señor: ¡Al Faraón...! Aquí tiene usted el insolente oficio que el déspota me acaba de hacer entregar -dijo el fraile sacudiendo en su mano derecha un papel que levantó de su mesa-: ¡me impone con apercibimiento de la fuerza pública la suspensión de todo procedimiento en la causa de herejía de la Pérez, y apela al concilio cuya convocación dice que hará hoy mismo!... ¡Pero veremos!... ¡Venga la fuerza!..., ¡nos veremos!... ¡Ese hombre no me conoce, señor Fiscal!

Sería empresa loca tratar de pintar con la pluma el rayo de júbilo que brilló en el ojo opaco del Fiscal al recibir la noticia de este incidente.

El Guardián siguió desfogándose y protestando que había de hacer y de acontecer antes que someterse a los avances injustificables del Virrey. El Fiscal, agachado sobre el papel que el Padre Andrés le había entregado hacia semblante de meditarlo, escuchando al mismo tiempo las erupciones del enojo de su amigo. Después que le dejó tiempo para desahogarse, y cuando creyó que debía estar ya agotada su rabia, tomó el Fiscal aire grave y juicioso: y afectando grande calma y grande razón en el tono de su voz, dijo:

-Permítame V. P. que disienta de ella en el modo de mirar este grave incidente.

-¿Cómo, doctor Estaca? -dijo sorprendido el fraile-, ¿usted no está conmigo en este asunto?

-No, señor: muy al contrario me felicito de lo que ocurre como de la complicación más feliz que podían recibir nuestros asuntos.

-¡Explíquese usted, amigo!, ¿cómo es posible que pueda usted mirar las cosas de ese modo?

-Pues las miro, señor Guardián: y tengo para ello razones que si bien no están ni pueden estar al alcance de todos, tienen para mí una solidez positiva, decisiva, efectiva, y tan eficaz como para fijarme a mí en ese modo de ver... ¡Apelar al Concilio!, ¿puede darse nada de más favorable? ¿De cuál lado van a estar los Obispos?, ¿del Arzobispo y el Virrey?... ¡No, señor!, del nuestro; porque no son tontos para sancionar los avances de dos hombres como esos tan contrarios al espíritu de nuestra Iglesia. En el Concilio nosotros tenemos todo a ganar, nada a perder; y una vez que los humillemos allí, el Virrey tiene que retirarse de este teatro, señor Guardián, y el Arzobispo tiene que reducirse a ser lo que es una momia de impío metida en un cajón de santo. Agregue V. P. a esto las seguridades que ya tenemos de que en la corte recibirán palo. ¿No sabe V. P. todo el efecto que han hecho allá mis memoriales?..., con ellos solos vamos a dar en tierra con el Faraón ¡señor Guardián!

-¡Pues yo no opino así! -dijo con energía el fraile: yo no consiento en suspender la prosecución de la causa y de tenérmelas tiesas con este potentado impío que día a día se jacta de haber humillado con sus bárbaros satélites al Vicario de Jesucristo.

-Calma, señor Guardián: ya recibirá el fruto: ¡hoy tenemos en el trono a un Rey Santo, Padre Andrés!... El señor don Felipe II no es el señor don Carlos: nuestro Rey actual hace de la Iglesia y de la Inquisición su principal columna, y no hay cosa que no se les acuerde ¡tempora mutantur! y estos espadachines de la antigua escuela se han olvidado de que hoy no tienen ya a su impío Patrón. ¿No hemos conseguido ya que se desentierre al impío monarca?, ¿no hemos visto al hijo mismo, al Grande Monarca actual de España, presidir y sustanciar el juicio de herejía que nuestro Santo Tribunal hizo al cadáver del Faraón, y poner de propio puño el cúmplase a la sentencia en que ese pestífero esqueleto de herejía fue condenado a ser arrojado de la sepultura eclesiástica que había usurpado y yacer desparramado en el vilipendio del público camino? ¿Y si todo esto podemos allá, hemos de ser vencidos por un maniaco como ese Virrey que se figura andar todavía rompiendo lanzas por cuenta de la Herejía? ¡No, señor Guardián!, venga el Concilio; venga la apelación, y nuestro triunfo aunque más tardío será más imponente; será más definitivo, ¡y las llamas de la grasa de los herejes alumbrarán el júbilo de nuestros rostros! -dijo el Fiscal empinándose entusiasmado como si estuviese declamando desde el respaldar de sus sillones de baqueta.

-Aunque tengáis razón, doctor, yo no cedo: ceder sería darle un día de gusto a mis enemigos, y yo no quiero que lo tengan.

-Pues yo cedo, señor Guardián y opino contra V. P., suspendamos y remitámosnos al Concilio, y al mismo tiempo ocurramos a la corte. No vaciléis -vamos, señor Guardián, a afrontar la ira efímera del Sátrapa gentil, que el triunfo definitivo es nuestro.

-¡Eso sí, doctor!, en cuanto a ir estoy pronto: excusarme sería mostrarle cobardía, y yo no rindo a ningún poder temporal las supremacías de mi carácter; esta corona me alza hasta los cielos, y nadie más arriba que yo! ¡Sí, señor: nadie!, ¡nadie!

-Eso es justo, Padre Guardián; pero entre la manera y el objeto hay grandes distancias, fortiter in re, suaviter in modo.

-¡Tenéis razón, doctor! -dijo el Guardián calmándose-, dejémosle precipitarse, tanto peor para él, ¡y pondremos de nuestro lado las apariencias!

-Sí, eso es: que sea él si es posible el que dé el escándalo; el que descargue su violencia; porque es el mar el que se fatiga de estrellarse contra la roca, no la roca la que se fatiga de resistir al mar.