Capítulo VIII : Ir por lana y salir trasquilado

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No bien se recobraron los limeños del pánico en que los había echado la rápida aparición de Drake, cuando volviendo en sí sintieron la vergüenza de haberse dejado insultar así por un aventurero que apenas tenía tres buquecillos pequeños, siendo ellos dueños de una población rica y numerosa. Don Francisco de Toledo, el primero, animado del altivo temple de los Duques de Osuna, y uno de los grandes más distinguidos de España, se creía deshonrado con lo que había sucedido, y hubiera dado cien vidas por castigar al maldito hereje que había venido a echar dudas sobre su sangre fría y su poder.

Hallábase a la sazón en Lima don Pedro Sarmiento de Gamboa, que era uno de los marinos más distinguidos y más célebres del siglo. Animado de un ardoroso coraje dedicó todos sus empeños a conseguir que se pertrechasen tres buques de los que Drake con su prisa de correr sobre el San Juan, había dejado sin tocar en el puerto.

Sarmiento aseguraba que con ellos se lanzaría sobre el pirata y lo traería vivo o muerto a espiar su audacia en la plaza mayor de Lima.

Dotado de todas las exterioridades del ingenio; locuaz y entusiasta por temperamento, animado por aquel vigor indefinible que sostiene las resoluciones y las palabras de los hombres de genio y de saber, Sarmiento había agrupado a su alrededor en aquellos momentos de agitación, en que todos anhelaban la venganza, el ánimo y el apoyo de cuantos personajes había en Lima capaces de ejercer algún influjo en los negocios. Cada uno había puesto en sus manos todos los recursos de que había podido disponer; el virrey el primero: así es que, tres días después del de la sorpresa realizada por Drake, don Pedro Sarmiento salía del puerto del Callao haciendo flotar el pendón de España en tres hermosos bergantines pertrechados a la ligera, pero atestados de bravos soldados que juraban todos, como su jefe, no volver sin el pirata.

Una multitud inmensa de gentes que había acudido de todas partes a la ribera, saludaba la partida de Sarmiento con grandes y bulliciosas demostraciones de entusiasmo y de confianza.

Estaban ya próximas a desaparecer en el horizonte las blancas velas del vengador del orgullo castellano, cuando por el lado de tierra se sintió un gran bullicio de clarines y atambores, que cambió el espectáculo para la multitud de curiosos que de todas partes seguía afluyendo al puerto del Callao, que contaba entonces con solo unas pocas chozas de población: -era el altivo Virrey de Lima, que venía a acamparse en el puerto a la cabeza del numeroso ejército que había reunido.

Difícil sería decir el objeto sensato de semejante demostración contra los tres buquecillos del hereje que de cierto no habían de volver a dar batalla. Pero, sea de esto lo que fuere, el hecho es que la satisfacción pública y el orgullo nacional habían subido de punto al ver los poderosos recursos del Virreinato para impedir la repetición de insolencias como la de Drake.

Más de dos mil hombres de a caballo, y como mil de infantería bajaban ahora al puerto y se acampaban en sus inmediaciones a las órdenes del de Osuna.

Pintoresco en sumo grado era aquel campamento; pero no amenazaba tanto a Drake como los quinientos soldados que bajo las órdenes de Sarmiento volaban sobre él decididos a abordarlo a toda costa pues que no habían tenido tiempo de pensar en preparar sus buques a un combate menos expuesto.

No pasaron muchas horas sin que el campamento del Virrey tomase todos los accidentes de la sociedad de Lima. Los balancines y las literas se cruzaban en él visitando a los opulentos empleados y rentistas del día antes, convertidos ahora en coroneles y edecanes. Tendidas por el campo las comparsas, luego que cesó el ruido de los clarines, se entregaban a la fiesta y al regocijo. Un enjambre de zambos y mestizos de todos colores, desembarazados y tunantes, recorría por todo aquello vendiendo comestibles y amasijos de todas clases con una gritería y alboroto particular.

Los grupos de oficiales y gentes nobles saboreaban en unas partes los sabrosos manjares al lado de las bellas que los visitaban; y en otras la vihuela garbosamente rasgueada sobre sus cuerdas al mismo tiempo que tamboreaban sobre su caja, lanzaba los excitantes y animadísimos aires de la zambaclueca. Voces bellísimas se le unían cantando los conceptos maliciosos y las provocativas interjecciones que forman la parte de la voz en este baile inimitable; mientras que la ardiente chiquilla a quien el verso en sus cadencias interpela sin cesar, envuelta con donaire en las suaves y picantes ondulaciones de su pañuelo blanco, seguía delante de su galán y compañero el compás de aquella música incitativa, y se entregaba a todas aquellas vueltas intencionales y blandos ademanes que son inherentes a la coquetería de este baile, africano por su origen, pero que ha sido idealizado y pulido en Lima con tal arte que no puede comprenderse ni imitarse en otra parte.

Cada pareja de bailarines tenía una rueda de espectadores que con la voz y las palmas seguían el tamboreo de la vihuela, animando así con un bullicio acompasado el desarrollo de las gracias de la pareja.

Cuando vino la noche, mil fogatas se alzaron por todo el campo: la alegría, el baile y el bullicio cobraron a su luz mayor animación y los sonidos cadenciosos de la Zambaclueca, parecían salir de todo el campo, lanzados con la vislumbre de los fogones, al cielo diáfano de aquella tierra en donde el viento no bate jamás las llamas para quitarles su apacible irradiación; en donde las pasiones humanas viven al aire y a la luz porque no tienen que buscar en las profundidades del alma un asilo contra las intemperies del clima.

Como sucede siempre en todos los grandes concursos y grandes fiestas, había en la que describimos algunas personas que envueltas al parecer en el torbellino general, seguían en reserva la explotación de intereses o pasiones meramente individuales.

Entro las muchas tapadas que andaban mezcladas en el bullicio nos fijaremos nosotros en una que recorría solícita todos los grupos que se divertían buscando desde la sombra algo, cuya falta parecía traerla muy cuidadosa. Con el ojo ardiente cuya mirada salía por la estrecha abertura de su manto, examinaba con avidez todos los grupos formados al rededor de los fogones y todas las personas con quienes se cruzaba en la obscuridad. Soportaba los requiebros y los dichos sin responderlos, luchando en gracia, (contra el hábito de las tapadas) y parecía estar preocupada del solo anhelo de encontrar lo que buscaba.

Habíase plantado en el centro de aquel campamento, que más bien parecía una romería, una tienda espaciosa para don Francisco de Toledo, que además de dos fogones que había a su frente, estaba iluminada por dentro con una hermosa araña de plata colgada de los maderos que sostenían el pavimento. Los personajes y familias más remarcables de la ciudad de Lima habían venido en sus más ricos carruajes a hacer la corte al poderoso Virrey. Entre muchos que sería inútil nombrar se hallaba también el venerable Alfonso Mogrovejo, Arzobispo de Lima, que era en verdad un santo varón nutrido del verdadero genio del cristianismo, y grande por sus virtudes y su sabor. El Virrey lo tenía sentado a su lado y toda la compañía oía las palabras del viejo prelado con una veneración profunda.

Como era natural, una gran reunión de curiosos se apiñaba allí sin más objeto que mirar aquella sociedad de personajes; y nuestra tapada se acababa de arrimar al grupo de mirones, cuando con la perspicacia que parecía serle natural vio venir hacia ella, para entrar a la tienda del Virrey, un fraile franciscano de mirada ceñuda y ademán severo. Como si este encuentro la alarmara hizo un ademán (imperceptible casi) para esquivarse; pero, aunque varió de idea al momento, no pudo dejar de cerrar aún más la abertura de su manto como en precaución de ser conocida; y luego que el fraile pasó, ella lo siguió con una mirada llena de interés. Este seguía hacia la puerta del Virrey con la intención de entrar. Pero al llegar reparó en el Arzobispo, y con un gesto involuntario que denotaba sumo enfado, se dio vuelta para atrás y se alejó.

La tapada se alejó también; y seguía examinando con su vista cuanto alcanzaba a distinguir. De repente se paró y clavó su ojo centellante en un hombre, del pueblo al parecer, que montado con negligencia en una mula marchaba tranquilamente por el campo. Luego que lo examinó bien a la distancia, se acercó presurosa a él (siempre con la misma atención) y como si dudase todavía que fuese el que buscaba, le dijo:

-¿Mateo?

El hombre se paró, miró con atención y dijo:

-¿Quién canta?

-¡Yo! -respondió nuestra tapada acercándose con confianza.

-¿Sabéis quién soy? -le preguntó el interlocutor con pillería.

-Bájate que ando loca por ti.

-¿Sabéis quién soy? -repitió el desconocido con el mismo tono.

-¡Sí, hombre! ¡Bájate te digo!

-Cuando yo compro sandías, las aprieto o las calo antes de recibirlas, ¿queréis?

-¡Mateo! no estoy yo para bromas, dijo la tapada mostrándose.

-¡Mercedes!

-¡Bien pues! andaba loca por ti. ¿Estamos perdidos, no es verdad?

-¿Cómo? ¿habrá habido aquí alguna cosa?

-¿De dónde vienes, que me lo preguntas?

-De Arequipa.

-¡Ah! -dijo con satisfacción Mercedes-: bájate y cuéntame lo que sepas.

-No: sube tú en ancas más bien;... volvámosnos a Lima; y en el camino hablaremos.

La tapada montó en efecto; y luego que se pusieron en marcha, le dijo su compañero:

-¿Por qué dices que estamos perdidos?

-Porque van a tomar al hereje; y seremos descubiertos.

-¡Patrañas! ¿Te figuras que con este ejército van a tomar barcos? Con este ejército no; pero el General Sarmiento se ha hecho a la vela con una escuadra que lleva mil hombres para tomarlo.

-¿De veras?

-¡Oh!

-¡Cáspita: eso es distinto!... Pues el platero genovés de Arequipa no teme nada; y espera recibir noticias de un momento a otro para entregarme más dinero.

-Será porque no sabe la salida del General.

-Por cierto que no la sabía y estaba muy contento.

-Pues yo estoy desesperada. Nos hemos metido en un enredo del demonio, ¡Mateo! y al fin...

-¡No vayas tan ligero! -dijo Mateo pensativo-; el hereje no es hombre de dejarse agarrar así no más. Y después de eso: aunque lo agarren, dicen que es un caballero ¿y qué sacaría con delatarnos a nosotros pobres diablos?

-Mira, Mateo: veo que puedes tener razón. Pero estoy inquieta; vamos a ver a don Bautista el boticario porque él debe saber a punto fijo lo que haya.

-Pues no vamos entonces a Lima porque acabo de ver a don Bautista con el padre Andrés.

-¿Don Bautista el Boticario?

-¡El mismo! y por más señas le di las buenas noches: traigo aquí para él una carta del platero genovés, en que le da orden de darnos cincuenta onzas, pero aún no se la he podido entregar.

-¡Cincuenta onzas!... si se me pasa el susto que he tenido, tendré que convenir en que no estamos mal pagados.

-¡Cincuenta! sin contar diez que aquí traigo, y que el genovés me entregó en Arequipa. ¡Conque ya ves!

-¡Magnífico! ¡traelas! -y la tapada recogió el dinero.

-¿Sabe algo el genovés de la familia, y de Mariquita?

-Te lo diré después, le respondió Mateo.

-¿Por qué?

-Cuando estemos solos en nuestro cuarto.

-Me parece que no hay razón para tener escrúpulos en recibir este dinero: viéndolo bien no es el hereje quien nos lo da, sino dos católicos sin tacha como el Boticario y el Platero; y si en esto hay pecado allá se la hayan ¿no te parece? El Boticario se confiesa cada semana con el padre Andrés.

-Y además de eso ¿cómo nos prueban? En todo caso nosotros no tendremos más culpa que contar al Boticario lo que averiguamos; y no nos han de quemar por eso.

-Espera, dijo el hombre al pasar por un fogón: voy a ver si está aquí todavía don Bautista; y bajándose de la mula se acercó a las personas que conversaban. Cuando la luz dio sobre su rostro nuestros lectores hubieran podido ver que este hombre era un Zambo de figura bastante airosa, de color cobrizo, y en cuyas miradas se podía conocer la sagacidad extraordinaria de su carácter. Los Zambos formaban entonces en Lima una clase dotada de las prendas más relevantes del ingenio natural. Casi todos eran vivos, audaces, y dueños de una exquisita maestría para abrirse camino y prosperar. Eran introducidos e impávidos para tratar con sus superiores, y tenían muy formado ya el hábito de hacerse recibir y de imponerse en las casas principales.

Mateo se acercó con confianza a las personas que conversaban con el boticario don Bautista y les dijo:

-¡Caballeros! ¡Caballeros! mi Zamba acaba de llegar de Pizco, con una carguita del mejor aguardiente de la tierra y ¿quién quiere? ¿quién quiere? -dijo pasando entre todos sin esperar una respuesta.

Los caballeros a quienes se dirigía lo miraron y lo dejaron hacer con indiferencia. El Zambo se retiró a una distancia, y esperó.

En efecto, un momento después don Bautista se separaba de sus amigos y salía a lo oscuro suponiendo que el Zambo lo esperaba.

El boticario era un hombre como de cincuenta años de edad, muy enjuto y encorvado. Su cuello era flaco y solícito como el de un perro cimarrón y hambriento. Tenía una nariz muy larga, y llena de gruesas protuberancias como una mazorca de maíz con hijos. Sus ojos eran chicos y redondos, apagados e inquietos; y como si se movieran dentro de un bosque lanzaban de cuando en cuando por entre las cejas negras y pobladas en que estaban hundidos, miradas vagas, rápidas y fugaces que parecían centellas.

Los labios, delgados y largos en demasía, estaban como comprimidos uno contra otro por una sonrisa forzada; eran descoloridos como la tez, por cuyas fibras cualquiera diría que corría una tintura de ocle en vez de sangre. En sus chupados carrillos se veían los pasados destrozos de la viruela, y un entorchado de lívidas arterias ocupaba su centro: dos orejas enormes doblaban sus pabellones bajo las alas de su sombrero. De sus hombros angostos se desprendían dos brazos de extraordinaria largura con dos manos cuyos dedos parecían alambres, o las articulaciones de un esqueleto terminados por uñas huesosas y puntiagudas como las del gato.

Nadie sabía a punto fijo el lugar en que don Bautista había nacido. Pero como era un habilísimo farmacéutico pasaba en Lima por dueño de todos los misterios de la naturaleza que dan o restablecen la salud, y había llegado a tener en aquel pueblo candoroso una posición sin rival que ponía a su disposición toda la intimidad de las familias. Él sabía dar herederos al que los deseaba; sabía perpetuar la juventud en el rostro del viejo; sabía hacer desaparecer del semblante del joven las señales traidoras de la disipación, con mil otras cosas y curaciones que lo hacían una verdadera potencia en aquella sociedad. Era admirable la devoción y la pureza de sus costumbres; y el curso de este libro revelará un día lo que había de grande y de digno en esta figura que quizás haya parecido demasiado ruin y despreciable.

Cuando el Boticario don Bautista se acercó a Mateo miró con cuidado todo en rededor como para asegurarse de que estaban solos, y viendo a la tapada sobre su mula, dijo:

-¿Es Mercedes?

-Sí, señor, le respondió la zamba.

Volviéndose entonces al zambo le preguntó con interés:

-¿Cuándo has llegado?

-En este instante.

-¿Y sabía algo ya el amigo?

-Nada todavía: me ha encargado que diga a su merced que pierda todo cuidado: que la primer noticia que tenga se la comunicará, y me ha dado un papel blanco asegurándome que su merced, al verlo, me dará cincuenta onzas de oro.

-¡Traelo! -dijo, tomándolo del zambo-, y veremos.

-Pero aquí me he encontrado a Mercedes medio muerta de miedo, y con malas noticias, según dice.

-¿Por qué, Mercedes? -dijo el boticario con cautela, mirando a la tapada.

-La salida del general Sarmiento a traer al Hereje me hace temer que nos descubran.

-¡Lesa!... ¡qué! ¿no hay más que ir y traer?

-¡Llevan tanta gente, señor!

-¡Aunque llevaran el doble! no es eso tan fácil como te lo figuras. Sabe además que con el entusiasmo se han olvidado de llevar víveres, y que no tardarán en volverse.

-¿Se han olvidado?... -dijo la tapada con un interés lleno de satisfacción.

-¡Tal es la cosa, hija! -le respondió el boticario riéndose con gusto y con reserva.

-¡Entonces nada hay que temer! ¿no es cierto?

-¡Nada!... ¡Pero ese miedo de que me habláis me da mucho que pensar, Mercedes!... Nunca tengas miedo, y recuerda siempre lo que voy a decirte: El miedo es el padre de todas las infamias del hombre: sin miedo, el hombre no sería bajo, ni bárbaro, ni cruel: sin miedo no habría tiranos, ni maldades, ni corrupción sobre la tierra... ¿De qué podéis tener miedo, vos, loca mujer? ¿Pensáis que vuestro secreto y vuestra fortuna se hallan en manos de gente vil?... ¿Qué ganaría yo con llevaros a la hoguera del martirio si fuese descubierto? ¿Pensáis que quiero asociar mi destino al de vosotros? ¡¡¡No, mil veces no!!! ¡Lo que yo hago lo hago porque quiero vengar la causa de mi país; porque al ver humillado el suelo en que nací bajo las alabardas de sus verdugos, he jurado consagrar mi vida a su venganza con los medios que encuentre! Y sabed una vez por todas: que entre vosotros, (que os vendéis al oro que pongo en vuestras manos) y yo, hay un abismo que no será borrado por la mortaja de un mismo destino final. Los cómplices de mis odios y yo tenemos el alma demasiado alta, pobre mujer, para acordarnos de ti y de vuestro zambo con otro objeto que el de pagaros vuestros buenos servicios... ¡Andad a Lima, y dentro de una hora os pagaré el dinero que os debo, para que lo gocéis en paz, buena pareja de tunantes! ¡El que corre peligro aquí soy yo a causa de vosotros, y no vosotros a causa nuestra! Marchad, porque no quiero ir con vosotros.

Don Bautista se puso a caminar a pie hasta una ramada donde tenía su mula.

Los dos zambos (porque Mercedes lo era como Mateo), tomaron también el camino de Lima.

-¿Has entendido? -le preguntó Mateo a su compañera.

-¡Cualquiera diría que este viejo es loco! -le respondió ella. ¡Qué me condene si he comprendido una palabra! ¡Sin embargo, me parece que ha dicho bien claro que no seremos jamás descubiertos por él!

-Bien claro lo ha dicho; y que no tengamos miedo, sobre todo.

-¿Qué tienes aquí, Mateo, que me va incomodando tanto?

-Un frasco de pizco.

-¡Venga un trago!... ¡qué fino es! -dijo la zamba después de haber multiplicado por cinco el trago que había pedido.

-¡Caramba qué has tomado! yo lo quería vender; pues por fino me lo dio el genovés de Arequipa.

-Todavía hay tiempo: con la cuarta parte de lo que vale esto tenemos chicha para un mes. ¡Mira! ¡yo te lo voy a vender! vamos hacia la tienda del virrey.

Preciso es que se sepa que la saya y manto era en el Perú durante aquel tiempo una garantía de la libertad de la palabra mucho más eficaz que lo que es hoy la libertad de imprenta en el mundo moderno. Contra la palabra de la tapada no había enojos ni violencias, ni juicios, ni tribunales, y del Virrey abajo todos estaban sujetos a las franquicias acordadas a este incógnito de la mujer. En las fiestas, en las audiencias, y en todos los actos públicos, por fin, las tapadas rodeaban el asiento de los Virreyes, de los jueces, y demás personajes principales, tomaban los respaldos de sus sillones, y les arrojaban al rostro sus dichos, sus reproches, sus burlas o sus alabanzas con una plena libertad. ¡Extraordinaria condición de un pueblo que parecería una fábula (aun acreditada como se halla por los más graves cronistas) si no hubiese durado hasta nuestros días!

Cuando Mercedes y Mateo estuvieron cerca de la tienda del Virrey, se desmontó aquella de la mula, y tomando el frasco de pizco, se dirigió a la tienda. Hallábase el Virrey tomando con sus amigos una cena nutritiva. Fue en vano que el centinela hiciese intención de estorbar el paso a la tapada; ella le hizo una graciosa pirueta y se entró con desembarazo, como muchas otras que ya la habían precedido en aquella noche misma.

-¡Pizco! ¡pizco! ¡Exmo. señor!... ¡es recién traído de la costa por mi zambo: vale cuatro reales! ¡cuatro reales!... ¡Probadlo, señores! -les dijo alargándoles el frasco sin descubrir la mano que tenía debajo del manto.

-¿Es tuyo, que lo vendes? -le dijo un oficial deteniéndole la mano.

-¡Mío y rico, señor! -respondió ella sin retirar la mano. ¡No me la apriete usted tanto, caballero! agregó.

-¡Echad! -le dijeron algunos de los circunstantes poniéndole los vasos.

-¡Poco a poco! se me acabaría en pruebas, contra mi costumbre; dijo ella con malicia.

-Gómez, dijo el virrey al joven de este nombre que conocemos, convertido a la sazón en edecán, pagad a esa chuchumeca para que se retire; ¡si no lo hacéis pronto nos fastidiará con su pizco hasta mañana!

-¡Cuidado, Exmo. señor! ¡que tengo algo que deciros! ¡Algunas veces os he tenido en mis audiencias buscando gracias! Mirad que me conocéis por haberos servido siempre de lo bueno...

-¡Salid picotera! (dijo el virrey con zonga) ¿ya ibais a mentir?

-¿Apostemos a que os digo cuando?... Pero no os asustéis, señor; solo quiero preguntaros si, ¿estáis comiendo por representación como gobernáis a Lima representando a nuestro Rey? ¡Está salvado entonces nuestro general Sarmiento que está ahora sin poder comer por sí!...

-¡No hay cosas en que no se metan estas brujas! -dijo el virrey con enfado y a media voz... Preguntadlo al señor Arzobispo que es teólogo consumado; agregó alzando el tono con ironía.

-¡Señor Virrey! -dijo el Arzobispo con mansedumbre-: por lamentable que sea la inadvertencia que esta mujer os echa en cara, debéis consolaros con la seguridad de que los fieles servidores de Su Majestad van protegidos por el que de siete panes hizo comida para cuatro mil hombres. Mujer (dijo interpelando a la tapada) ¿ignoráis que quien habla con liviandad de lo que es en daño de su rey y de su fe incurre en traición y sacrilegio?...

La tapada se quedó aterrada y se salió aprisa olvidando sobre la mesa el frasco de pizco.

El centinela que la vio salir desatinada le dijo con burla al paso:

-¡Adiós, tocalla!

-Mire usted que me llamo Bárbara, le respondió ella.

-¡Y yo cordero! -le replicó él. Era un andaluz; y como había hablado fuerte al lado mismo de la puerta, el diálogo había sido oído y festejado por los de adentro con grandes carcajadas de risa.

-¡Llamadla! ¡llamadla! -le decían al centinela-, ¡para pagarle su frasco!

-¡Tocalla! ¡tocalla! -repetía el centinela-: ¡venga usted que han dado de balde su frasco!... ¡su frasco!

Pero la tapada no mostró la menor intención de volver; y cuando se reunió a Mateo montó callada en ancas y le dijo ¡vamos! Por más que el zambo le preguntaba el precio que había sacado por el frasco de aguardiente, ella no quiso responderle, y le dijo que la dejara en paz.

Ambos entraron en Lima un momento después; y se bajaron a la puerta de un cuarto a la calle.

Mercedes sacó de su bolsillo una llave y lo abrió. Enormes atados de ropas blancas ocupaban todas las sillas, la cama y los rincones; y una gran mesa, tendida como para planchar, tomaba todo el centro de la pieza en la que quedaba apenas lugar para dos o tres braseros abultados atestados de planchas. Mercedes era una planchadora: personaje típico e importante de la ciudad de Lima, a quien su familiaridad con todas las casas pudientes y con los solterones currutacos, ponía en el centro de todas las intrigas de la tierna pasión.

Mercedes aseguró la puerta por dentro y como el zambo se había sentado en la cama, ella fue y se puso a su lado.

-Dime ahora lo que te ha dicho el genovés, de la familia de don Felipe y de doña Mariquita.

-Me ha asegurado que nada les harán de malo, y que ya verás como vuelven contentos del hereje; porque el hereje es un gran caballero, que nada les quitará, y que los pondrá en tierra sanos y salvos con el mayor cuidado.

-¡Dios lo quiera!... no podría nunca conformarme con haber sabido el peligro que corrían y no habérselos advertido.

-¡Bastante hiciste! y el boticario se enfadó muy mucho por tus imprudencias.

-¡También dices bien! si ese imbécil de don Antonio hubiera tenido dos dedos de frente los habría hecho desistir del viaje... ¡Pero el viejo se había encaprichado! y no había remedio... Ya es tiempo de que vas a casa de don Bautista a recoger nuestro dinero; porque es necesario que lo enterremos antes de que venga el día con lo demás.

-¡Me voy entonces!... -En efecto, el zambo salió y poco rato después golpeaba suavemente a la puerta de la botica de don Bautista. Era esta botica un cuartito chiquito, cuyas paredes estaban ocultas por los armarios donde tenía sus medicinas en pequeños y viejos cajoncitos marcados con cifras y letras cabalísticas al parecer. La tienda estaba seguida de una cuadra larga en donde había una gran mesa y muchos estantes, llenos la una y los otros de tarros de yerbas frescas unas y secas otras, y de semillas, de frascos con líquidos, todos mezclados con instrumentos, vasos y balanzas de mil formas y lámparas de todos tamaños.

Don Bautista introdujo a Mateo por la tienda y haciéndole atravesar el laboratorio que hemos descripto, lo llevó a otro cuarto que se seguía donde tenía su cama el farmaceuta en medio de un embrollo de huesos de animales o de gente, de piedras, de papeles con polvos de mil colores, envuelto todo en telarañas y tierra como si hubiese estado allí desde el principio del mundo.

-Me había olvidado, dijo el Boticario encendiendo una lámpara de vidrio que parecía un soplete, de leer el papelito que me entregaste: pero traje ya el dinero que te ofrecí. Aquí lo tienes: ¡espera! leeré antes de contártelo.

Tomando entonces un platillo cuadrado del color de la esmeralda y al parecer de cristal, lo puso sobre un pie de bronce en que estaba montada una maquinilla como para tenerlo en perfecto equilibrio horizontal; y luego que se convenció de que estaba así, extendió el papel echándole un líquido de color de naranja que al caer exhaló un olor fuerte y nauseabundo. Tomó unas pinzas, sacó el papel después de un rato, bien mojado, lo extendió en un plato de metal, y lo puso así al calor de la lámpara hasta que quedó seco. Levantándolo entonces, Mateo pudo ver que estaba lleno de gruesos garabatos del color del ladrillo, y quedó asombrado del mágico poder de aquellos dos hombres que así se comunicaban.

Don Bautista leyó con atención.

-No me habías dicho que ya te había dado diez onzas.

-Pero esas onzas no fueron a cuenta de las cincuenta; dijo el zambo vindicándose.

-¡Ya lo sé! pero es bueno decírmelo todo; porque, como tú lo ves, lo que no me digas lo he de descubrir yo. Me dice también que Mercedes ha vuelto con las majaderías de tener temores por la suerte de don Felipe y su familia. Dile a Mercedes que se guarde de andar hablando de esto porque ella misma puede descubrirse cuando menos lo piense, y que una vez por todas esté segura de que don Felipe estará pronto de vuelta, y sin quejas.

-¡Muy bien, señor!

-¡Bueno! ¡toma tu dinero, (dijo poniéndole al zambo en las manos un cartucho de onzas), y vete!