Capítulo I : Lima en el año de 1578

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No bien las carabelas de Colón habían echado en América el inquieto cargamento de bravos aventureros con que habían zarpado de las costas de Andalucía, cuando ya resonó por el mundo la fama de las grandezas y de la opulencia del Imperio de los Incas.

Decíase que montes de plata y ríos de oro cruzaban toda la tierra. Las perlas y los brillantes, las esmeraldas y los rubíes esmaltaban todos los templos. El resplandor de los preciosos metales que adornaban los palacios del Inca y de sus grandes, llegaba hasta las playas del mar de las Antillas, y conturbaba con sus vislumbres la fantasía anhelante de aquellos intrépidos avaros que las pisaban por la primera vez.

Dotados del orgullo que convenía a la nación más grande de la época, no había hazañas que tuvieran por ajenas de su temple, ni trabajos que no emprendieran para saciar la fiebre de las riquezas que enardecía su sangre. Hijos mimados de la fuerza, hermanos de leche del arcabuz y del mosquete, los tenientes de Gonzalo de Córdoba, adiestrados en el asalto y el saqueo de las ciudades de la Italia, ardían por demoler con la cruz de hierro de sus espadas los templos de plata y los ídolos de oro del opulento Imperio que se sentaba allá en las tierras interiores.

El ardor del fanatismo y la codicia eran como el eje de las pasiones indomables y enérgicas que animaban a estos bravos desalmados y guerreros.

La América había pasado siglos enteros en el seno del Océano, como la querida inocente y engalanada, que en el suave silencio de los bosques abandona sus encantos a un amante celoso y prepotente.

Pero la hora del rapto había sonado. La España y Colón habían triunfado del poderoso guardián; y domando la braveza de sus enojos, le habían arrancado el secreto de sus encantos solitarios. ¡Victoria inmensa cuyo glorioso recuerdo jamás agotarán los siglos!

¿Quién podría mostrarme una fábula opulenta inventada por la fantasía del más ardiente de los poetas, que rivalice en colores y prodigios con el descubrimiento y la conquista del Perú? Ni el séptimo cielo de Mahoma, ni el Paraíso terrenal de Milton, hablaron a la imaginación de mayores profusiones ni de prestigios más deslumbrantes que los que irradiaba el Templo del Sol y la corte de los Athahualpas en los días de la conquista.

El monarca que se sentaba bajo el centro mismo de la luz apoyando su cetro en lo empinado de los Andes, parecía concretar en el mundo moderno las magnificencias tradicionales de los antiguos soberanos de Nínive y de Babilonia. Hijo de las razas de Semiramis y de Darío, se rodeaba del lujo de majestad de los viejos imperios de la Asia, para adorar como ellos al sol -origen de la luz y padre de los resplandores de la tierra.

El territorio que gobernaba era inmenso, y las riquezas que él derramaba a sus pies, inagotables. Los pueblos que le obedecían eran infinitos, variados, mansos, industriosos, inteligentes; pero aunque ricos y civilizados, estaban desheredados de aquel rayo de porvenir y de vida eterna con que habían sido bendecidos desde el Gólgota los que habían creído en la palabra de Jesús.

Fugitivos quizá de las huestes de Alejandro, o ruinas de algún otro trastorno de los que causan estas manos de hierro en el destino de las razas, habían venido a la tierra de su asilo condenados a ser devorados por los Pizarros y los Corteses, herederos de la obra comenzada por aquel grande demoledor del Mundo Antiguo.


Pocos años bastaron a la España para ver colmada la gloria de sus anhelos. El Nuevo Mundo le había entregado sus entrañas preñadas de riqueza. Tesoros fabulosos, nunca vistos hasta entonces, atravesaban los mares en mil galeones para nutrir la prepotencia con que ceñía al mundo entre sus secos brazos aquel fanático esqueleto del Imperio de los Césares, resucitado en España por Carlos V y Felipe II.

El despotismo regio y la perseverancia con que los discípulos de Torquemada perseguían toda chispa de libertad en las ciencias y en las ideas, acabaron por postrar envilecido a los pies del poder el espíritu de vigorosa aristocracia con que la nobleza española había aparecido en la madrugada de la historia moderna. Las clases medias tan dichosamente preparadas para la industria y la política por sus fueros comunales, habían sido barridas del suelo con su ilustración y con sus fábricas. Una hermosa y adelantada agricultura cubría el suelo que había sido de los árabes; pero en aquella vegetación risueña, los frailes creyeron respirar el olor de la infidelidad y de la herejía, tomaron a escándalo los matices libres que el pensamiento del cristiano puede tomar al frente del progreso y de la civilización, y le sostituyeron el desierto, haciendo que la mejor parte de españoles huyese a millones de la patria por el crimen de no pensar como sus opresores querían que se pensase.

De todos los gérmenes de grandeza con que la España había salido al mundo, no pudieron sobrevivir a esta política funesta sino sus instintos religiosos y su bravura militar. Pero el espíritu de las tinieblas y la opresión habían hecho que el sentimiento religioso se convirtiera degradado en un fanatismo ciego y turbulento sin elevación y sin caridad; y su bravura militar, despojada de los principios morales que hacen del hombre una criatura de amor y de orden, no sirvió en el soldado español de aquellos tiempos sino para despertar los instintos de la destrucción y las pasiones del desorden, que engendran y fomentan las guerras de conquista. Vencer, saquear y oprimir, era el lema de sus banderas. A medida que la España se empobrecía, las poblaciones afluyeron a los campos de batalla y a los conventos, buscando el pan o la actividad a trueque de la esclavitud y de la guerra civil de que abnegaban. Durante este retroceso de los elementos vitales de la sociedad, fue que sobrevino el suceso extraordinario del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo. Las masas de desvalidos que habían suplantado a los ricos comuneros de la España, y el enjambre de ávidos cortesanos en que se había convertido la arrogante aristocracia, volvieron todos los ardores de su alma meridional al dominio y la explotación de las tierras de oro.

Un ejército de frailes fanáticos y crueles tomó en sus manos la cruz cristiana, y como si fuera un estandarte de sangre la hizo el símbolo de la guerra y de la conquista.


La dominación del Perú había puesto en las manos de los Reyes de España el poder de dar la fortuna, y de engrandecer con sus gracias a los súbditos de su corona. Un empleo en Indias era una patente de riquezas. El suelo patrio estaba plagado de pretendientes a quienes devoraba la sed de adquirirla: y a cada señal de la mano regia millares de nuevos aventureros se lanzaban, como halcones, con sus espadas a descubrir y conquistar nuevos centros de opulencia.

Impertérritos y tenaces como los antiguos romanos de quienes descendían, los soldados españoles dieron cima en pocos años a la empresa de Colón.

Los primeros desafueros del triunfo fueron seguidos de turbulencias anárquicas y feroces en las que se cortaron las cabezas unos a otros sus caudillos.

Pero serenados al fin estos desórdenes resultantes de la avaricia y la ambición por la intervención administrativa del despotismo real, las cosas tomaron su curso estable y ordinario.

La voluntad regia vino a ser el resorte central de toda aquella máquina; y a cada uno de los movimientos con que la impelía desbordaban los tesoros que ella arrojaba a los pies del Monarca.

Era así como el Rey de España, bajo cuya mirada temblaban todas las naciones del globo, no tenía mucho que cuidarse por los millones de escudos con que sostenía su prepotencia irresistible. La América le daba con que oprimir a la Alemania y a la Francia, palpitantes debajo de sus pies: conque postrar a la Italia; conque arrojar al turco tras las fronteras de su barbarie; conque asolar las costas del pirata berberisco, y hacer de la rica Holanda el arsenal de sus flotas y de sus legiones.

Al mencionar solo de la España se pintaban la envidia y el terror en el rostro de los otros potentados: pocos le hacían frente, y por muy feliz se tenía el que la excusaba; pues tal era la grandeza de la Monarquía española bajo sus dos primeros Reyes de la Casa de Austria.


Había sin embargo un pueblo que si bien no podía presentar escuadras a las escuadras españolas, ni ejércitos a los ejércitos, echaba encima de los galeones en que sus tesoros cruzaban el Atlántico bandadas de rapaces y astutos gavilanes. Los diestros pajarracos que se desprendían de las costas nebulosas de Inglaterra habían mostrado desde el principio una astucia prodigiosa para clavar sus uñas en los ricos bajeles de la España. Era en vano que Felipe II se empeñara en espantar de las costas de sus dominios a los corsarios insolentes de Inglaterra. Ellos cortaban a todas horas algún pedazo de su real manto, para ir a mostrarlo altivos en su nido, como un presagio del día futuro en que los pueblos ofendidos por tan tiránica supremacía debían pisar sus girones como alfombra de sus pies.

Tal era la situación de las cosas allá en los años de mil quinientos setenta y tantos, que es la época en que tuvo lugar la conseja que voy a referir.

Las empresas de los corsarios ingleses se habían limitado en su principio a rapiñas hechas en el mar de los galeones que navegaban; pero, como su audacia no había llegado hasta atacar los establecimientos coloniales, se había gozado siempre en ellos de una inalterable tranquilidad. Los que vivían en las costas del Pacífico parecían sobre todo a cubierto de toda perturbación; porque la navegación del Mar del Sud y el pasaje del Cabo de Hornos eran empresas que hasta entonces no había acometido sino uno que otro de los más célebres navegantes a costa de padecimientos y peligros infinitos.

Empero, algunas veces los malditos herejes de Inglaterra habían puesto en duda el felicísimo reposo que gozaban estos países después de las degollaciones en que sucumbieron los primeros caudillos de la conquista.

El más famoso de todos los establecimientos coloniales que la España tenía en la América del Sud era la Ciudad de Lima: las riquezas territoriales de que estaba rodeada, su hermosísimo clima, y la fama con que se había inaugurado en la historia de la Conquista por los nombres de los Pizarros y los Almagros, la hicieron en muy poco tiempo la más rica prenda del cetro español. La mayor parte de las familias que ocupaban en Lima las primeras líneas de la sociedad estaban cercanamente emparentadas con la primera nobleza española, y habían venido a América premiadas por las hazañas con que sus jefes se habían distinguido en los campos de Italia o de la Flandes. El tono aristocrático dominaba en aquella nueva ciudad, poblada de opulentos empleados de las Rentas Reales y de pródigos mineros a quienes obedecían como esclavos millares de negros y de indios que hacían parte de su caudal.

Lima era a causa de todo esto un emporio de riquezas y de movimiento; y era quizás, después de Madrid, la única rival de los prestigios y del lujo de México entre las ciudades españolas.

Poco hábiles los soldados españoles en las artes de la construcción y de la decoración, porque para ellos había dicho Virgilio como para los Romanos:

«HSc tibi erunt artes, pacis imponere morem
»Parcere subjectis, et debellare superbos»

levantaban por todas las calles de Lima nuevos edificios de una perspectiva singular y grotesca.

Había una obra, que entre todas las que se ejecutaban en aquel tiempo, era la que traía más alborotadas a las gentes de Lima; a saber la construcción de un espléndido puente de solidísimos materiales que echaban sobre el correntoso Rimac. Un arco colosal señalaba las entradas de su rampa extensa, y cuatro enormes pilares sostenían su centro. El lugar que habían escogido para la obra no podía ser mejor dotado de bellísimas perspectivas: los Andes y el mar dominaban con su adusta sublimidad, las formas principales de aquel cuadro matizado con las gracias risueñas de los fértiles valles y de los caprichosos picos de la montaña; el bullicio con que las corrientes agitadas del río embestían los pedrones que tapizan su cauce, levantaba allí una de esas grandes e inexplicables armonías que son como el himno salvaje con que la naturaleza canta sus vastas soledades.

Todas estas circunstancias hacían que aquel sitio formara por entonces el paseo predilecto de la elegante sociedad de Lima.

Los galanes currutacos recién llegados de España se distinguían por el paso de corte, garboso y solemne con que andaban. Acostumbrados a lucirse en los paseos y fiestas monacales de Madrid, hacían recibir en América sus maneras como leyes del buen tono; y como todos ellos eran, por lo regular, empleados en las rentas, raro habría sido que les faltase con que gozar en Lima de una vida cómoda y lujosa.

Uno de estos caballeros, vestido como era de uso en aquel siglo, con pluma sobre el sombrero, capa corta, jubón y calzas, todo de ricos tejidos de las Indias Orientales, venía acercándose a los grupos reunidos a las orillas del Rimac, y luciendo con su buen porte, una rica espada de cristiano y una lozana edad. Era mozo que apenas pasaba de treinta años. A poco andar se encontró con un su amigo: reuniéronse cariñosamente, y comenzaron a pasearse. El amigo, que se llamaba Gómez le dijo:

-No pensaba encontrarte hoy de paseo; creía que mañana se haría a la vela el buque, y te suponía muy ocupado en prepararte para el viaje.

-Sí; lo estaba en efecto; y aún no he concluido. Pero veía la tarde tan hermosa que no pude resignarme a perderla. Suponía que habría mucha gente... ¿Has visto por ahí a doña María?

-¡Hombre! sí: por aquel otro lado anda con la madre; pero te aconsejo que no te les acerques pues parecen que van rezando un rosario, tan serias y adustas llevan las caras; ¡y como la vieja es un pozo de devoción...! Dicen que te casas muy pronto con la muchacha. Ella es linda pero tiene un defecto que hará feliz al que la pierda.

-¡Mientes! -le respondió indignado el otro-; no sé que placer te procura el calumniar así a esa pobre niña.

-No te enojes, ¡hombre!... te lo digo porque siendo criolla y siendo limeña sería un milagro que no fuese artera y coqueta. ¿No la ves? parece una palomita llena de miedo y de inocencia, y sin embargo yo te juro que es viva y ardiente como buena americana. Te confieso, Romea, que no sé lo que vas a hacer de ese mueble cuando vuelvas a la Corte. La madre está empeñada en hacerla devota; pero el diablo me lleve siempre que la hija tenga mucha vocación para monja.

-Mira, Gómez; dejémonos de bromas. No continúes hablándome de esa manera si quieres conservar mi amistad. Te repito que no me gusta que nadie se meta así en mis cosas.

-¿Cuántas veces has hablado con Mariquita?

-Una.

-¿Y cómo sabes que te quiere?

-Como lo sabe un hidalgo de mi clase. Su padre me la da por esposa, y te juro que yo sé como recibirla. Si fuera cierto lo que tú dices de su natural, no te aflijas que ya sabré yo poner en orden las costumbres y las inclinaciones de la mujer que llegue a ser mía por la solemne bendición de nuestra Santa Madre Iglesia. ¡O me voy, o hablamos de otra cosa!

-¡Sea! ¿Qué noticias hay de la costa?

-Ningunas: parece que la corte fue engañada. No se verifica el aviso que nos dio; no sé si lo recuerdas, hace algunos meses que se nos dijo de Panamá que aquel famoso aventurero inglés llamado Francisco, el feroz hereje que atacó ahora seis años las villas de Nombre de Dios y de Venta-Cruz, situadas al otro lado del Istmo, preparaba una nueva expedición sobre estas costas. Nuestro salvador lo habrá hecho perecer, sin duda; librándonos de tan horrible calamidad.

-Dios lo quiera ¿te acuerdas del sermón que con ese motivo predicó nuestro padre Andrés? célebre en su género, ¿no es cierto?

-¡Qué bruto es el tal fraile! era un montón de absurdos.

-Sí, pero lo cierto es que produjo el efecto que se esperaba; no hay mujer ni zambo que no esté persuadido de que los buques de Francisco van tripulados de monstruos idénticos al diablo que está a los pies de San Miguel en la Capilla de los desamparados. ¡Me parece que lo oyera todavía! con qué elocuencia y terrorismo el buen fraile nos pintaba los cuernos, la cola y la piel azufrada de los demonios que tripulaban los navíos del hereje!

-¡Bien me acuerdo! Mil veces estuvo tentado de sacar del error a la madre de Mariquita.

-Estoy cierto que madre e hija creen a puño cerrado las barbaridades del predicador. Pero tú que empiezas a ser marido convendrás conmigo en que es bueno que así lo crean para bien de la moral pública. Habrías hecho mal en decirles la menor cosa que las hubiese hecho dudar, pues desde que el lobo de tu futuro suegro no lo hacía, razones tendrá para ello.

-No hay duda.

-¿Has hablado alguna vez con la muchacha?

-Si no supiera yo que tú has sido su pretendiente por algún tiempo, me admiraría tu tesón por hablarme de ella.

-Pues sabe que te lo preguntaba porque sé, que apenas entras tú a la cuadra la echan para dentro.

-Así al menos lo hacían cada vez que tú hacías tu visita.

-Y lo mismo hacen contigo.

-Nada de extraño tendría, pues así lo exige el recato y la buena educación de una niña.

-Y mucho más siendo hija de un padre que es un tipo de nuestros buenos viejos de Madrid... tu futuro suegro es hombre raro de veras; y yo no viviría una hora con él: siempre serio y adusto, parece que nada mereciera sus simpatías. No recuerdo haberle visto una mirada afable para su mujer o para su hija. No te enojes; pero sabe que me han contado que te concedió la mano de su hija saliendo de misa, y que te dijo: «Señor Romea: he consultado con mi santo patrón si debo acceder al deseo que me ha mostrado Vd. de casarse con mi hija, y creo que él y Dios serán propicios a ese enlace.» Agregan que lleno tú de alegría le quisiste decir que tu amor por la muchacha era inmenso; y que él te tapó la boca con una furibunda peluca por haberle hablado de amor en la puerta de la Iglesia.

-Preciso es que se componga de tontos tu sociedad habitual para que pasen el tiempo en semejantes miserias.

-Pues dicen más; y es que escondiendo tú la ira que te causara la insolencia del viejo, diste un grande ejemplo de humildad a trueque de ser su interpósito heredero; que le tomaste la mano, y agachándote hasta el suelo le diste en ella un respetuoso beso... Yo que te conozco puedo calcular toda la borrasca que contenías en tu alma... Pero al fin ¿a qué hemos venido a América? yo por mi parte, (y lo mismo eres tú) he venido a hacer fortuna para gozarla a mi modo cuando vuelva a España: vivir como ese avaro de don Felipe sería...

D. Antonio Romea se paró seriamente enfadado y dijo:

-¿Por qué lado vas tú, Gómez?...

-Por el que vayas tú, le contestó Gómez riendo.

-¿Tengo yo la culpa de que hayan salido desairadas tus pretensiones en la casa de don Felipe Pérez y Gonzalvo, para que me hagas así el blanco de tu maledicencia?... Sobre todo, habla como Satanás de cuanto quieras; pero no hables mal en mi presencia de mi jefe, porque eso dañaría mi fortuna y me vería obligado a delatarte. ¡Don Felipe es un hombre irreprochable!

-¿Y quién dice que no lo sea? ¿Crees tú que si no lo tuvieran por tal le habrían encargado de llevar caudales tan cuantiosos? Cuando un hombre llega a tener una inmensa fortuna como la que él tiene, nadie se acuerda de como la adquirió, ni nadie sabe como la aumenta... ¡A otra cosa!, me dicen que el San Juan de Onton (alias el Cagafuego) ¡lleva a bordo como diez millones de escudos!, ¿tú debes saberlo?

-Muy poco menos.

-¡Cáspita! ¿y las pipas de ese néctar admiten calador?... si lo admitiesen no sería el viaje una ruina para tu suegro ni para ti. Yo supongo que el viejo, tratándose de su yerno, no sería al lado de las bolsas tan mastín como es para los extraños... ¡Se ha de ver apurado para cuidar a bordo de la hija, y de los caudales del Rey!

-¡Mira, Gómez, que tú te has hecho ya muy notable por la liviandad de tus palabras y de tu conducta!

-¡Hijo! por más que hago no puedo conservar la máscara que tú llevas tan bien.

-El día que menos lo esperes has de tener algún disgusto serio y grave: no será extraño que hayan ido quejas a España; te tienen por libertino. En la casa de doña María no te pueden ver, y me reprochan de cultivar tu relación; ¡ten cuidado!

Al mismo tiempo en que Romea pronunciaba estas palabras, pasó raspando su brazo un bulto; que a juzgar por ciertas exterioridades, no podía menos de ser un ente humano. El modo con que iba cubierto, más bien diré su traje, era lo más extraordinario que se podía ver: del rostro que lo llevaba no se veía más facción ni sobresalían otras formas, que la cabeza, la esfera posterior del cuerpo y los pies. Era, pues, un bulto metido en un saco angosto, y envuelto de tal modo que apenas se podía ver en su cara un ojo negro que brillaba con la energía y la viveza del basilisco. Sus pasos eran cortos y ligeros; sus movimientos maliciosos iban dando a entender que comprendía cuanto veía, y que conocía a cuantas personas encontraba. Era, en fin, una tapada de las muchas que ya entonces cruzaban las calles y paseos de Lima.

Aunque no se sabe a punto fijo el origen de esta costumbre singular, hay cronistas antiguos (el arcediano Barco de Centenera, entre ellos) que dicen: que habiendo sido obligados los indígenas del Perú a abandonar la idolatría, tuvieron que salir de los claustros sus vestales; que resistiendo ellas al principio andar descubiertas, y dejarse ver del mundo, adoptaron un claustro personal que las hiciera tan invisibles detrás de él como las altas murallas de sus conventos.

Quizá nace de tan santo origen el profundo e inviolable respeto con que se ha tratado hasta nuestros días a una tapada.

Sin embargo, la costumbre, aunque hija de tan santo origen, se había corrompido; el hábito de las vestales, tenía infinidad de aficionadas; pero no las tenían tanto sus virtudes. Desde aquellos tiempos ya tenía en alarma esta costumbre a muchos virtuosos prelados; y, sobre todo, a muchos padres de familia.

Se trataba, pues, muy seriamente de reunir aquel gran Concilio Americano, al que el espíritu santo descendió para declarar abominable el eclipse total de las mujeres. La saya y manto, empero, se insurreccionó contra la Iglesia; y puesto que siguió con más ardor que nunca, es lícito presumir que sus suaves influjos lograron persuadir de su excelencia a los venerables prelados, que le habían hecho tanto asco antes de comprenderla.

Como íbamos diciendo, una de estas tapadas pasó raspando con Gómez y con don Romea; y como llevaba aire tan suelto y espiritual, don Gómez, le dijo:

-¡Adiós, perla!

-¡Sí! -le contestó ella-: será porque voy dentro la concha; pues en lo demás, no soy de las que se pescan, ¡caballero! Don Gómez, aconséjele V. a su amigo que no salga al mar con perlas; porque los herejes son muy hábiles para pescarlas, y las buscan con frenesí.

-¡Vaya! -dijo Romea-, poco miedo les tendrías tú, ¡alma mía! al sacarte la costra que llevas no te harían mucho mal ¿no es cierto? ¡te volverían a tu padre (el sol) y nada más!

-¡Cómo no fuera al sol de España me daría la enhorabuena!

-¿Hacia donde vas, estrella tan nublada?

-¿Le han dado a V. empleo en la Inquisición? ¡pluguiera a Dios! para que pudiera saber por medio del tormento lo que piensa doña María de su casamiento con V. ¡le ama a V. que es horror!

Al decir esto, soltó una espiritual y maliciosa carcajada; y como los dos amigos la habían ido siguiendo mientras la hablaban, ella apresuró el paso, se enredó entre los grupos de gentes que ocupaban las basas del futuro puente, y logró perderse entre la multitud.

Gómez miró con ironía a Romea; pero comprendiendo que el malicioso dicho de la tapada lo tenía preocupado y de mal humor, guardó silencio caminando a su lado.

Empezaba ya a hacerse de noche. La ciudad de Lima, sobre todo la plaza, comenzaba a presentar aquella escena animadísima que se repite todas las noches hasta el presente. La gente que venía del puente podía ver las filas de teas ardiendo que fileteaba los portales; y allí, el alegre y bullicioso hablar de las negras y negros, el chirriar de la grasa hirviendo que preparaban para las frituras, la afluencia de los compradores, y la diversidad de las castas, pues mezcladas andaban el altivo castellano con el cargado y francote catalán; el tosco gallego con el insolente y afeminado zambo, el ardiente negro con el indio humillado. Lima empezaba ya a ser entonces la famosa Babel americana.

Los dos amigos que conocemos, se retiraban callados por en medio de esta escena de alboroto. Lo que iba a hacer el uno, nada nos importa por ahora para que nos tomemos el trabajo de seguirlo; el otro, don Antonio, se fue a recoger; pues muy de madrugada debía salir a embarcarse en el San Juan de Onton, navío cargado del oro que mandaban al Rey por vía de Panamá.

El encargado de este caudal era don Felipe, padre de doña María, quien llevaba también consigo a su familia. Don Antonio le acompañaba como empleado en rentas, colocado a su lado por el Virrey para que le sirviera de oficial. Le dejaremos, pues, dormir, o cavilar, hasta mañana, para seguirlo en las aventuras que pasaron por él desde que se embarcó con la familia del adusto y respetable viejo de quien iba a ser yerno.