La novela en el tranvía: 05
Capítulo V
En la agitación de mi sueño había cambiado de postura y me había dejado caer sobre la venerable inglesa que a mi lado iba.
-¡Aaah! usted... sleeping... molestar... me, -dijo con avinagrado mohín, mientras rechazaba mi paquete de libros que había caído sobre sus rodillas.
-Señora... es verdad... me dormí -contesté turbado al ver que todos los viajeros se reían de aquella escena.
-¡Ooo... yo soy... going... to decir al coachman... usted molestar... mi... usted, caballero...very shocking -añadió la inglesa en su jerga ininteligible-: ¡Oooh! usted creer... my body es... su camafor usted... to sleep. ¡Oooh! gentleman, you are a stupid ass.
Al decir esto, la hija de la Gran Bretaña, que era de sí bastante amoratada, estaba lo mismo que un tomate. Creyérase que la sangre agolpada a sus carrillos y a su nariz a brotar iba por sus candentes poros. Me mostraba cuatro dientes puntiagudos y muy blancos, como si me quisiera roer. Le pedí mil perdones por mi sueño descortés, recogí mi paquete y pasé revista a las nuevas caras que dentro del coche había. Figúrate, ¡oh cachazudo y benévolo lector! cuál sería mi sorpresa cuando vi frente a mí ¿a quién creerás? al joven de la escena soñada, al mismo D. Rafael en persona. Me restregué los ojos para convencerme de que no dormía, y en efecto, despierto estaba, y tan despierto como ahora.
Era él mismo, y conversaba con otro que a su lado iba. Puse atención y escuché con toda mi alma.
-¿Pero tú no sospechaste nada? -le decía el otro.
-Algo, sí; pero callé. Parecía difunta; tal era su terror. Su marido la mandó tocar el piano y ella no se atrevió a resistir. Tocó, como siempre, de una manera admirable, y oyéndola llegué a olvidarme de la peligrosa situación en que nos encontrábamos. A pesar de los esfuerzos que ella hacía para aparecer serena, llegó un momento en que le fue imposible fingir más. Sus brazos se aflojaron, y resbalando de las teclas echó la cabeza atrás y dio un grito. Entonces su marido sacó un puñal, y dando un paso hacia ella exclamó con furia: «Toca o te mato al instante.» Al ver esto hirvió mi sangre toda: quise echarme sobre aquel miserable; pero sentí en mi cuerpo una sensación que no puedo pintarte; creí que repentinamente se había encendido una hoguera en mi estómago; fuego corría por mis venas; las sienes me latieron, y caí al suelo sin sentido.
-Y antes, ¿no conocistes los síntomas del envenenamiento? -le preguntó el otro.
-Notaba cierta desazón y sospeché vagamente, pero nada más. El veneno estaba bien preparado, porque hizo el efecto tarde y no me mató, aunque me ha dejado una enfermedad para toda la vida.
-Y después que perdiste el sentido, ¿qué pasó?
Rafael iba a contestar y yo le escuchaba como si de sus palabras pendiera un secreto de vida o muerte, cuando el coche paró.
-¡Ah! ya estamos en los Consejos: bajemos -dijo Rafael.
¡Qué contrariedad! Se marchaban, y yo no sabía el fin de la historia.
-Caballero, caballero, una palabra -dije al verlos salir.
El joven se detuvo y me miró.
-¿Y la Condesa? ¿Qué fue de esa señora?, -pregunté con mucho afán.
Una carcajada general fue la única respuesta. Los dos jóvenes riéndose también, salieron sin contestarme palabra. El único ser vivo que conservó su serenidad de esfinge en tan cómica escena fue la inglesa, que indignada de mis extravagancias, se volvió a los demás viajeros diciendo:
-¡Oooh! A lunatic fellow.