La niña de porcelana

​La niña de porcelana​ de Arturo Reyes


I editar

-Pero ¿tú te has fijao en la carita que tiée ese gachó?

Y esta pregunta se la hizo Lolita la Caperuza a Consuelo Cárdenas, más conocida por la Niña de Porcelana, una chavalilla que justificaba cumplidamente su mote con lo maravillosamente nacarino de su tez y lo delicado de su figura.

-Pos mira tú lo que son las cosas -repúsole ésta-. Tan feo me había dicho toíto er mundo que era ese hombre, que hoy al verle me ha parecío cuasi, cuasi, una pintura.

-Pos di tú algo, chavó, que valiente se necesita ser pa dicir que es el mozo una pintura.

-No, hija, si ya he visto yo mu bien que tiée ese gachó una nariz que es toíta una saboneta y por labios dos botes de runquinquina; pero es que dijieron ustedes tantas veces que no tenía naíta de medio recibo, y lo que es los ojos ya lo quisieran muchos de los que más presumen de bonitos.

-Sí, los ojos son rigulares, y como mal plantao tampoco lo es; pero es mucha nariz su nariz y es mucha boca su boca.

-Vamos, mujer, que detrás e ca mata los hay peores, y sobre to que en eso del gusto no se ha escrito naíta. Y ya ves tú si no se habrá escrito naíta, que a mí no me gusta lo que a ti más te gusta, porque lo que es yo no me casaba con Pepico el Miriñaque.

-Pero ¿es que no te gusta a ti Joseíto el Miriñaque? -preguntó a Consuelo, llena de asombro, la Caperuza.

-¡A mí qué me ha de gustar eso! -exclamó con enérgica expresión de protesta la de Porcelana-. A mí me gusta que los hombres parezcan hombres y no rosas en capullo.

-Pos, hija, nadie lo diría, porque el Mandolina también cuasi, cuasi, es un clavel de Bengala.

-¿Y qué me importa a mí que sea u no sea un clavel el Mandolina?

-A ti no te importará na, pero anda y convence tú a la gente de que tú no ensueñas un día sí y otro no con el Mandolina cual, por otra parte, sople u no sople el terral, no jace otra cosa que dicir que mu prontito tiée que enterarse él, como Dios manda, por supuesto, del corte de tus chaponas.

-Pos lo que yo te digo a ti, y le diré a él si llega el caso, es que la hija de mi madre no le diría que sí a ese mocito asín me lo pidiera con el corazón encogío. Yo no te diré más sino que si no tuviese más remedio que escoger entre él y Joseíto, a Joseíto escogía yo con dambos ojos cerraos.

-Pos, hija, lo que es yo -dijo haciendo un gracioso mohín la Caperuza -antes de casarme con un hombre como el Ecijano, mejor me tiraba a un pozo.


II editar

Alto, esbelto, de gallardo empaque, limpio como el agua y siempre típica y elegantemente acicalado, hacíase Joseíto el Ecijano perdonar lo incorrecto de sus facciones, gracias a lo generoso de su condición, a lo expansivo y jovial de su carácter y a saber anticiparse siempre y ser el primero en poner en solfa las condiciones antiestéticas con que Dios le hubo de poner en este valle de lágrimas.

Joseíto, que, como acabamos de decir, tenía la modestia de creer a pies juntillos lo que los espejos mejor azogados le decían, había tenido buen cuidado de hurtar el corazón a todo serio escarceo amoroso por temor a no ser debidamente correspondido, y vista habíale dado va a la edad anatematizada por el poeta sin sufrir quebrantos de mayor cuantía en sus amorosas andanzas, y arribar esperaba a la en que la sangre aminora sus hervores sin tener que llorar los desdenes de hembra alguna, cuando quiso su mala o buena suerte que se tropezase un día manos a boca con la Niña de Porcelana, al ver a la cual púsose intensamente pálido, y...

-¡Camará! -balbució-. Esto sí que no estaba en mis libros. Y si yo llego a saber esto, antes de pasar hoy por aquí me voy a las Baleares.

Intentó matar en flor, como su buen juicio le aconsejaba, aquello que a la vista de la Niña hubo de sentir; pero en aquella ocasión no le valieron sus energías, y dándose por vencido cuidose tan sólo de ocultar su pasión a los ojos de todo el mundo, y sobre todo a los de Consuelo, de la cual no tardó en conquistarse las más hondas y al parecer fraternales simpatías, de igual modo que las de la madre de ésta, la señora Rosario, la cual nunca parecía tener boca bastante para alabar la índole jovial, campechana y generosa de Pepico el Ecijano.

Éste, que parecía resignadísimo a no paladear más goce que el no exento de amargura que su intimidad con la Niña le proporcionaba, no había día en que no pasase, al dirigirse al taller, por su reja para en ella dejar a su paso un misterioso suspiro; en que a la salida del trabajo no cambiase en la ventana de la Niña algunas frases con ésta, y en que llegada que era la noche, no echara el ancla casi a diario en su bahía durante algunas horas, distrayéndola con sus donosos decires o cantándole los tangos más en boga a los sones de la por él bien tañida vihuela.


III editar

Consuelo, regadera en mano, recogida en la cintura la falda de percal, que dejaba ver los pulidos zapatos, y que ceñíase con pérfida ductilidad a la pierna nerviosa y fina; luciendo vistoso collar de abalorios, y tocado de flores el espléndido cabello, entreteníase en regar los geranios que embellecían el largo arriate que adornaba el patio de la casa, en que vivía, en tanto la señora Rosario charlaba animadamente con la señora Angustias la Veterana, sentadas las dos en uno de los extremos del patio, y, retrepado en su silla contra el ruinoso muro, dormitaba el señor Curro el Almejero; cosía la Caperuza a la sombra que proyectaba un jazmín que escalaba el añoso parral, y Joseíto el Ecijano, reclinado también en su silla contra el muro, entreteníase en templar su reluciente guitarra.

-Pos diga usté, Pepe -exclamó, dirigiéndose a éste, la Caperuza y deteniéndose en su labor-; diga usté que le va a amanecer, sin haber conseguío templarla, con la guitarra en la mano.

Hizo un brusco movimiento aquél, y

-Es que -repúsole a Lola -estoy esperando a que arremate Consuelo.

-Pos lo que es yo ya arrematé -dijo en aquel momento la Niña, y soltando la regadera dirigiose, haciendo ondular su talle maravilloso, adonde aquél estaba sentado, plantose delante de él, al par que se llevaba las manos a la nuca para arreglar algunos de sus indómitos mechones, y

-Pos, hijo -continuó con voz dulce y jovial-, ya puée usté estar dándome gusto a mí y gusto a to el publiquito.

Al oír cómo el tocaor se formalizaba, acercáronse a él la Caperuza y el señor Curro, que había abierto los ojos al sentir el primer enérgico rasgueado.

Joseíto no se hizo rogar, y una vez que la guitarra podía desafiar al oído más experto y exigente, cantó con voz dulce y de simpático timbre:

Corazón mío, no llores
manque te mate la pena,
y deja ya que te entierren
por su carita morena.

Consuelo le contempló meditabunda, y Joseíto siguió jaleado de modo entusiástico por el auditorio.

-¿Por qué no cantas la «Gabriela»? -preguntó a Joseíto el Almejero.

-Veremos a ver si puedo -le repuso aquél, sonriente, y momentos después resonaba su voz rítmica y querellosa como un lamento dulcísimo.

-Eso sí que es platicar canela -exclamó el señor Curro, palmoteando enérgicamente, y después

-A ver, dime cómo es la copla, que yo no la he entendido bien -le preguntó a la vez que miraba a Consuelo con expresión maliciosa.

-Yo tampoco la he oído bien -dijo ésta, sonrojándose ligeramente-; pero si quieres aprenderla, que José te la repita.

Miró ligeramente turbado a la Niña el aludido, y

-Pos la copla -murmuró dirigiéndose a Lola- dice así:

Ya ves si es grande mi pena
y si es mala mi fortuna,
que me he vinío a prendar
de la cara de la luna.

-Pues lo que es la coplilla es de las que se las traen -exclamó Lola, siempre sonriendo maliciosamente y haciendo turbarse de nuevo al cantaor y enrojecer de nuevo a la de Porcelana.

-Güeno -dijo el señor Curro interrumpiendo el diálogo-; ahora lo que sa menester es que se cante una miajita Consuelo.

-¡Que yo cante! -dijo ésta mirando como asombrada al viejo, y después añadió-: Vamos, usté no sabe bien lo que me acaba de peir; eso es pedirme una estrella.

-Pos entonces es que a mi me han engañao también -dijo Joseíto-, porque la misma presona que se lo ha dicho al señor Curro me lo dijo a mí esta mañana.

-Eso se lo diría a ustedes alguno que no me quiere bien, porque quién en este mundo está libre de una malita lengua ni de un farso testimonio.

-Si eso es lo que sabe ella mu requetebién -murmuró el viejo, y después, dirigiéndose al Ecijano-. Mira: si tú quiées que hoy oigamos cantar a este fenómeno, yo sé por quién hay que peirle que cante.

-¿Y por quién hay que peirme a mí que cante? -preguntó al viejo, poniéndose seria, la Niña.

-Pos pa que cantes tú lo único que sa menester es llegarte al corazón, y pa llegarte a ti al corazón y pa que jagas lo que se te pía, sa menester peirtelo por el mozo más rebonito y más armionao y más cruzaito de alas del barrio de la Victoria.

-Me parece a mí -dijo Lola mirando a hurtadillas al Ecijano, que oyendo al señor Curro habíase puesto pálido como un muerto- que está usté la mar de dequivocaíllo, que Consuelo no canta si es que se lo píen por el hombre más bonito y más pinturero del barrio que usté ha mentao.

Consuelo miraba con vaga expresión acariciadora a Joseíto, el cual procuraba en vano dominar la congoja que en su pecho despertaran las frases del Almejero, el que de no estar seguramente convencido de lo que decía, no hubiese, según él pensaba, aventurado afirmación tan rotunda.

-Pos señó -dijo el viejo, sorprendido y un tanto molesto por la mala acogida dispensada a lo dicho por él-, si yo be creío lo que por ahí se dice, es porque naíta tiée de particular, y como el Mandolina se pasa cuasi to el día debajito de este alero...

-¡Y le voy yo a pegar un tiro al Mandolina va que se vaya! -exclamó la Niña con acento en el que la ira había puesto sus más leves inflexiones.

-Güeno, pos yo no he dicho naíta -exclamó el señor Curro, mirándola con extrañeza.

Y volviéndose hacia Lola,

-Pos entonces tú dirás por quién hay que peirle que cante a esta criaturita, porque tú lo debes saber más mejor que toíto er mundo -le dijo, mirándola con expresión interrogadora.

Lola miró a su amiga, que con el ceño fruncido seguía con los ojos puestos agresivamente en los del Almejero; miró después a Joseíto, que con la más angustiosa incertidumbre retratada en el semblante, no apartaba la vista del mástil de su vihuela, y tras vacilar algunos instantes y cerrando de pronto los ojos como quien se tira al mar de cabeza,

-Pos píaselo usté -dijo con voz ligeramente temblorosa- por el hombre más..., más... Vamos, cómo lo diré yo. Por el hombre que sea una cosa una miajita contrario de lo que es el hombre que usté ha mentao.

Y momentos después, mientras Joseíto, embriagado de júbilo, hacía sonar la guitarra como nunca había sonado, ni volviera a sonar seguramente en sus manos, y el viejo contemplaba lleno de asombro ora al tocaor, ora a la cantaora, y no se atrevía la Caperuza a mirar cara a cara a la de Porcelana, cantó ésta con voz agradable de timbre sonoro a la vez que sus ojos acariciaban dulcemente los de Joseíto:

Diga er mundo lo que diga,
piense er mundo lo que quiera,
mírame con alegría
y no me mires con pena.