La mujercita super
La mujercita super
Caro Edmundo: ¡Un mes que no te escribo!me dices. Lo sé, lo sé. Pero tienes que enterarte de la causa; pues hay una causa, una sorprendente causa, tocante a lo de la rubia, mi tormento del tranvía.
Te manifesté ya que la susodicha es regordeta, y que sus carnes torneadas tienen curvas de ánfora. Ahora te agrego que es además exquisita, quiero creerlo así, debido a que sus modales parecen corresponder a un alma distinguida.
Tú objetarás que esta casi afirmación contradice suposiciones que te comunicaba en mi carta anterior. Si, las contradice; mejor dicho, las destruye, porque eran simples sospechas, más bien malielas. Yo daba en pensar a recuerdas? que esa señorita, desde que leia trasnochadas novelas románticas, era destornillada y vulgar. Pues ni lo uno ni lo otro. Los hechos me han obsequiado con un desmentido estupendo. Verás.
En uno de esos viajes que a diario hacemos en el tranvía, tocóme sentarme tras ella. Durante todo el trayecto, tuvo por único horizonte su deliciosa nuca que vuelca sobre la impecable comba marfil del cuello, unos rizos, sus ricitos, caro mío, de un oro sutil, de un oro ilusorio. ¡Oh, qué nuca, estimado poeta, la de mi heroina, cuando viste con breve descote como ahora!
Iba ella inclinada sobre su libro, y yo sobre aquella atracción irresistible de sus rizos. Estos me hicieron olvidar el aspecto comunmente serio de mi damita, aspecto que contrastando como contrastaba con las chifladuras nobiliarias de sus novelones, me llevaron tantas veces a ser cruel en las mordaces sonrisas, en los solapados piropos que le dirigía. Ya sabes lo hiriente que soy, tú que has calificado mi rostro de volteriano.
Bien. Los rizos me exasperaron. Al llegar a la esquina en que ella desciende, la página de su novela describía la sin igual hermosura de una condesa. Había yo logrado leer eso. Con intención procaz le dije, mientras se incorporaba:
—La condesa es un susto al lado suyo.
Debi tocar en lo cínico. ¡Cómo me miró la joven! Lo hizo, caro Edmundo, con una mirada límpida, penetradora, en cuyo fondo había un severo, un imponente, un irresistible llamamiento a la seriedad.
Yo me sentí subir la sangre al rostro en una caliente oleada, y me desasosegué. Hubiera deseado desaparecer súbitamente, máxime cuando la ví alejarse tras la esquina, con ese su modo constantemente formal. Mis miraditas de soslayo, mis implacables frasecitas agrias, todas mis persecuciones de mozo vivo, me parecieron una cobardía, una infamia.
¡Ah, qué austera mirada! Yo hice durante quince días mi viaje a pie por otra calle, para no encontrarme con ella.
Sin duda las novelas esas, que terminan siempre premiando al bueno y castigando al malo, no son tan de despreciar. Hasta llegué a creer que debieran ser las solas dignas de leerse.
Cuando volví a tomar el tranvía en el sitio de siempre, yo era otro hombre: lo sentía así. Me quedé a respetuosa distancia de la señorita. Le cedí la delantera al subir. Como antes de que pisara bien el estribo, el tranvía se movió, yo me ví precisado a sostenerla con mis brazos. Y dije dos palabras muy atinadas al guarda. Ella me agradeció con un sobrio movimiento de cabeza. Y ella, además, no sólo comprendió que éste tu amigo estaba conquistado, sino que me conquistó. Yo me hubiese conservado siempre a distancia, en actitud respetuosa. Pero, a los pocos días, cierta mañana apareció la joven acompañada de una señora, se acercó a mí y dijo:
—Mamá: este es el señor del tranvía de que te hablé. Tengo el gusto de presentártelo.
Yo me turbé, admirado, intrigado. Creo que diDuparc, servidor, y que dí la mano y je: que pronuncié palabras incoherentes y triviales durante aquel viaje en que por primera vez hablaba con mi Clelia, a quien hace quince días visito:
los quince días que con los otros de mi vergüenza suman el mes transcurrido sin escribirte.
Contemplada embelesado por mí, Clelia todas las noches teje: teje la red en que irá a caer preso mi corazón, que ya es de ella.
Querido: tú me comprendes. Te ruego prepares el ánimo de los muchachos, no sea que cuando me halle con ellos y contigo, rodeando la consabida mesa de la Avenida, me juzguen, al saber que torno acompañado a Buenos Aires, un renegado sin honor de nuestra conjuración antimatrimonial. Te abraza, hasta tu próxima, Quintín.
Ciudad del Rosario, etc., etc.