La mujer y la muerte

​La mujer y la muerte​ de Rafael Barrett


Apenas nacemos, nos sentimos copados por la muerte. Avanzamos irresistibles y atónitos dentro del círculo, atados al lomo de los potros salvajes. Y árboles, astros y bestias, y las olas y la llama y nuestros mismos sueños son figuras indescifrables que se yerguen o huyen. Y vivimos inclinados y llenos de angustia, y no vemos el fondo de las cosas.

Pero entre las formas sin número que pasan rozándonos, o espían, o aguardan inmóviles, hay una más dulce y más fuerte. Es una sombra tan familiar y tan próxima, tan semejante a nosotros, que nos dejamos ir a la ilusión de que es nuestra sombra, y de que palpita cuando palpitamos; nos parece nuestro propio rostro, reflejado en aguas invisibles que lo deforman vagamente. Es el extremo accesible del misterio, la flor maravillosa que alzan hasta nuestro ser los tallos plantados más allá de la muerte. Y el amor, que es sed de misterio, nos lleva a la mujer; nos asomamos a sus ojos porque está en ellos la sima eterna; su boca de sangre es la esclusa en que nos hemos de encajar y desvanecer, y entre sus brazos ensayamos la agonía.

Amar es el simulacro de morir. Nuestra existencia se ennoblece con estas representaciones del drama sagrado. El amor que, como todo lo real, arraiga en el espíritu, arrastra la carne y estremece la médula de nuestros huesos; en su corriente todo vacila y cae, se transfigura el mundo y cambian de color las estrellas. Sólo la muerte tiene poder tan grande; sólo ella devora también con nuestro espíritu nuestra carne y nuestros huesos; sólo ella es capaz de abrir el mundo y revelarlo. Y así como ponemos en la muerte un tesoro de certidumbres, lo ponemos en la mujer, salvadora de gérmenes, hermana de la tierra, fresca fuente de olvido, madre de la belleza y de la melancolía. La mujer sabe que no se la posee sin desearla; la mujer puede decir: «Este es mi hijo». Nosotros amamos y dudamos. El misterio se vuelve múltiple, irónico y cruel. Nos preguntamos quién es mayor enemigo del amor, si la traición o la fidelidad y la sabia vejez, trayéndonos el dolor y el hastío, afina nuestra inteligencia y nos preparan a los últimos amores.

Para la muerte es lo que en nosotros sobra de la mujer, o lo que la mujer nos dio. La mujer empieza y la muerte concluye. Ir hacia una es hacer camino hacia la otra. Son las aliadas del misterio. Adivinamos sin embargo en la muerte algo absoluto y suyo, radicalmente nuevo; nos basta entrever, al fulgor del postrer relámpago, el terrible gesto que no termina, para convencemos de que la muerte es más seria y más definitiva que el amor. Agradezcamos el destino que horna nuestros pobres días, enviándonos ese profundo y suave emisario de ultratumba, símbolo de la vida y de la fecundidad.


Publicado en "Germinal", N.º 9, 27 de setiembre de 1908.