La mujer del porvenir: 7

La mujer del porvenir de Concepción Arenal
Capítulo VI: Consecuencias para el hombre de la supuesta inferioridad de la mujer


Con decir que la mujer es la compañera del hombre; que hija, madre, esposa, hermana, marcha con él por el camino de la vida; que unidos arrostran sus borrascas y atraviesan sus desiertos, parece que se ha dicho que el hombre está interesado en que esa criatura que ha de ir con él, de la que no puede separarse, sea todo lo fuerte, todo lo perfecta, todo lo parecida a él que fuere posible, para que le ayude más, para que le comprenda mejor y, en fin, para que su compañía en muchos casos no le deje enteramente solo. Esta verdad es tan clara, que no debería necesitar explicación alguna; pero como el hombre parte, para formular sus opiniones y sus leyes, de los errores opuestos, necesario es combatirlos por su propio bien, que desconoce.

Hay casos en que el hombre empieza a sentir antes de nacer las fatales consecuencias de la inferioridad de la mujer.

La pobre madre abandonada por su amante o por su marido, o que, viéndolos enfermos, necesita dedicarse a un trabajo superior a sus fuerzas, no tiene pan, sufre amarguras y dolores punzantes, que influyen en la criatura que lleva en su seno. ¡Quién sabe si la expondrá en el torno de una inclusa, si la inmolará tal vez!

Si la mujer, mejor educada, fuese menos crédula; si su imaginación y sus instintos tuvieran el contrapeso de una razón más cultivada y de una ocupación más racional, ni sería débil tantas veces, ni abandonaría tantas el fruto de una unión ilegítima, por la imposibilidad de sostenerla sola.

En las clases elevadas, el tedio, la excitabilidad, las exigencias caprichosas que producen tempestades domésticas, la falta de higiene, la presión del vientre y tantas otras cosas análogas que ocasiona o exagera la educación frívola de la mujer, ¿no influyen en el hijo que lleva en su seno?

Nace éste, y aun favorecido por la fortuna, difícil será que no le perjudique la falta de conocimientos higiénicos de su madre. Si es pobre, luego empezará a sentir las consecuencias de la pobreza, contra la que lucha en vano una pobre mujer, cuyo trabajo, si acaso le halla, es tan mal retribuido, que, abandonando a sus hijos todo el día, no gana para pan. Aunque tenga marido y no esté enfermo y trabaje, y no distraiga para vicios una parte de su salario, cosas que muchas veces no suceden, un jornalero no puede atender a todas las necesidades de una numerosa familia, y la mujer le ayuda poco o nada, porque se la considera inútil para los oficios más lucrativos.

Con la falta de lo necesario vienen la niñez enfermiza, y la juventud débil, y la enfermedad, y la muerte prematura. Con la falta de lo necesario se exaspera el carácter, se endurece el corazón, se aflojan los lazos de familia, la educación es imposible, y fácil pagar tributo al vicio, al crimen tal vez. Todo lo que tiende a hacer miserables, tiende a hacer degradados, y la inferioridad de la mujer, su inutilidad en muchos casos, es un elemento de miseria.

Aun en las clases mejor acomodadas, dado el desnivel de las aspiraciones que se creen necesidades con los medios de satisfacerlas, es raro que en la casa haya desahogo y bienestar, que no haya apuros y privaciones que turben más o menos la paz doméstica. El niño y el joven empiezan a sentir los efectos de este malestar, de este desnivel que se nota entre las aspiraciones y los medios, y sería menor si su madre tuviera una ocupación racional y lucrativa, que la hiciera aumentar un poco los ingresos y disminuir algún tanto su presupuesto de gastos en el capítulo de lujo.

Cuando el adolescente trata de seguir una carrera, su madre es quien mejor puede guiarle, porque es la que mejor le conoce y la que le quiere más. Pero ¿sabe su madre la conexión que existe entre ciertas aptitudes y ciertas profesiones? ¿Conoce ella si las disposiciones que nota en su hijo deben hacerle sobresalir en tal carrera, si tales deficiencias le hacen inútil para tal otra? La madre no suele influir en la dirección que ha de seguir su hijo, o influye con poco acierto. Si tal vez su buen instinto le hace adivinar lo mejor, su voto carece de autoridad, y con un las mujeres no entendéis de estas cosas, el joven obedece a su padre, o toma consejo de su vanidad o de su pereza, y se acuerda tristemente del de su madre cuando ya no es tiempo de seguirle. Quien le ama y le conoce mejor, no tiene competencia para guiarle, y su entendimiento se halla en una especie de orfandad que tal vez llore toda la vida.

El niño tiene el instinto de Dios; su madre le convierte en sentimiento y le enseña a orar. La religión es un consuelo y un freno; el freno estorba al joven, y le rompe, porque por el momento tiene la dicha de la juventud, y no necesita consolarse; además, para parecer hombre en ciertos países no basta fumar, conviene también no ir a la iglesia. Su pobre madre le ve extraviarse, le mira ya en el camino del vicio que envenena el alma y el cuerpo, quiere hablarle de Dios y de sus mandamientos que pisa, pero su palabra no tiene prestigio ni su voz autoridad; la religión escosa de mujeres, y él debe ostentar sus bríos varoniles no creyendo en nada, máxime cuando aquella creencia le impone deberes que no está dispuesto a cumplir y le estorba para sus devaneos o para sus vicios. Su madre, poco ilustrada, acaso fanática o supersticiosa, le da pretexto o motivo para que no la escuche dócil; tal vez atribuye más importancia a una práctica indiferente que a una ley santa; tal vez compromete el prestigio de las cosas graves con exageraciones ridículas; tal vez tiene en más la forma que la esencia; tal vez no sabe cuándo es menester ceder un poco para no comprometerlo todo; tal vez quiere combatir una ceguedad con otra, y se irrita con el choque inevitable. La mujer es la que conserva en el hogar el fuego sagrado de los sentimientos religiosos; si la ignorancia la hace fanática y supersticiosa; si mira la razón como un monstruo y quiere combatirla siempre sin concederle nada nunca, se queda sola: sus hijos se van con su padre por el camino de la duda, de la indiferencia o del error, tan fácil al principio, tan penoso después. ¡Qué de amarguras prepara al hombre y al anciano el joven que rompe con toda creencia religiosa y pierde enteramente la fe, que tal vez conservaría si su madre hubiera sido más respetada y más razonable! Hay muchas personas que ven en la educación intelectual de las mujeres un gran peligro para la religión; a nosotros nos parece evidente que la regeneración religiosa sólo puede venir por ellas; que sólo cuando no se presten a ser instrumento de exageraciones absurdas o de cálculos interesados; sólo cuando aparten del santuario lo que desfigura su majestad; sólo cuando no conviertan muchas de sus acciones en argumento contra sus creencias; sólo, en fin, cuando sepan razonarlas podrán inocular su fe en un mundo corroído por la duda, gangrenado por la indiferencia.

El joven ama, y halla en su amada las consecuencias de una educación absurda. La coquetería en la mujer tiene una parte natural e inocente; la mayor y la peor parte es obra de la sociedad. La mujer ociosa, pueril y vana, tal vez acoge las protestas de amor, tal vez responde a ellas, no porque ame, sino por vanidad y pasatiempo. Los afectos del corazón, una cosa tan seria, tan grave, vienen a ser acaso un medio de distracción para una persona desocupada. Hay muchos hombres, y suelen ser los que más valen, que en la mejor época de su vida, si no en toda ella, son esclavos de su corazón, es decir, de una mujer que tal vez no les corresponde, porque no hay en ella nada grave ni formal, porque su vida es una vanidad de vanidades, y porque siendo el juguete de tantas cosas, concluye por tomarlo todo a juego. Imposible parece que los hombres no traten de ilustrar la razón y fortificar la conciencia de una criatura que puede llegar a ser su tirano, y, no obstante, así sucede.

Las comedias, las novelas, los sainetes, los refranes, todas las expresiones del sentido común, están llenas de los caprichos, de las veleidades, de la inconstancia de la mujer. En esto hay un fondo de verdad. El alma de la mujer tiene que aparecer en muchas ocasiones con los defectos propios de la esclavitud y de la ociosidad. Si ama, si ama de veras, se salvará su virtud, su moralidad. Hija, esposa, madre amante, es buena, noble, sincera; el fuego santo que arde en su corazón purifica todo su ser, le ocupa, le llena. Está en riesgo, en grave riesgo de ser muy desgraciada; pero está segura de no ser infame ni vil.

Todo cariño verdadero, vehemente, puro, es noble, es moral; la mujer que le siente tiene en él un guía y un escudo, si no contra el dolor, contra la maldad; pero si su corazón no es capaz de amar bastante, o si no ha visto ninguna criatura digna de su amor; si la injusticia y el desdén con que se ve tratada la irritan y hacen injusta; si en la ociosidad en que vive su alma y en el tedio que a veces la abruma, quiere distraerse y toma el gusto de un pensamiento, por el goce de una pasión, entonces es fácil que, engañándose a sí propia, o no escrupulizando en engañar a los otros, jure un amor que es mentira, y sea, según su carácter y su inteligencia, la coqueta vulgar, o la mujer peligrosa, verdaderamente infernal, como muchas veces se la llama.

La mujer sin ocupación ni educación para sus facultades superiores va por el mar de la vida sin timón y sin brújula; el sentimiento que puede salvarla, si no es muy puro, puede extraviarla también, y cuando se estrella hace víctimas, porque no va sola.

Esta mujer de ahora, de que tanto se queja el hombre, no es a veces muy propia para contentarle; es, permítasenos la frase, una mujer de transición, «con todos los defectos y las desdichas de quien vive en medio de la lucha del pasado y del porvenir, marchando por el caos a la luz de los relámpagos y queriendo comprender en vano las armonías de la tempestad.

El amante no sólo tiene que temer las veleidades y caprichos pueriles de la que pretende hacer su esposa, y que le escuche por pasatiempo, y que le engañe, engañándose ella misma, en aquella unión a que él no lleva más que amor, puede llevar ella nada más que cálculo. Puede no amarle, ni sentirse con vocación para el matrimonio y, no obstante, casarse, porque las mujeres no tienen otra carrera. La joven mira su porvenir: muerto su padre, casados sus hermanos, le espera la pobreza, tal vez la miseria, o el amargo pan que le dé una cuñada; la soledad material y moral de quien recorre la triste escala de no ser necesaria, ser inútil y ser estorbo; ve su destino de vestir imágenes y su apodo de solterona, y se casa sin amor, tal vez sintiendo aversión por el hombre que ha de ser su compañero hasta la muerte. ¡Desdichado si la ama! ¡Desventurados los dos si ella ama a otro algún día!

¿Sucedería esto si la mujer tuviera medios de ganar su subsistencia, según su clase, como el hombre? ¿Si tuviese verdadera personalidad, y no esa mentida, que se pierde cuando concluyen los atractivos de la belleza y las simpatías del sexo? Si adquiriese instrucción proporcionada a su categoría, ocupación racional y lucrativa y adornase su alma con los encantos que no envejecen, ¿vería al quedarse sola la pobreza, el abandono y el ridículo? ¿Tendrían los hombres que temer con tanta frecuencia que la mujer que quieren hacer su esposa por amor se una a ellos por... cuesta trabajo, pero es preciso decirlo, por comer?

La mujer necesita en este caso, como en otros muchos, una especie de heroísmo para no mentir, para no engañar, y la mujer miente y engaña. ¿Con qué derecho exige de ella fortaleza el que hace cuanto puede para que sea débil?

Una vez casado, el hombre sufre las consecuencias de la falta de educación intelectual de su mujer. En nada relativo a su profesión puede ayudarle, sigue tal vez el consejo del amigo pérfido y no consulta a la compañera que le ama y está identificada con él. Su buen sentido y su afecto la hacen adivinar los peligros de una empresa arriesgada, lo descabellado de un proyecto; pero se le impone silencio con la frase sacramental: «¿Qué entendéis las mujeres de estas cosas?»

El sentido común se ha hecho cargo de lo que vale el consejo de la mujer a pesar de su incompetencia, y si bien, para no comprometer la supremacía masculina, dice que vale poco, añade que el que no le toma es un loco. Contradicción notable que, como otras muchas, es el resultado de las ideas, viniéndose a estrellar contra la evidencia de los hechos. La naturaleza, que hizo a la mujer más débil, le dio más sagacidad: su consejo ilustrado debía valer mucho, y el hombre se priva de él o le desdeña.

Enfermo o agobiado de trabajo, en nada puede auxiliarle la esposa que tanto sufre, viendo que compromete su salud y tal vez su vida por no tener un descanso que ella le daría a costa de los mayores sacrificios, y que en su ignorancia no puede proporcionarle.

Vienen a comprometer la paz doméstica, o por lo menos a hacer menos grato el hogar:

El tedio, cuyos efectos son tristes, aunque la causa pase inadvertida.

Las vanidades pueriles y los despilfarros, que son su consecuencia.

Las genialidades indómitas, no tenidas a raya por las facultades más nobles, que se debilitan en la inercia.

El ocio intelectual, que exalta la imaginación, que quiere dar cuerpo a fantasmas soñados y forja amantes quiméricos que no realizan los maridos.

La lucha, en fin, de dos personas que ven las cosas de muy distinta manera.

La naturaleza ha hecho al hombre y a la mujer diferentes, pero armónicos; la sociedad los desfigura, de modo que vienen en muchos casos a ser opuestos.

El hombre recoge también en sus hijos las consecuencias de la degradación intelectual de la mujer. Sobre ellos se refleja todo malestar o lucha doméstica, la falta de higiene, y el mal humor que el tedio produce, y los efectos de la ignorancia de su primera maestra, que alguna vez los extravía en lugar de guiarlos, que no tiene prestigio para encaminarlos bien. Todos los defectos, todos los extravíos de los hijos, son pena para el padre. Si tiene hijas, recogerá en ellas todo el fruto de los errores que sembró respecto a su sexo. Tal vez las vea desgraciadas en el matrimonio, o tenga el desconsuelo de dejarlas en la soledad y en la pobreza; tal vez anciano, enfermo y pobre, sufre en la miseria porque su hija se esfuerza en vano para proporcionarle recursos con su trabajo; y por mucho que la fortuna le favorezca, será difícil que no le lleguen de algún modo los efectos de tantas desventajas como tiene la mujer, de tantos dolores como son su consecuencia.

Hermano, ve sufrir a las dulces amigas de su infancia, y ¡cuántas veces tiene que imponerse sacrificios para auxiliarlas!

Desde la cuna hasta el sepulcro, en todo el camino de la vida, va recogiendo el hombre las tristes consecuencias de la inferioridad intelectual de la mujer. Es preciso que así sea. Aunque no la mirase más que como instrumento de placer, claro está que le dará más cuanto sea más perfecto. El día que se ilustre bastante para aprender a ser razonablemente egoísta, la educación intelectual de la mujer no tendrá impugnadores.

El hombre civilizado y cristiano que ama a su esposa y venera a su madre está bien lejos del salvaje que oprime a la hembra. El mundo antiguo consagró el abuso de la fuerza; el mundo moderno le escarnece. Maltratar a una mujer parece hoy cosa tan vil, que es raro que ningún hombre lo haga, si no está embriagado por el vino o por la cólera. Y cuando vuelve en sí, y alguno le dice: «¿No te avergüenzas de pegar a una mujer?», es seguro que le da vergüenza o no la tiene.

A medida que el hombre se ilustra, se civiliza, se hace mejor, mejora la condición de la mujer; le da derechos, le reconoce más semejanza. Esto es necesario: no puede progresar dejando a la mujer estacionaria, ni tener los goces sublimes del corazón y de la inteligencia con un ser grosero. Aunque en esto no haya obrado por cálculo, puede notar que cada concesión que hace a su compañera es para él como un manantial de bienes, y que se eleva a medida que la levanta. ¿Se concibe dignidad en un hombre cuya esposa, cuya madre y cuya hija sean viles? ¿Se concibe libertad en un hombre cuya esposa, cuya madre, cuya hija sean esclavas? ¿Se concibe idea de derechos en un hombre que no reconozca deberes para con su esposa, su madre y su hija? ¿Se concibe dicha en un hombre que haga desdichadas a su esposa, a su madre y a su hija? La ventura es mutua, el bien es armonía, y por la justicia de los hombres se mide su felicidad.