La mujer del ciego, ¿para quién se afeita?

El Museo universal (1868)
La mujer del ciego, ¿para quién se afeita?
de Ventura Ruiz Aguilera

Nota: Los acentos han sido modernizados.

De la serie:

Proverbios ejemplares.
La mujer del ciego, ¿para quién se afeita?

Cansada Narcisa de agitar la campanilla de plata que sobre la mesa de su tocador había, levantose impaciente y se fue como una pólvora en busca de su doncella; porque Narcisa era una pólvora... para mandar. Filomena estaba haciendo lo que es costumbre en las domésticas que presumen de bonitas y desean que no se ignore; estaba asomada a un balcón, luciendo su gracioso busto y anunciando mudamente, a guisa de cartel, la mucha necesidad que de novio tenía, o si lo tenía, su ansia de ver al que era dueño y señor de sus pensamientos. Vacante u ocupada la plaza, lo cierto es que un mozo de chaquetilla corta, pantalón ajustado, gorra de visera y ricito sobre las sienes, más pegado que oblea a una esquina de la calle, hacía rato que no quitaba ojo del balcón.

—¿Está usted sorda, Filomena? dijo Narcisa a la doncella.

—Señorita, si es que... no había oído.

–Ustedes nunca oyen; es casualidad.

—Señorita, si es que...

—¿Ha salido el amo?

—Sí, señorita.

–¿Y Pascual?

–También, pero volverá pronto: ha ido al colegio por el niño. ¿Mandaba usted algo?

–Venga usted a vestirme.

No se crea que Narcisa estuviese desnuda, ni mucho menos: lo que iba a hacer era a despojarse del elegante negligé que hasta la hora de recibir visitas o de salir a la calle solía llevar en casa.

Siguiola Filomena, entraron en el tocador, y después de mirarse bien al espejo el ama, exclamó:

–¿Qué tal me sientan estos rizos?

—Divinamente, señorita, ¿Cómo dice usted que se llama ese peinado?

–A la Valliere.

—¿Qué es eso de la Valliere?

Narcisa explicó a la doncella quién fue la Valliere, añadiendo unas cuantas noticias biográficas de la Dubarry, la Pompadour y otras célebres cortesanas, porque en esta clase de conocimientos históricos era una notabilidad. Reanudando luego la conversación interrumpida, exclamó:

—La peinadora me ha dicho que daré golpe con este.

—Eso creo yo; repuso Filomena.

–Pues usted y ella —replicó Narcisa, más como quien apoya como quien niega—son unas aduladoras. He preguntado a usted, porque me parecía más franca que ella, y me he llevado chasco.

—Si otra cosa dijese yo, señorita, faltaría a la verdad.

Plenamente satisfecha Narcisa del mérito de su peinado, abandonó su cuerpo a la doncella, para que lo vistiese de arriba abajo. No describiré los pormenores de esta operación importante en la vida de la joven casada; pero debo manifestar que Filomena quedó, de sus resultas, sofocada y sudando a mares: del ama, no se hable; apenas podía respirar, ni moverse, y aun hubo momento en que su rostro, pálido a fuerza de blanquete, adquirió un color rojo amapola y luego lívido que daba grima verla. Su cintura parecía próxima a quebrarse como la de una avispa, gracias al corsé, cuyos cordones apretó Filomena casi hasta romperlos: las botitas estaban a punto de reventar, a causa de los pobres pies que, cruelmente aprisionados en ellas, pugnaban por despedazar los muros de su cautiverio. Menos hacía por su libertad el alma de Narcisa, amarrada al yugo de una pasión de que pocas mujeres triunfan cuando las elige por víctimas: la vanidad.

Luego que Narcisa se hubo mirado y remirado al espejo, por delante, por detrás, por derecha y por izquierda, fijó los ojos en el reló que encima de la chimenea estaba, y dijo sorprendida:

—¡Las dos ya! ¡Cómo vuela el tiempo! No hay día para nada. Es imposible que este reló ande bien.

Y sin embargo, el reló de la chimenea andaba perfectamente: algo mejor que la vida y las costumbres de Narcisa. Tres horas largas había invertido ella en su toilette, tres horas que se le hicieron momentos, lo cual prueba que las pasó a gusto, que a no ser así buen seguro se le hubieran antojado siglos.

Volvió Pascual del colegio con el niño, preciosa criatura, que se abrazó a la falda del vestido de su mamá, levantando la cabecita y pidiéndola con tiernas miradas un beso. La mamá quiso dárselo pero no permitiéndole la tiranía del corsé bajarse hasta tocar con los labios la hermosa frente de aquel ángel, o temiendo acaso que se le descompusieran los pliegues de la falda que ella había arreglado con minucioso esmero, contentose con sonreírle. El otro niño de Narcisa, pues era madre de dos, estaba enfermo, pero ella lo encomendaba siempre que salía, lo mismo que estando en casa, al cuidado de la doncella y de la criada, y esto la tranquilizaba.

–¿He de acompañar a usted, señorita? la preguntó Pascual.

—Sí.

—Pascual murmuró entre dientes: «¡Buena vida!» Filomena dirigió a Pascual una mirada de inteligencia que podía explicarse de este modo:

—¡Qué arreglo de casa!

Ama y criado salieron. Filomena se asomó otra vez al balcón de su cuarto, y el niño, por ver a su mamá, hizo lo propio en uno de los de la sala, empinándose tanto sobre las puntas de los pies, que de cintura arriba quedó su cuerpo fuera de la barandilla: a poco mas, cae de cabeza a la calle.

No le ocurrió a Narcisa alzar los ojos, y así no pudo ver el riesgo de su hijo, y si le ocurrió no lo hizo, porque desde el momento de pisar la calle que era una de las principales de Madrid, robaron toda su atención varios conocidos que por ella pasaban, y a cuya finura debió algunas frases halagüeñas, flores cultivadas en el jardín de la galantería, sobre el que la influencia de las estaciones es nula, pues en invierno igualmente que en verano las produce lozanas, frescas y olorosas: el perfume intenso de algunas llega, en ocasiones, a desvanecer a mujeres impresionables o débiles; y Narcisa, en este punto, se hallaba muy lejos de presumir de fuerte.


II.

Dieron las tres, dieron las cuatro y la dama no volvía. No era fácil que volviese tan pronto. Recorrió las lujosas tiendas de las calles de la Victoria y Espoz y Mina; entró en las perfumerías de Fortis y de Frera ajustó en la joyería de Samper una sortija; habló largamente con madama Carolina de los trajes de la estación, empleando el galimatías técnico que los periódices especiales usan y que las mujeres a la moda aprenden con maravillosa prontitud: nombró, por ejemplo, el broché, el guipure, el fulard, el reps, el moiré, el bavolet, el agrement, los rulós, el punzó, los madapolanes. Oyéndola hablar de bridas, hubiera creído un profano que se trataba de refrenar alguna jaca viciosa, cuando con ello se significaban simplemente las cintas del sombrero: en punto a colores, llamaba marrón al que los que nacemos en esta tierra de garbanzos llamamos color de castaña, siendo para la última palabra, más inteligible y más bonita que la primera, la cual involuntariamente nos recuerda el nombre de cierto cuadrúpedo nada bello ni limpio.

Examinando telas y alhajas en aquellas tiendas y almacenes, tuvo el placer de saludar a varios amigos de uno y otro sexo, que, lo mismo que ella, los frecuentaban. Allí vio a Loreto, morena de los trópicos, que tenía dos brasas por ojos y un volcán por corazón, a Eladia, semejante a una estatua hecha de un trozo de hielo del Océano glacial: allí a Valentín, mancebo temible, no por la gallardía de su figura, ni por el poder de su talento, que de una y otro estaba huérfano, sino por la audacia de su cinismo: allí a Cándido, el más feliz de los mortales, por la creencia de que todas las mujeres agonizaban de amor por él, y de que era el terror de los maridos.

En tanto que tan útilmente aprovechaba el tiempo Narcia, don Prudencio, su padre, se entretenía con el niño que Pascual había traído del colegio.

Era don Prudencio uno de estos hombres que, sin volver por sistema la espalda a lo nuevo, así como ningún hombre cuerdo vuelve por sistema la espalda al sol que nace, resistíase, no obstante, a admitir ciertas prácticas de la vida moderna, por creerlas perjudiciales al buen orden y a la ventura domésticos. Así es que, mientras Narcisa permaneció bajo su tutela, viose obligada a tascar el freno con que don Prudencio contuvo siempre en límites convenientes ciertos naturales instintos de independencia, impropia de una juiciosa hija de familia. Pero no bien salió de la patria potestad, dijo: «Ancha Castilla», y a la sombra de la tolerancia de su marido, que apasionadamente la amaba, y a quien con igual afecto correspondía ella, buscó el desquite de la sujeción, a su juicio extremada, en que se la había tenido, abandonándose de lleno a sus impulsos irreflexivos. Desde entonces pudo decirse de ella, con razón, lo que de tantas otras; que era forastera en su casa. Las visitas, los bailes, los teatros, la iglesia, las compras, todo sirvió de pretexto o de motivo al culto ciego de su persona física y a sus escapatorias. De un glotón se dice hiperbólicamente que hace subir en el mercado el preció de los artículos alimenticios: hubiera sido curioso averiguar si desde que ella se casó, había subido el de los aceites, esencias, pomadas, jabones y cosméticos en general. En la casa no había orden ni concierto en nada. Los criados seguían el ejemplo del ama, esto es, de la persona de quien mas inmediatamente dependían; que en el gobierno íntimo del hogar la mujer es el jefe, y ya se sabe que como canta el abad responde el sacristán. Lo más peregrino del caso era que Narcisa, tan amable, tan fina, tan complaciente con los extraños, se considerase dispensada, hasta cierto punto, de mostrar estas mismas atenciones con su marido, sin que por ello se presuma que fuese culpable de faltas graves. Su conciencia estaba tranquila y serena como un lago en noche de calma; pasaba con Narcisa lo que con ciertos truhanes, falsos mendigos que, para excitar la compasión y recoger abundante limosna, se cubren las piernas y los brazos de llagas postizas y logran con su industria engañar al prójimo. El abandono de la casa, la manía temeraria de exhibirse, la complacencia con que escuchaba las galanterías (complacencia excesiva, teniendo presente su condición de casada) eran las llagas, los signos exteriores que a los ojos de la maledicencia revelaban tibieza en las relaciones conyugales, cuando no una guerra decidida.

Marcos había llevado al matrimonio ideas de todo punto contrarias a las de Narcisa. Viéndose huérfano desde su infancia y en posesión de un capital crecido, apuró cuantos placeres proporcionan la libertad y la riqueza. A los treinta años ya se hallaba hastiado de la vida de soltero, y comenzaba a sentir en su corazón un vacío que los devaneos juveniles no habían podido llenar. Entonces pensó en casarse, y entonces se dibujó en su fantasía la imagen de una existencia apacible, tranquila, venturosa, rodeada, en fin, de goces puros y desinteresados. Considere el lector el martirio que el pobre Marcos sufriría viendo caer día por día, hora por hora, las hojas del árbol florido y pomposo de sus ilusiones y obligado a devorar en silencio su pena, por no disgustar a su mujer, que sobre toda ponderación amaba.

Poco después que don Prudencio, llegó su yerno. Lo primero que éste hizo, fue ver al niño enfermo, a quien el recargo de la calentura postraba en extremo y cuya boca se entreabría de sed y balbuceaba el nombre de la mamá.

–Marcos —dijo a su yerno don Prudencio—, ¿cómo encuentras a Luis?

—Más grave que ayer: el niño nos va a dar que sentir. Pero señor... ¡esta Narcisa!... –¡Filomena! ¡Filomena! –gritó, paseándose aceleradamente.

Filomena se presentó y le dijo:

—¿Llamaba usted?

—¿Dónde está el ama?

—Lo ignoro, señorito: habrá tenido que hacer alguna cosa importante... digo... me parece... ¡se vistió tan de prisa!

—¿Y el niño, qué tal ha estado?

—¡Oh! muy bien, muy sosegadito.

—¿Ha pedido algo?

—No señor; yo no me he separado ni un momento de la cabecera de la cama, y nada se le ha ofrecido.

Filomena mentía sin temor de Dios. De donde apenas se había separado un momento era del balcón, desde el cual estuvo comunicándose por señas con el mancebo del ricito, que, por cierto, tenía toda la pinta de un ratero. En tanto, Luis se había desgañitado a llamar y a llorar, hasta que la fuerza de la fiebre lo dejó rendido y silencioso.

Don Prudencio callaba; pero conocíase a cien leguas que no estaba satisfecho de las explicaciones de la doncella.

Por fin volvió Narcisa, radiante de hermosura y de contento: había pasado a gusto la tarde, y se prometía pasar la noche deliciosamente en el teatro Real: estrenábase la Patti, el ruiseñor madrileño de cuyo pico brotaban melodías, y gorjeos robados a los bosques del Nuevo-Mundo, como brotan cristalinos raudales de una fuente viva; habíala convidado Loreto a su palco, y no era cosa de faltar a su palabra.

Don Prudencio rugía interiormente.

Marcos, en obsequio a la paz, pero a punto de perder la paciencia, no se atrevió a decir más que:

—Mujer, debías haberte excusado con la enfermedad del niño.

–¿Pues qué tiene el niño?

—Está peor.

—Si estuviese peor ¿hubiera yo ido a tiendas?

Nuevo asombro de su marido y de su padre, que recordaron lo dicho por Filomena, cuando su ama le preguntó por Narcisa. No obstante, uno y otro hicieron también ahora el sacrificio de contenerse.

Pasaron al comedor; eran las cinco. Marcos probó apenas bocado, porque la comida le pareció detestable, atribuyéndolo, como otras veces, al abandono de la cocinera: a Narcisa no le pareció mal, y se explica fácilmente este fenómeno, primero porque en lo que menos pensaba ella era en la comida, y después porque la preocupaba demasiado la idea de la función de la noche, para acordarse de esas otras funciones groseras que conservan la armonía de la máquina viviente, a cuya armonía le es tan necesario el alimento que se vende en los mercados, como a la Patti, el aire, alimento de la voz humana.

(Se continuará)


Ventura Ruiz Aguilera.