La muerte de un caballero
El noble francés Bayardo, el insigne caballero que nunca mancilló tacha, que jamás conoció miedo, por la falda de los Alpes en fuga las huestes viendo que al almirante de Francia dio el rey Francisco primero, del deshonor de las lises furioso su heroico pecho, gallardo la lanza empuña, riscado revuelve el freno, y en los pocos españoles, causa de aquel desconcierto, se arroja como valiente, para morir como bueno. A pintar su gallardía, a contar sus altos hechos, a encarecer sus hazañas, no basta el humano acento. En un normando morcillo que respira espuma y fuego, cuya ligereza es rayo, cuyos relinchos son trueno; con un arnés que deslumbra del mismo sol los destellos, y en parte una veste oculta de carmesí terciopelo, y sobre el bruñido casco, dando vislumbres al viento, un penacho blanco y rojo con rica joya sujeto, cual águila se revuelve, lidia cual león soberbio, cual raudo torrente rompe, resiste cual risco eterno. Solo españoles soldados sin ceder pudieran verlo, y con él y con los suyos trabar combate sangriento. Mas, qué mucho, si los rige aquel hijo predilecto de la victoria en Italia, marqués de Pescara excelso. Del noble francés Bayardo, a pesar de los esfuerzos, la francesa artillería fue de la España trofeo. Pues de aquella escaramuza en lo más trabado y recio, cuando las contrarias huestes eran de valor portentos, una silbadora bala de obscuro arcabuz partiendo, traspasó de parte a parte al gallardo caballero. Al caer de los arzones con pesado golpe al suelo, cuajó la sangre a sus tropas de sus armas el estruendo, y alzaron tal alarido de dolor y de despecho, que por los lejanos valles resonó en fúnebres ecos. Al oír los españoles tan lamentable suceso, la sangrienta lid suspenden de asombro y lástima llenos; pues la muerte de un contrario, de valor insigne ejemplo, pena y confusión infunde en sus generosos pechos. Soldados de ambas naciones cercan al noble guerrero, cuya sangre empaña el brillo del arnés bruñido y terso. Y el mismo Pescara llega, de llanto el rostro cubierto, y le recoge en sus brazos con doloroso respeto. Sus criados le desarman, inténtanse mil remedios, mas, ¡oh dolor!, todo en vano, llegó su instante postrero. Muere Bayardo el famoso, y en el último momento después que a Dios pidió gracia, cual cristiano caballero, a españoles y a franceses, tornando el rostro sereno, «Por mi rey y por mi patria -exclamó- gozoso muero; »y ufano de que haya sido a las manos y al esfuerzo de soldados españoles, de honra y de valor modelo, »y de la nación más grande, que en más alta estima tengo, de cuantas pueblan la tierra, de cuantas cubren los cielos.» No dijo más, que la muerte convirtió su voz en hielo, volando a tomar el alma entre los héroes asiento. Dejaron los españoles por honra a tal caballero, de seguir al almirante, que en Francia salvose presto. Y el cadáver de Bayardo, de lauro inmortal cubierto, entregado fue a los suyos con justo desprendimiento, para que hallara reposo tan valiente y noble cuerpo en su agradecida patria al lado de sus abuelos.