La muerte de un caballero

​La muerte de un caballero​ de [[Ángel de Saavedra|Ángel de Saavedra, Autor: Duque de Rivas| Duque de Rivas]]]]


 El noble francés Bayardo,   
 el insigne caballero   
 que nunca mancilló tacha,   
 que jamás conoció miedo,   

 por la falda de los Alpes   
 en fuga las huestes viendo   
 que al almirante de Francia   
 dio el rey Francisco primero,   

 del deshonor de las lises   
 furioso su heroico pecho,   
 gallardo la lanza empuña,   
 riscado revuelve el freno,   

 y en los pocos españoles,   
 causa de aquel desconcierto,   
 se arroja como valiente,   
 para morir como bueno.   

 A pintar su gallardía,   
 a contar sus altos hechos,   
 a encarecer sus hazañas,   
 no basta el humano acento.   
 

 En un normando morcillo   
 que respira espuma y fuego,   
 cuya ligereza es rayo,   
 cuyos relinchos son trueno;   

 con un arnés que deslumbra   
 del mismo sol los destellos,   
 y en parte una veste oculta   
 de carmesí terciopelo,   

 y sobre el bruñido casco,   
 dando vislumbres al viento,   
 un penacho blanco y rojo   
 con rica joya sujeto,   

 cual águila se revuelve,   
 lidia cual león soberbio,   
 cual raudo torrente rompe,   
 resiste cual risco eterno.   

 Solo españoles soldados   
 sin ceder pudieran verlo,   
 y con él y con los suyos   
 trabar combate sangriento.   

 Mas, qué mucho, si los rige   
 aquel hijo predilecto   
 de la victoria en Italia,   
 marqués de Pescara excelso.   
 

 Del noble francés Bayardo,   
 a pesar de los esfuerzos,   
 la francesa artillería   
 fue de la España trofeo.   

 Pues de aquella escaramuza   
 en lo más trabado y recio,   
 cuando las contrarias huestes   
 eran de valor portentos,   

 una silbadora bala   
 de obscuro arcabuz partiendo,   
 traspasó de parte a parte   
 al gallardo caballero.   

 Al caer de los arzones   
 con pesado golpe al suelo,   
 cuajó la sangre a sus tropas   
 de sus armas el estruendo,   

 y alzaron tal alarido   
 de dolor y de despecho,   
 que por los lejanos valles   
 resonó en fúnebres ecos.   

 Al oír los españoles   
 tan lamentable suceso,   
 la sangrienta lid suspenden   
 de asombro y lástima llenos;   

 pues la muerte de un contrario,   
 de valor insigne ejemplo,   
 pena y confusión infunde   
 en sus generosos pechos.   

 Soldados de ambas naciones   
 cercan al noble guerrero,   
 cuya sangre empaña el brillo   
 del arnés bruñido y terso.   

 Y el mismo Pescara llega,   
 de llanto el rostro cubierto,   
 y le recoge en sus brazos   
 con doloroso respeto.   
 
 Sus criados le desarman,   
 inténtanse mil remedios,   
 mas, ¡oh dolor!, todo en vano,   
 llegó su instante postrero.   
 

 Muere Bayardo el famoso,   
 y en el último momento   
 después que a Dios pidió gracia,   
 cual cristiano caballero,   

 a españoles y a franceses,   
 tornando el rostro sereno,   
 «Por mi rey y por mi patria   
 -exclamó- gozoso muero;   

 »y ufano de que haya sido   
 a las manos y al esfuerzo   
 de soldados españoles,   
 de honra y de valor modelo,   

 »y de la nación más grande,   
 que en más alta estima tengo,   
 de cuantas pueblan la tierra,   
 de cuantas cubren los cielos.»   

 No dijo más, que la muerte   
 convirtió su voz en hielo,   
 volando a tomar el alma   
 entre los héroes asiento.   
 

 Dejaron los españoles   
 por honra a tal caballero,   
 de seguir al almirante,   
 que en Francia salvose presto.   

 Y el cadáver de Bayardo,   
 de lauro inmortal cubierto,   
 entregado fue a los suyos   
 con justo desprendimiento,   

 para que hallara reposo   
 tan valiente y noble cuerpo   
 en su agradecida patria   
 al lado de sus abuelos.