La muerte de los Héroes
Después del estremecimiento de Viesca, las prisiones recibieron abundante suplemento de huéspedes. Al lado del anciano y del hombre llegaba el adolescente a hundirse en la penumbra de los calabozos. Rebeldes y sospechosos se amontonaban confundidos en el infecto recinto de los presidios. Tras del espía y del soldado, se presentó el juez, con la consigna en el bolsillo. Los culpables comparecieron a responder de sus delitos ante la barra del despotismo. Desenvolvióse el proceso; un proceso como todos los que la ceguedad, el miedo y la pasión constituyen. Se pronunció sentencia.
Lorenzo Robledo: veinte años de reclusión.
Lucio Chaires: quince años.
Juan B. Hernández: quince años.
Patricio Plendo: quince años.
Félix Hernández: quince años.
Gregorio Bedolla: quince años.
Leandro Rosales: quince años.
José Hernández: quince años.
Andrés Vallejo: quince años.
Juan Montelongo: tres años.
Julián Cardona: quince años.
Los once, a Ulúa; al viejo Ulúa de las tinajas inquisitoriales.
Para José Lugo, la pena de muerte.
Su juventud vigorosa, su audacia, su personalidad simpática y resuelta hirieron la mente atrabiliaria de los verdugos. Fusilarían a la revolución en el pecho de aquel joven tan valiente y altivo.
El frío de su cadáver apagaría la brasa que chispeaba.
Lugo afrontó sin inmutarse las consecuencias de sus acciones de libertario; se negó a delatar a sus compañeros y abofeteó con su verbo de libertad y justicia a los sicarios que le enviaron al patíbulo. La ejecución fue aplazándose, y Lugo vivió largos meses en la prisión, esperando diariamente la muerte con la tranquilidad del consciente; tratando con fraternal bondad al amigo que torpemente le entregó a los opresores. En sus labios no asomó nunca la recriminación o la queja.
Era inmenso aquel joven que espantó a sus jueces con la grandeza de su carácter.
Llegó al fin el momento que el despotismo creyó oportuno, y José Lugo fue conducido a un corral; quisieron ponerle una venda; la rechazó desdeñosamente; se colocó firme, sereno, sin alteración en el pulso frente a la escuadra de soldados, que pálidos descargaron sus armas en pecho heroico.
Luego, la plancha; la exhibición salvaje de un cadáver agujereado para causar terror en los ánimos. Una madre desolada. La tiranía más débil. La revolución en pie. ¡José Lugo inmortal! Una fecha que no olvidaremos: 3 de Agosto de 1908 (*). La ardiente Siberia yucateca tuvo un hermoso sacudimiento de energías rebeldes; sus vibraciones llenan todavía la trágica aridez de sus estepas. La lzidra, cortada en pedazos, se reproduce en cada uno de ellos.
Tras de Valladolid se repiten los hechos que sacudieron a Viesca. Henchimiento de cárceles, persecuciones absurdas, asesinatos inútiles, cobardes ensañamientos represivos.
RamÍrez Bonilla, Kankum y Albertos son llevados violentamente a un Consejo de Guerra: la justicia no fue allí el leguleyo artero y solapado, sino la bestia uniformada. Rápidamente, con la rapidez denunciadora del pánico oficial, se instruyó un sumario, y los tres rebeldes recibieron su sentencia de muerte, ya que no quisieron dedicar sus vidas a la sumisión y al servilismo. Su magnífica serenidad no se alteró al oír el fallo. Dos de ellos llamaron a las prometidas de sus amores para verificar sus bodas junto al cadalso; ¡mujeres fuertes, compañeras dignas de tales bravos! La vida palpitó intensamente sobre el abismo que se abría.
Ramírez Bonilla, Kankum y Albertos rodaron por el suelo frente al cuadro fatídico, para levantarse como enseñanzas de fortaleza y rebeldía. Luego, el luto de las viudas. Los periódicos viles aplaudiendo o justificando a la justicia. La tiranía agonizante.
¡La revolución en marcha! Un nuevo error apresurando el desquiciamiento del mundo viejo.
¿Y el pueblo ...?
¡Ah! Si Lugo, si Albertos, Ramírez BonilIa y Kankum no conmueven la conciencia de los mexicanos, yo negaré a ese pueblo hasta el desprecio de mi saliva!
Práxedis G. Guerrero
Regeneración, N° 1 del 3 de septiembre de 1910. Los Angeles, California.