La moral y la ciencia
Un joven inclinado sobre un libro: «imagen de paz», diréis. ¡No! ¡Imagen de combate! ¿Quién vencerá? ¿Devorará el hombre al libro, o será el libro quien asesine al hombre?
Estudiantes: la literatura humana es una selva sin fin, infestada de felinos traidores, de reptiles ponzoñosos, de insectos que os disecarán si caéis, de pantanos donde acecha la fiebre. Y preñada de paisajes magníficos, sí. Leer es viajar. No emprendáis el viaje sin conoceros, sin vigorizar vuestras almas. Hay comarcas maravillosas de donde no se vuelve. Sabedlo a tiempo.
Estremece esta idea: que la moral se aprenda en los libros. Los libros de moral son libros que mandan. Y los libros no deben mandar, porque son de ayer. No coloquéis en el pasado vuestros jefes, sino en el futuro. Decid al libro: «cuando vivías realmente, cuando naciste para proclamar algo nuevo, no eras moral, eras inmoral». Religioso, al fundar tu secta fuiste hereje. Político, al reclamar más libertades fuiste revolucionario.
¿A qué me enseñas? ¿A obedecer? ¿Por qué no obedeciste? ¿A mandar? ¿Por qué entonces me mandas?
El ideal sería ¿no es cierto? Obedecernos y mandarnos únicamente a nosotros mismos. El deber supremo no es ser como otros fueron, sino ser como se es. Lamentable cosa: encontrar ya escrito lo que habremos de hacer y de pensar. Tan absurdo es ordenar a un individuo libre como a una máquina. El uno no hará caso, puesto que es libre; la otra no necesita que la ordenen, si está construida para la faena que de ella se exige, y si no lo está, ordenarla es inútil. Las máquinas funcionan solas, o no funcionan de ningún modo. Las máquinas no oyen a nadie, y los seres libres no oyen sino la voz interior.
Hemos eliminado de la enseñanza -casi- la tradición religiosa. Aún nos entorpece la didáctica de los deberes civiles, de los prejuicios sobre la propiedad y el Estado. En cuanto a los sentimientos fundamentales, sería monstruoso, por ejemplo, tener que enseñar a las madres el amor a los hijos. El verdadero maestro no enseña más que hechos; su triunfo es despertar en sus discípulos el sentido crítico. El verdadero maestro no enseña la certidumbre; enseña a dudar. Sólo en la duda la conciencia propia alcanza su máximo; sólo en la duda se mueven las energías internas, es decir, las que merecen salvarse.
Ahora se ensaya una moral científica. Durkheim y Lévy-Brühl la desarrollan. Pero no la atribuyamos otro carácter que el descriptivo. Lévy-Brühl ha escrito una Ciencia de las costumbres. Estudiar las costumbres del hombre como las del castor: muy bien. Sin embargo, no es en el libro de Lévy-Brühl donde están mis sueños, mis deseos, mis victorias, mis fuerzas, mi destino. Los míos, ¿comprendéis? Yo no me casaré para restablecer la cifra media en la estadística anual de los matrimonios. El poder de que dispongo contra las leyes sociales es más sagrado que el poder de cumplirlas.
La ciencia es una ventaja enorme. La ciencia es una luz en una encrucijada. Mas no es lo mismo iluminar los diversos caminos que echar a andar por uno de ellos. La ciencia es lo impersonal, lo objetivo, lo que hay de mecánico en el mundo. Para la ciencia no hay «escala de valores». El microbio es lo que el astro, el placer lo que el dolor, la vida lo que la muerte; fenómenos. Todo está en un plano idéntico; la ciencia no tiene espesor ni claroscuro. Mi espíritu, en cambio, es una jerarquía. Si prefiero suicidarme ¿con qué me detendrán? ¿Con un argumento biológico?
¿Experiencia? Sí. Hay dos experiencias; la exterior, que construye el edificio científico, y la interior, la del yo incomunicable. La ciencia del exterior es la lógica de los casos iguales; yo soy un caso que no se repetirá nunca y mi gobierno será mi ciencia interior, o sea la sabiduría. La sabiduría es lo que me importa en primer término: ser no lo que la ley mande, sino lo que soy.
Y si a ser lo que se es llaman rebeldía, ¡tanto monta!
Publicado en la "Revista del Centro Estudiantil", N.º 6, agosto de 1909.