La monjita de Ayacucho

Tradiciones peruanas - Novena serie
La monjita de Ayacucho​
 de Ricardo Palma

No sé por qué haya de ser causa de escándalo el que una monja rompa la clausura y votos (impuestos ó aceptados espontáneamente) contra las inmutables leyes de la naturaleza, a la que mal pueden contrariar las flacas criaturas terrestres. Los votos monásticos, y el de castidad perpetua sobre todo, son indefendibles en nuestra época. Subsisten por rutina o costumbre, por histrionismo religioso más que por disciplina ó necesidad de la Iglesia de Cristo. Así como una hormiga no hace verano, el que, entre cada centenar de frailes haya uno de organismo atrofiado, nada prueba en pro del celibato sacerdotal. Precisamente las excepciones sirven para vigorizar toda regla. La luz avanza, y el siglo XX, tenemos fe en ello, verá desaparecer muchas estupideces y barbaridades inventadas y mantenidas por la conveniencia del mercantilismo romano.

No somos de esos librepensadores que no quieren que los demás piensen libremente, sino a condición de que han de pensar como ellos piensan; pero, en medio de nuestro genial espíritu de tolerancia, no transigimos con farsas absurdas como las excomuniones, con la tiranía que sobre la conciencia se ejerce en el confesonario, con instituciones, como el jesuitismo, adversas al progreso social, y mucho menos con la subsistencia de esas asociaciones llamadas conventos de frailes y monjas, asociaciones que, en nuestros días, carecen de razón de ser. No siempre el agua es sucia; con frecuencia lo sucio es la botella. Mientras haya nidos, habrá cuervos y lechuzas. ¡Abajo los conventos!

Hoy a nadie, y menos á la mujer, es lícito el aislamiento y lo que los teólogos llaman vida contemplativa, propia de ángeles espirituales y no de seres corporales. La humanidad es una inmensa colmena, y nadie tiene derecho a ser zángano en ella. En la tierra como en la tierra, y en el cielo, como en el cielo.

Dicen los fanáticos que siendo de católicos ortodoxos la gran mayoría de la nación peruana, nadie debe atacar los errores y farsas del catolicismo romano. Tanto valdría sostener que, en tierra donde la mayoría fuese de borrachos, no es lícito predicar contra el alcoholismo.

Y hecha la moraleja, vamos ahora á la historieta contemporánea que nos ha inspirado aquélla.


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Por los años de 1848 a 1849, siendo obispo de Ayacucho el ilustrísimo señor Ofelán y prefecto el general don Isidro Frisancho, hubo una mañana gran conmoción en la ciudad, y no por motivo de política.

Decíase que él acaudalado agricultor don Remigio Jáuregui, personaje que en 1839 figuró mucho como diputado en el Congreso de Huancayo, había, en la noche, escalado el monasterio de las clarisas y robádose á sor Manuelita G*** monja que era, para quien no fuese un mililoto, todo lo que se entiende por bocado de cardenal.

Convencido el pueblo de que era realidad el rapto, y azuzado por algunos frailes envidiosos de la dicha de un lego, se lanzó sobre la casa de Jáuregui con el firme propósito de no dejar en ella piedra sobre piedra y este acto de fanatismo, barbarie y justicia populachera se habría realizado a ser el prefecto de pocos bríos. La chusma, ad majorem gloriam Dei, opuso resistencia á la tropa, se cambiaron balas y hubo muertos y heridos, y el bochinche fué sofocado. Me alegro y vuelvo á alegrarme.

Entretanto Jáuregui, con la paloma por supuesto, estaba en su hacienda de Huanta, á cinco ó seis leguas de Ayacucho, y sus peones, bien armados y municionados, habían también rechazado una embestida popular.

El obispo se limitó... á lo de siempre:— excomunión y tente perro.

La justicia, por hacer que hacemos, enredó el asunto en papel sellado, y aunque el juez llegó a librar mandamiento de prisión contra el excomulgado, no halló forma de hacerlo efectivo. A la postre, lo dejó en libertad, bajo de fianza y la causa siguió á paso de tortuga renga.

El presidente de la república y otros magnates patrocinaban a Jáuregui y tanto que, en 1851, se le nombró sub-prefecto de Huanta, por considerarlo el gobierno como hombre preciso para alcanzar el triunfo de una candidatura oficial. Fatalmente, á los belicosos huantinos les supo á chicharrón de sebo el nombramiento, y en la primera oportunidad propicia se rebelaron contra la autoridad provincial. Jáuregui y la monja escaparon milagrosamente, y fueron á refugiarse en un pueblo de la provincia de La Mar.

Y allí vivieron tranquilamente, como vive todo matrimonio bien avenido, hasta 1860 en que la flaca se llevó al amante.

¡Cosa curiosa y que explotó a su sabor el fanatismo supersticioso: Tuvieron hijos, y todos varones. ítem, los nenes, tan luego como eran bautizados, volaban al otro mundo.

Muerto Jáuregui volvió la monja á su convento, donde pasó veinte años de vida asaz penitente. Murió en 1881.