La mina de Santa Bárbara


I editar

Era el día de la festividad del Corpus, y contábase el año 1564 de la era cristiana.

El Cabildo de la ciudad de Guamanga, que apenas tenía un cuarto de siglo de fundada, había echado, como se dice, la casa por la ventana para celebrar con esplendidez el día solemne de la cristiandad. En sólo cirios de cinco libras para alumbrar la iglesia parroquial, había gastado el Cabildo veinte mil ducados. La cera fue artículo carísimo en los primeros tiempos de la conquista.

A las once de la mañana, funcionando de maestro de ceremonias y con una campanilla de oro en la mano, salió del templo don Francisco de Cárdenas, luciendo la venera y manto de caballero de Santiago. Acompañábanlo, con campanillas de plata, don Pedro de Contreras y don García Martínez de Castañeda, de la orden de Alcántara.

Abrían la procesión los cofrades de Nuestra Señora del Rosario con su mayordomo el ricacho minero don Juan García de Vega. Llevaban todos capa de gala y cirio de a libra.

Tras la cofradía venían veintiséis religiosos del convento dominico, fundado en 1548, con su prior fray Jerónimo de Villanueva.

Seguíamos treinta franciscanos, orden fundada en 1552. Y presididos por el comendador fray Sebastián de Castañeda, venían veinticinco mercenarios. Éstos tenían la antigüedad de fundación en Guamanga.

Después de las comunidades religiosas, y en medio de ocho vecinos acaudalados, iba don Amador de Cabrera llevando el guión del Santísimo.

Seguían doce monaguillos con pebeteros de filigrana, que despedían nubes de aromado incienso, y el palio parroquial, de brocatel de seda, con varillas de plata sostenidas por seis regidores del Cabildo.

Tras el párroco y los eclesiásticos que lo acompañaban bajo el palio, llevando la Custodia de oro deslumbradora de pedrería preciosa, venían el alcalde don Juan de Palomino, de la orden de Montesa, y el corregidor don Hernán Guillén de Mendoza con el resto de cabildantes y empleados reales.

El estandarte de la ciudad ostentaba un castillo de oro con un cordero y una bandera, y era conducido por el alférez real don Miguel de Astete, natural de Calahorra, el mismo que en Cajamarca derribó a Atahualpa de las andas de oro en que lo conducían sus vasallos y le arrancó la borla imperial. En 1535, Astete, a quien habían tocado en el repartimiento del rescate nueve mil pesos de oro y trescientos sesenta marcos de plata, se fue a España en el navío San Miguel, conductor de gran tesoro para la corona. Allí escribió una relación de la conquista que, según Jiménez de la Espada, se conserva inédita en uno de los archivos. Después de tres años de permanencia en su patria, volviose al Perú, y fue uno de los principales fundadores de Guamanga.

Escoltaban la procesión cuarenta hidalgos, en lujoso atavío de alabarderos reales, capitaneados por don Francisco de Angulo, primer alcalde de minas, y por el veedor don Gonzalo de Reinoso.

Detúvose la procesión frente a tres soberbios altares, cuya mesa era formada por barras de plata.

La procesión, que pasaba por entre arcos cubiertos de flores y joyas, no habría sido más suntuosa ni en la capital del virreinato.

En el arrabal o barrio de Carmencca, los naturales del país recibieron al Santísimo con loas, tarasca, gigantes y gigantilla, danza de pallas y diversos festejos.

Los cohetes atronaban el espacio, y el contento de la muchedumbre era indescriptible.

A las dos de la tarde una compañía de cinco comediantes, traídos ad hoc de Lima, representó un auto sacramental que fue ruidosamente aplaudido.

Don Amador de Cabrera, que llevaba en una mano el guión parroquial y en la otra el sombrero con cintillo de oro esmaltado de brillantes, queriendo gozar a su sabor del auto, entregó el sombrero a su paje, que era un indiecito de diez años, hijo de uno de los caciques de Guancavilca.

Pero ello fue que, en el barullo de Carmencca, valioso cintillo y elegante chapeo desaparecieron de manos del muchacho. También éste se hizo humo.


II editar

Apenas si Cabrera paró mientes en la pérdida, que no era su merced como don César Gallego, quien para socorrer en una necesidad a otro paisano suyo, sacó un gran talego rebosando de monedas, tomó un duro y lo dio al necesitado. Éste, que era un mozo de agudo ingenio, rechazó la dádiva, diciendo:


 «Probando está ese talego
 de tus nombres el contraste:
 como César empuñaste,
 y diste como gallego».


Al día siguiente, almorzaba don Amador de Cabrera, en compañía de su esposa doña Inés de Villalobos, cuando se le presentó el cacique de Guancavilca, padre del pajecito que, temeroso de castigo, había ido a refugiarse en la casa paterna.

-Perdona a mi hijo, viracocha, y sé bueno para con él -dijo el anciano.

-¿Y en qué ha pecado el muchacho para solicitar gracia de mí? El pecador fui yo, que no debí confiar prenda de codicia a un niño.

-Y yo, viracocha, vengo a pagarte...

-No me ofendas, cacique -interrumpió Amador de Cabrera-, que ofensa es que me tengas por tacaño a quien afligen pérdidas de bienes. Cierto es que el cintillo vale seis mil ducados; pero doylo por bien perdido, ya que fue en la fiesta del Santísimo. No se hable más del asunto, y vuelva el chico a casa, que Inés y yo lo queremos como a hijo.

Una lágrima de agradecimiento asomó a los ojos del cacique, y besando la mano de Cabrera, dijo:

-Tu generosidad y nobleza me obligan a revelarte un secreto que te hará el hombre más rico del Perú. Manda ensillar tu caballo, y ven conmigo a Guancavilca.

Dice el cronista Montesinos que don Amador de Cabrera, tomando entonces los dos cabos o extremos de una cinta, le contestó al viejo:

-No tengo hermano, y tú, cacique, lo serás mío. Seremos tan iguales como los dos cabos de esta cinta.


III editar

Veinticuatro horas después don Amador de Cabrera era dueño de la famosa mina de azogue de Huancavelica, y realmente el hombre más rico del Perú, pues sólo la mina le daba, libre de menudencias, una renta de 250 pesos diarios.


IV editar

Aquí habría puesto punto final a la tradición; pero un amigo cree que debo completarla con apuntes biográficos que sobre el acaudalado minero Jiménez de la Espada y Mendiburu proporcionan. Haré, pues, una rapidísima biografía, y el que más extensa la quiera búsquela en otras fuentes.

Amador de Cabrera, natural de Cuenca, en España, emparentado con los marqueses de Moya y condes de Chinchón, vino al Perú en 1555 en busca de la madre gallega (fortuna) en la comitiva del virrey marqués de Cañete. Su excelencia no halló otra manera de protegerlo que casándolo con la hija del conquistador Hernando de Villalobos, heredera del rico repartimiento de Angaraes.

Poseedor de la Todos Santos, Descubridora o Santa Bárbara, que por estos tres nombres es conocida la mina de cinabrio, rival de las de Almadén, convino en 1572 en cederla a la corona por la suma de doscientos cincuenta mil ducados. Firmada ya la escritura de cesión, arrepintiose Cabrera, alegando lesión enormísima, pues según dictamen de peritos, la mina era de balde por un millón. Más que el pleito, la ambición de poseer un título de Castilla espoleó a don Amador de Cabrera, que era sobradamente rico, para emprender viaje a España; y cuando ya casi tenía conseguido el título, no sé si de conde o marqués, sorprendiolo la ñata en 1576. La mina quedó incorporada a la real corona, sin que por eso dejara de ser semillero de litigios con sobrinos y deudos del hidalgo conquense.