La medicina de san Agustín


​La medicina de san Agustín​ de Félix María Samaniego

En la ciudad alegre y renombrada

que riega, saltarín, Guadalmedina,

empezó a padecer de mal de orina

una recién casada

de edad de veinte años,

a quien vinieron semejantes daños

de que su viejo esposo

setentón lujurioso,

por más esfuerzos que a su lado hacía

y con sus refregones la impelía

al conyugal recreo,

jamás satisfacía su deseo,

quedando a media rienda el pobrecito

con un moco de pavo tan maldito,

que la moza volada

enfermó de calor. ¡ Ahí que no es nada!

Era harto escrupulosa

la requemada esposa,

y, por calmar su ardor la Penitencia,

frecuentaba los santos sacramentos

pensando que aliviaran su conciencia

ciertos caritativos argumentos

con que un fraile agustino

daba lecciones del amor divino.

Refirióle afligida

las fatigas que el viejo impertinente,

su esposo, aunque impotente,

le obligaba a sufrir, y que encendida,

después que la atentaba

y de asquerosas babas la llenaba,

en el crítico instante

la dejaba ardorosa y titilante.

(Y aquí, lector, no cuento

lo que también contó de un sordo viento

fétido y asqueroso

que expelía en la acción su anciano esposo,

caliente y a menudo:

mas por mí no lo dudo,

porque la edad en tales ocasiones

afloja del violín los diapasones).

Volvamos sin tardanza

al agustino, que entendió la danza

y la dijo: -Esta tarde

a solas quiero, hermana, que me aguarde

en su cuarto, y haré que el mal de orina

se le cure con una medicina

que el gran padre Agustín, santo glorioso,

a nuestra religión dejó piadoso.

En esto concertados,

el bravo confesor y la paciente

a la tarde siguiente

en una alcoba entraron, y, encerrados

allí, Su Reverencia

a la joven curó de su dolencia

con un modo suave

y al mismo tiempo vigoroso y grave.

Entre tanto, el esposo

con un médico había, cuidadoso,

consultado los

males que su mujer sufría tan fatales

y a su casa consigo le traía

a tiempo que salía

de ella el buen confesor, gargajeando

y de la fuerte operación sudando.

Sin detenerse el viejo en otra cosa,

entró y dijo a su esposa:

-Mira, hijita, qué medico he buscado,

que dejará curado

ese tu mal de orina

aplicándote alguna medicina.

Y ella al galeno entonces, muy serena,

dijo -No es menester, que ya estoy buena;

mi enfermedad penosa

ha cedido a la fuerza milagrosa

que San Agustín puso en los pepinos

de los robustos frailes agustinos.