Escritos de juventud
La mano y el ojo

de José María de Pereda

En medio de las amarguras más insoportables de la vida humana, se encuentra una gota de almíbar que endulza un poco las tragaderas.

En el orden moral, esto es un axioma. En el revolucionario, lo comprueban también ciertos hechos como los entorchados autónomos, algunas enfermedades de La Iberia, la última revolución de las Novedades y la rifa de don Pascual Nador.

Los que, como El Tío Cayetano, no tienen cuchara en el festín de la cosa pública, pueden sacar mucho partido, con un poco de filosofía, hasta del espectáculo que of recen los que en él se regodean.

De festín hablé, y la palabra me apunta un recuerdo que puede conducirme con suma facilidad al fin que busco.

Póngase el almuerzo de un dómine sobre la mesa de su cátedra; véase éste obligado a abandonarla repentinamente, y ya ustedes saben lo que allí sucederá. Yo lo sé por experiencia.

El más atrevido se acerca a la cazuela y levanta la tapadera; otro, pellizca las tajadas; otro, moja el pan en la salsa, algunos las uñas, y no falta quien haga trizas el cacharro y hasta que lama después los cascos.

En el primer instante, todo va a placer; pero bien pronto acometen a los amotinados recelos y sobresaltos; el zumbido de una mosca les parece la voz del dómine; las pisadas, zurriagazos, y entre voces de alarma, huidas, tropezones y congojas por el temor a la infalible paliza que les aguarda cuando se descubra el desaguisado, presentan los chicuelos una perspectiva que no hace envidiar el atracón que se pegaron.

Si licet exemplis in magnis parvibus uti, los hombres de la situación están ofreciendo más de un punto de semejanza con aquellos impúberes, cuyo recuerdo, al conducirme hasta la época más gloriosa de mi vida profesoral, es un fresquísimo rocío que suaviza y estira las arrugas de mis años.

No peco de ingrato. Me reconozco deudor de tan raro beneficio a la Gloriosa de septiembre.

Por ésta y otras razones soy yo ministerial.

Los autores de la gorda, cebados, olim, en la cazuela nacional que estaba sobre la mesa del Poder, conocían por demás el exquisito punto culinario de los manjares que encerraba.

A la septiembre, digo, a sazón, cursaban, por riguroso trámite académico, táctica revolucionaria, que es materia estimulante y aperitiva como ninguna; y estaba la cátedra que hervía de alumnos: chicos animosos, despreocupados y con un estómago de primera fuerza.

Pero el dómine era cachazudo y apegado a la silla, y no la soltaba ni perdía de vista la cazuela; con lo que más y más se sublevaban los estómagos hambrientos.

Al cabo llegó al paroxismo de la impaciencia, echó al dómine por la ventana y se apoderó de la mesa.

No era la cazuela como la mía; parecíase más al sombrero de Macallister, porque era inagotable, y había en ella, entre mil zarandajas, mendrugos para el estómago, cintajos para las solapas, estrellitas para todo un cielo, fajas para la cintura y hasta bordados para las mangas.

Cada cual de los amotinados pudo saciar su apetito conforme al deseo. Quién se adornó con un pavo real; quién, más positivo, se llenó los bolsillos de provisiones de boca; quién, iluso, más necesitado que nadie, escogió un fusil por todo consuelo, y gritando viva la Libertad y abajo la opresión, se dio a remedar a los soldados.

Tremenda, asoladora, fue la primera embestida a la cazuela, que estuvo a punto de ser agotada, a pesar de su condición de inagotable. Por eso, los que allí mandaban impusieron un poco de orden y metodizaron el festín. Al efecto, echaron a la calle a los de los fusiles, quedáronse junto a la mesa los de los cintajos, y se colocaron como guardianes a la puerta los que, llamándose ecos de la opinión pública, cargaron de resmas de papel y de fardos de mazapán.

Desde entonces acá se come con más holgura, pero no con más tranquilidad, porque se ve la mano del dómine en la sombra de cada brazo que avanza a la cazuela, y hasta el ruido de las mandíbulas y de las cucharas les parece el de las disciplinas.

-¡Ojo! -grita a cada momento la vigilante Prensa, sin dejar de engullir.

-¿Quién va? -responden los de la mesa, con la boca atascada.

-La mano oculta -replican los guardianes.

-Pues, leña -dicen los otros por la ventana a la gente armada.

Y pasa un cura, se le abre en dos la cabeza, y ya se tranquiliza la situación.

De cuando en cuando se oyen alarmantes rumores entre la gente de afuera, tal vez por hambre, tal vez por indignación. Entonces, uno de los de adentro pinta algunas libertades contrahechas y las arroja a la muchedumbre, que las devora, a falta de pan. Pero al estómago no se le engaña con pinturas, y el del pueblo no tarda en pronunciarse en seguida que la vista se ha recreado. Crecen, pues, los rumores del principio y toman un carácter muy grave.

-¡Ojo! -vuelve a gritar la Prensa.

-¿Quién se menea ahora? -preguntan los jefes.

-La mano del dómine.

-Pues fuego en ella.

Y como ya no es un cura el que pasa, sino dos pueblos armados, alguno de los de los cintajos se echa a la calle al frente de sus batallones y la siembra de cadáveres; proeza que proporciona al espectador de afuera el placer de contemplar después algunos huéspedes nuevos alrededor de la cazuela.

Nueva emisión de libertades llueve desde las ventanas del gran salón. Los del banquete llevan su generosidad hasta el punto de dejar al pueblo que elija a su gusto algunos hombres que pasen a ajustar las cuentas del gasto, a tasar la cazuela y a poner otro dómine que sustituya al arrojado por la ventana.

Ebullición espantosa, esta vez de entusiasmo, porque el pueblo es cándido y nunca sospecha menos que cuando se le está engañando más.

-¡Ojo! -torna a gritar la Prensa, devorando su repuesto de mendrugos.

-¿Quién pasa? -dicen los de la cazuela.

-La mano oculta, que os arrebata el guisado.

-Pues a la cárcel con ella.

Y el pueblo, crédulo y sencillo, aporrea a cuatro curas acá, tres docenas de retrógrados allá; ayuda a encarcelar en el otro lado a algunas influencias reaccionarias, y no echa de ver que, entre tanto, los agentes de los hombres del festín llenan a su gusto las urnas ambicionadas de donde han de salir los jueces de la cuestión magna.

A todo esto, sin dejar de mover las mandíbulas, no cesan los gritos de alerta en la Prensa, ni el fantasma de la mano oculta desaparece de junto a la cazuela.

Y como el país que paga el gasto y no prueba la comida no ve ese coco por ninguna parte, por más que abre los ojos, pregunta muy caviloso ya:

-¿En qué quedamos? Ese ojo avizor y esa mano oculta, ¿son una farsa para distraer nuestra atención y entretenernos el hambre, o son los gritos de vuestra conciencia, o un aviso misterioso de alguna felpa que os esté decretada?

Yo recuerdo la situación de los alumnos que me devoraban el almuerzo, situación tan semejante en el fondo a la de los apostrofados así por el país, y tengo mi juicio formado acerca de la significación de esa mano y de ese ojo que van pegados a la situación como la sombra al cuerpo, como el delito a la expiación.

Este juicio es la gota de almíbar que me endulza un poco las amarguras que me corresponden como a todo español que ha contribuido con su migaja a rellenar la cazuela de septiembre.

Le ofrezco la mitad al Gobierno, en la seguridad de que, sirviéndole cuando menos de enmienda, le evitará una indigestión, y eso irá ganando si viene el dómine cuya sombra le espeluzna.



(De El Tío Cayetano, núm. 12.)

24 de enero de 1869.