La manga
Nati terminó, ante el modesto armario de luna, su tocado y sus aprestos de coquetería. La tarea de prender el sombrero no fue corta. Era uno de esos sombreros inconmensurables que son el encanto, el susto y la ruina de una familia burguesa durante una estación. Había costado ciento diez pesetas redondas, y esa suma, para los padres, representaba no escasas privaciones, un desequilibrio en el presupuesto, la supresión, durante dos meses, del plato de carne en la cena, sustituido por un guisado de patatas o unos panchos fritos.
¡Paciencia! No se podía prescindir de que «la niña» luciese el sombrero que impone forzosamente la moda, y que, en este año de gracia, ha pegado un salto desde los precios admisibles de ocho y diez duros, hasta los de veinte como mínimum. ¿Quién cuenta con eso, vamos a ver? Porque nada ha subido tan sensiblemente: si los comestibles encarecen, no hasta tal punto; suben anualmente, de un modo imperceptible, mientras el sombrero se lanza en vertiginoso arranque... Y, al cabo, de comer se prescinde, no de golpe..., pero vamos, así, poquito a poco -en relación con la carestía de los comestibles-; pero el sombrero es lo sacrosanto. Cuando una muchacha tiene veintiocho años ya, palmito muy celebrado, está llamando la atención en un pueblo donde acaba de llegar su padre a desempeñar un empleo, y espera fundadamente el fénix matrimonial, cazable con la liga de ese artefacto que, bajo sus alas enormes, presta a la señorita honrada la provocación atractiva de las cupletistas y las cocotas en los grandes casinos internacionales.
Nati se miraba en el espejo turbio del armario desvencijado, adquirido de lance... Tal sombrero debiera reflejarse en las triples lunas de lujoso tocador. No había duda; era feliz casualidad haber encontrado, por sólo veintidós duros, tal sombrero. No se presentaría en el salón del paseo otro así. Una creación, un modelo de París que llegó algo tarde para ser copiado, y que la modista vendió barato por temor de no poder colocarlo ya en julio.
Nati sabía el efecto que había producido cuando lo estrenó, y lo que le aumentaba la hermosura, lo que completaba su silueta el sombrero dichoso, dándole el atrevimiento mundano envidiado por las muchachas de la clase media, que siguen la moda y no se desenvuelven ágilmente dentro de ella, ligadas por la vergüenza y por el hábito casero... A favor de aquel sombrerón elegantísimo, Nati había tenido valor para prescindir de las enaguas, reduciendo a la mínima expresión su ropa interior, y ahora se recreaba, entre confusa y envanecida, al comprobar que su cuerpo presentaba las líneas y los trazos ligeros del púdico semidesnudo de los figurines de arte... Exagerada la gracilidad de las formas juveniles por lo flexible de la tela del traje, una lana más suave que la seda, el sombrero se gallardeaba sobre los hombros, que coronaba de sombras flotantes y plumajes ondeadores como cabelleras. Nati, sonriente, se gustó, y después de perfumarse y tomar los guantes, hizo el cálculo de toda mujer que se ha gustado: «Le gustaré.»
Abajo aguardaba el papá, resignado. ¡Era mejor que acompañase él! La mamá siempre da una nota ligeramente caricaturesca, a menos que vaya tan bien o mejor trajeada que su hija... La joven salió ufana. Eran las diez de la noche, hora en que el paseo se iluminaba brillantemente, en que los fuegos artificiales suben a rasgar la turquí terciopelosidad del cielo; en que la brisa marina viene salitrosa, amarga y embriagadora; en que la música militar es bella porque apaga sus resonancias metálicas la distancia, el abejorreo de las conversaciones y ese rumor hondo de toda muchedumbre.
Era el momento en que, so color de tomar aire, se tomaba amor, que es oxígeno del alma, y no la higiene, sino la eterna sed sentimental, había determinado a tantas muchachas bonitas y a tantos donceles medianamente gallardos a pisar el polvo o comprar las sillas del concurridísimo paseo...
Nati sintió -como se siente una ola de vida- la impresión causada por su presencia. Se volvían, la miraban, y algún forastero, menos recatado que los galanes locales, la susurraba cosas, de que fingía no enterarse el papá... Pronto como un pájaro, él se destacó de un grupo y se hizo el encontradizo. Era un novio ideal, de buena presencia, rico, decidido a casarse, de seguro. Nati tembló de felicidad. El pretendiente la miraba embobado, se la bebía con los ojos. Siguieron andando, pero el muchacho propuso sillas y las pagó galantemente. El papá se hizo el distraído; a su lado, casualmente, estaba un compañero de oficina. Los dos jóvenes cuchichearon más bajo. El pretendiente expresaba su admiración; la pretendida, coqueteando, negaba que ella valiese nada; hasta negaba la elegancia de su atavío, a la cual había notado que su pretendiente era muy sensible... Y reían, encantados los dos de aquel instante delicioso, con la sensación exquisita del aislamiento entre la multitud, una de las venturas profundas del amor naciente...
Un cohete rasgó el aire, subiendo a gran altura. Puerilmente, se divirtieron en contemplarlo. Era de lucería, y dejaba caer estrellitas verdes como grandes esmeraldas, que antes de llegar al suelo se extinguían.
Al primer fuego artificial siguieron otros muchos, estallantes y caprichosos, de chispa de oro y lágrimas de lumbre, de doble trazo de luz sobre la negrura del firmamento. Y, en pos, las bombas de dinamita atronaron el espacio un minuto.
-¡Qué barbaridad! -exclamó Nati, molestada por los zambombazos, y el novio aprobó, precipitado, añadiendo que los oídos le dolían, lo cual le valió una sonrisa tierna de la novia.
En el punto mismo, una gota de agua se plaqueó sobre la manita de Nati, que jugaba con el abanico.
-¡Qué raro! Como si lloviese...
Al momento dejó de ser raro, pues todo el mundo miraba asombrado hacia arriba, habiendo sentido la impresión, más bien cálida, de otros goterones. Y repetían:
-¡Es chocante!... Parece que llueve.
No hubo tiempo a reponerse del asombro; no se pudo razonar el brutal fenómeno de la nube baja, desventrada por la dinamita: tan súbita, tan arrolladora, fue la caída de la manga de agua... Volcaban a chorros desde el cielo urnas llenas; furioso torrente que descendía, descendía, sin parar. Las señoras corrían, gritando, en busca de un asilo, de un techo que las cobijase; nadie había traído paraguas, y, por otra parte, ¿de qué serviría un paraguas en tal contingencia? Un paraguas es para cuando llueve, no para el diluvio. Se habían abierto las cataratas del cielo, y las húmedas entrañas de la despanzurrada nube se desfondaban en ríos de agua colérica, despeñada desde lo alto...
Lo que más estorbaba en tal apuro... eran los sombreros. Habían principiado a derretirse, a liquidarse en papilla, con pegotes de goma y de engrudo que se embalsaban. Sus gasas caían, sus flores vertían arroyitos de tintes de colores sobre los pobres ropajes empapados en menos que se cuenta, y adheridos al cuerpo. Los armazones se pegaban al cuello, al pelo, en grotescas formas de caricatura. Y el pelo, chorreante, caía por las espaldas, y los rostros perdían el ligero artificio del blanquete y del rosa de tocador y aparecían lívidos, espectrales, con el brillo de hule de la mojadura y la palidez de la cruel, aguda sensación de frío...
Nati, desde el primer momento, había corrido como una loca... No sabía si su padre venía detrás; ignoraba si iba al lado de su novio. ¡Sálvese el que pueda!... Corría, corría aguijoneada por dos estímulos, por dos terrores: el de perder su ropa, su sombrero, sus galas -la tercera parte por lo menos de su belleza-, y el de ser vista en grotesca situación, hecha una birria, envuelta en trapos mojados y con unas plumas desteñidas soltando manchurrones... Notó, sin embargo, en medio de su desesperada fuga, que otras fugitivas infelices se quitaban el sombrero y lo tiraban. ¿Para qué conservarlo? Estaba perdido, y las manchaba y ridiculizaba más... Un grupo empujó a Nati; por poco cae al suelo. ¡Caer, que la pisoteasen! ¡Y delante de él! Apenas hubo pensado en esto, otra idea la horrorizó. Bajo los latigazos rígidos del aguacero, se miró un instante, y se vio desnuda... Sí, desnuda como la estatua bajo el lienzo del escultor... Su traje leve señalaba la plástica de su cuerpo. En el mismo punto, notó que su novio venía cerca, corriendo también, para auxiliarla seguramente... La casa de Nati estaba próxima; llegar al portal era la salvación. La muchacha volaba, jadeante, y se lanzaba, o se quería lanzar, al obscuro recinto; pero estaba abarrotado de gente refugiada allí, que no permitía el paso. Los insultos, las chanzonetas, acogieron a la desdichada, que prorrumpió en llanto, sin conmover a la egoísta turba...
Y hubo tiempo de que el novio llegase, y Nati leyese en sus ojos toda la desilusión, todo el repentino hielo del que ve tan cambiado un rostro que aún no ama lo bastante, y todo el despecho rencoroso del que ve a la mujer que empezaba a interesarle profanada por los ojos impíos de la muchedumbre...
Nati no volvió al paseo. Era el triste drama de tantas señoritas pobres. No podía reemplazar la ropa perdida... Ni el novio, perdido al mismo tiempo que la ropa.