La madre Naturaleza: 32
Capítulo XXXII
-¿El señor cura? ¿Está en casa?
-¡Ay señor! Va en la misa... ya hace un bocadito que salió.
-¿Tardará mucho?
-¿Quién es capaz de saberlo? La misa se despabila pronto; solamente que después, si le da la gana de ir a rezar al camposanto... lo mismo puede tardar media hora que una. Si quiere, voy a buscarlo en un instante.
-Nada de eso... Déjele usted que rece. No tengo prisa; esperaré.
-¡Quieto, can! ¡Quieto, arrenegado! Pase, entre, haga el favor de subir.
Pasábase por la cocina para llegar a la sala del cura, sala que hacía oficio de comedor, y se reducía a cuatro paredes enyesadas, una mesa vieja con tapete de hule, una Virgen del Carmen de bulto, encerrada en su urna de cristal y caoba, y puesta sobre una cómoda asaz ventruda y apolillada, y media docena de sillas de Vitoria. Goros se deshacía buscando y ofreciendo la menos desvencijada y vieja.
-Gracias, estoy muy bien -afirmó el artillero después de tomar asiento-; no deje usted sus quehaceres, amigo; váyase a trabajar.
La verdad es que deseaba estar solo, como todos los que lidian con preocupaciones muy serias. Pesado silencio llenaba la salita, y lo interrumpía sólo el zumbido de un moscardón, que se aporreaba la cabeza contra los vidrios de la ventana. Gabriel Pardo acercó su silla a la mesa, y apoyando en esta los codos, dejó caer sobre las palmas de las manos la frente, experimentando algún consuelo al oprimirse los párpados y las sienes doloridas. Ni él mismo sabía por qué, después de dos o tres días de febril actividad, de lucha encarnizada con una situación espantosa, le entraba ahora tan inmenso desaliento, tales ganas de echarlo todo a rodar, meterse en un coche y volverse a Santiago, a Madrid...
Tres noches llevaba sin dormir y tres días sin comer casi, y tal vez por culpa de la vigilia y abstinencia le parecía en aquel instante que su cerebro estaba reblandecido, y que sus ideas eran como esos círculos que hace en el agua la piedra arrojadiza; no tenían consistencia alguna. A fuerza de encontrarse frente a frente, de lidiar cuerpo a cuerpo con uno de los problemas más tremendos que pueden acongojar a la razón humana, ya había perdido la brújula, y el desbarajuste de su criterio le amedrentaba. -Vamos a ver (y era la centésima vez que repetía aquel soliloquio mental). Aquí se han tronzado moralmente dos existencias; se les ha estropeado la vida a dos seres en la flor de la edad. Los dos se causan horror a sí mismos; los dos se creen reos de un crimen, de un pecado espantoso... y los dos, bien lo veo, seguirán queriéndose largo tiempo aún. ¿Son delincuentes en rigor? Por de pronto, que no lo sabían; pero supongamos que lo supiesen, y así y todo... No, dentro de la ley natural, eso no es crimen, ni lo ha sido nunca. Si en los tiempos primitivos, de una sola pareja se formó la raza humana, ¿cómo diantres se pobló el mundo sino con eso? ¡Ea, se acabó; está visto que yo no tengo lo que llaman por ahí sentido moral! ¡A fuerza de lecturas, de estudiar y de ejercitar la razón, me he acostumbrado a ver el pro y el contra de todas las cosas...! ¡Me he lucido! Lo que la humanidad encuentra claro como el agua, lo que un niño puede resolver con las nociones aprendidas en la escuela, a mí me parece hondísimo e insoluble... Sólo en el primer momento, guiado por mi instinto, procedo con lógica; así cuando quería matar a Perucho; entonces era yo un hombre resuelto, no un divagador miserable; pero, ¿cuánto me dura a mí esa fuerza, esa convicción? Diez minutos; el tiempo que tardo en echarme a filosofar sobre el asunto y empezar con porqués, con atenuaciones, indulgencias y tolerancias... ¡El cáncer que me roe a mí es la indulgencia, la indulgencia! ¿Me casaría yo, aunque fuese lícito, con una de mis hermanas? No, y estoy disculpando el incesto. Como aquella vez que encontré mil excusas a la cobardía del famoso Zaldívar, el que se guardó varios bofetones y no quiso batirse... ¡y luego tuve que echármelas yo de matón para que no se figurasen que defendía causa propia! Aún me río... ¡Cómo me puse cuando el otro botarate de Morón me dijo con mucha soflama que era cómodo tener ciertas teorías a mano...! Aún se deben acordar en el café de la que allí se armó... ¡Ay, y qué cansado estoy de estas dislocaciones de la razón, de este afán de comprenderlo y explicarlo todo! La calamidad de nuestro siglo. Quisiera tener el cerebro virgen, ¡qué hermosura! ¡Pensar y sentir como yo mismo; con energía, con espontaneidad, equivocándome o disparatando, pero por mi cuenta! Ese montañés me ha inspirado simpatía, cariño, envidia, admiración. Él se cree el hombre más infeliz de la tierra, y yo me trocaría por él ahora mismo... ¡Con qué sinceridad y entereza siente, piensa y quiere! Vamos, que ya daría yo algo por poder decir con aquella voz, aquel tono y aquella energía: -¿Soy algún perro para no creer en Dios?
Gabriel se oprimió más las sienes. El moscardón seguía zumbando y golpeándose, incansable en su empeño de romper un vidrio con la cabeza para salir al aire y a la libertad que desde fuera le estaban convidando. Levantose Pardo, deseoso de librarse, con la acción, de la tortura de aquellas cavilaciones estériles y mareantes. Púsose a pasear de arriba abajo por la sala, escuchando el crujido de sus botas nuevas, unas botas de becerro blanco encargadas para la expedición al valle de Ulloa. Se paró ante la urna de la Virgen del Carmen, y la miró atentamente, reparando en su corona, en la inocente travesura de los ojos del niño, en la forma del escapulario... ¡De veras que ya iba tardando el cura! Sentía Gabriel esa necesidad de movimiento que entretiene la impaciencia. Salió a la cocina, donde Goros mondaba patatas; y abriendo la petaca, le ofreció cordialmente un cigarro. El criado del cura se puso de pie, sonrió complacientemente y se rascó el cogote detrás de la oreja, ademán favorito del gallego cuando delibera para entre sí. Gabriel adivinó.
-¿No fuma usted?
-No señor, no gasto, hase de decir la verdad. Dios se lo pague y la Virgen Santísima y de hoy en un año me dé otro.
-¡Pues si no le he dado a usted ninguno!
-La entención es lo que se estima, señor. No se le va el tiempo; con su permiso, cumple avisar al señor abad.
-No, hombre; si ya no es posible que tarde mucho. Tiene el abad una casita muy mona... ¿Produce mucho el huerto?
-No señor, apenas nada... ¿Quiere molestarse en ver cuatro coles?
-Si usted no tiene ocupación precisa...
-Jesús, señor... Venga por aquí. (Goros tomó la delantera.) Esto es una poquita cosa que yo la trabajo cuando tengo vagar... (Encogiéndose de hombros con aire resignado.) Porque el señor abad... ¡mi alma como la suya!, no mete un triste jornalero, y yo a veces me levanto antes de ser día, y con un farol en la mano voy cuidando... Y todo me lo come el verme...
Obligaba la cortesía a Gabriel a fijarse en un repollo comido de orugas, un tomate que rojeaba, un pavío chiquito, enfermo de un flujo de goma, y un peral muy cargado ya. Luego entraron en la corraliza donde se ofrecía a los ojos un cuadro de familia interesante. Era una marrana soberbia en medio de su ventregada de guarros, los más rosados y lucios que pueden verse. La madre vino a frotarse cariñosamente contra Goros; pero al ver a Gabriel gruñó con recelo y echó al trote, seguida de sus críos, hacia la pocilga. Goros la llamó con cariñosos apelativos, diminutivos y onomatopeyas, para sosegarla.
-Quina, quiniña... cuch, cuch, cuch...
-¡Qué grande es y qué hermosa! -observó Gabriel para lisonjear la vanidad de Goros.
-Es muy hermosísima, sí señor; y eso que está chupada de criar. Cuando se cebe tendrá con perdón unas carnes y unos tocinos... como los del Arcipreste de Boán. ¿Le conoce, señorito? -exclamó el criado, que ya estaba rabiando por vaciar el saco de las chanzas irreverentes.
-Algo -respondió Gabriel sonriendo.
-¿Y no le parece, dispensando usté, que se la podíamos enviar de ama? -añadió Goros señalando a la puerca. Como Gabriel no celebró mucho el chiste, Goros mudó de estilo.
-¿Ve los que tiene? -dijo enseñando los cochinillos-. Pues a todos los ha criado... Es el segundo año que cría... Aquel ya es hijo suyo -añadió mostrando en un rincón de la corraliza un cerdazo corpulento, pero con un aire hosco y feroz que recordaba al jabalí montés-. Matamos el cerdo viejo por Todos los Santos... y quedó ese para padre.
Mientras Gabriel consideraba a aquel Edipo de la raza porcuna, un gracioso animal vino a enredársele entre los pies: era una paloma calzuda, moñuda, de cuello tornasolado donde reverberaban los más lindos colores; giraba arrullando, y su ronquera era honda, triste y voluptuosa a la vez. Gabriel se inclinó hacia ella, y el ave, sin asustarse mucho, se limitó a desviarse unos cuantos pasos de sus patitas rosadas.
-¿Hay palomar? -preguntó Pardo.
-No señor... (El criado estregó el pulgar contra el índice, como indicando que no sobraba dinero para meterse en aventuras.) Pero el señor abad... como Dios lo dio tan blando de corazón... y como las palomas le gustan... mantiene a las de todos los palomares de por ahí, y siempre tenemos la casa llena de estas bribonas... Siquiera sacamos un par de pichones para asarlos; aquí no vienen sino a llenar el papo y marcharse... ¡Largo, galopinas! -añadió dirigiéndose a varias que desde el tejado descendían a la corraliza volando corto-. ¡Ay señor! -añadió el criado tristemente-: es mucho gusto servir a un santo... ¡pero también... los trabajos que se pasan para ir viviendo acaban con uno! Aquí no se cobran derechos... aquí los feligreses se ríen del señor, y no traen ni huevos, ni gallinas, ni fruta, ni nada... Aquí la fiesta del Patrón, como si no la hubiera... ¡Aquí se guarda el tocino y la carne para los enfermos de la parroquia, y nosotros pasamos con berzas y unto!
Latió el perro de alegría; abriose la puerta del patio que comunicaba con la corraliza, y apareció el cura flaco, sumido de carnes, encorvado, canoso, de ojos azules muy apagados, vestido con una sotanuela color de ala de mosca, pero limpia. Gabriel se descubrió, se adelantó, y antes de saludarle inclinose y le estampó un gran beso en la mano.