La madre Naturaleza: 30
Capítulo XXX
¡Bueno venía el Motín aquella mañana; bueno, bueno! La caricatura, de las más chistosas; como que representaba a don Antonio con una lira, coronado de rosas y rodeado de angelitos; y luego, en la sección de sueltos picantes, cada hazaña de los parroquidermos y clericerontes. Aquello sí que era ponerles las peras a cuarto. ¡Habrase visto sinvergüenzas! ¡Pues apenas andarían ellos desbocados si no hubiese un Motín encargado de velar por la moral pública y delatar inexorablemente todas las picardigüelas de la gente negra! ¡Si con Motín y todo...!
Juncal se regodeaba, partiéndose de risa o pegando en la mesa puñetazos de indignación, según lo requería el caso; pero tan divertido y absorto en la lectura, que no hizo caso del perrillo acostado a sus pies cuando ladró anunciando que venía alguien. En efecto entró Catuxa, frescachona y vertiendo satisfacción al preguntar a su marido:
-¿Que no ciertas quién tay viene?
El alborozo de su mujer era inequívoco; el médico de Cebre cayó en la cuenta al punto, y saltó en la silla dando al Motín un papirotazo solemne y exclamando:
-¿Don Gabriel Pardo?
-¡El mismo!
-Mujer... ¡y no lo haces subir! Anda, despabílate ya... No, voy yo también... ¿Qué mómara! ¡Menéate!
-Si todavía no llegó a casa, ¡polvorín! Vilo desde el patio; viene de a caballo. ¡Y corre como un loco! ¡Parece que viene a apagar un fuego!
Máximo, sin querer oír más, bajó a paso de carga la escalera, salió al patio, y como la llave del portón acostumbraba hacerse de pencas para girar, la emprendió a puñadas con la cerradura; a bien que la médica le sacó del paso, que si no, de puro querer abrir pronto, no abre ni en un siglo. Y cuando la cabalgadura cubierta de sudor se detuvo y fue a apearse el comandante, Juncal no se dio por contento sino recibiéndole en sus brazos. Hubo exclamaciones, afectuosas palmadicas en los hombros, carcajadas de gozo de Catuxa; y antes de preguntarse por la salud, ni de entrar bajo techado, ya se le habían ofrecido al huésped toda clase de manjares y bebidas, insistiendo en saber qué tomaría, hasta no dejarle respirar. La respuesta de Pardo le llenó a la amable médica las medidas del deseo:
-De buena gana tomaré chocolate, Catalina, si no le sirve de molestia... Ahora recuerdo que he salido de los Pazos en ayunas.
Solos ya, sentáronse en el banco de piedra, y Gabriel dijo al médico que le miraba embelesado de gratitud y regocijo:
-No me agradezca usted la visita; vengo a reclamar sus servicios profesionales.
-¿Se le ha puesto peor el brazo? ¡Ya lo decía yo! Con estas idas y venidas... No, y está usted algo... desmejorado, vamos; el semblante... y eso que viene sofocado... Mucha prisa trajo, ¡caramba!
-¡Bastante me acuerdo yo de mi brazo! Si usted no lo mienta ahora... ¡Hay en los Pazos gente enferma...!
-¿En los Pazos? ¡Eso es lo peor! Pero ya sabe que yo, desde las elecciones...
-Déjeme usted de elecciones... usted se viene conmigo.
-Con usted, al fin del mundo; sólo que si luego creen que me meto donde no me llaman...
-Pierda usted cuidado.
-¿Y quién está malo? ¿Es el marqués?
-Y su hija.
-¿Los dos?
Gabriel dijo que sí con la cabeza, y se quedó unos instantes pensativo, acariciándose la barba. Realmente estaba pálido, ojeroso, abatido; pero le quedaba el aire de viril resolución que tan simpático le hacía.
-Oiga usted, Juncal... ¿Puedo contar con usted? ¿Haría usted por mí algo que le pidiese? ¡No es cosa muy difícil!
-¡Don Gabriel! Me está usted faltando... ¡Voto al chápiro...! ¡Por usted...! ¿Quiere... que organice un comité conservador en Cebre?
-¡En política estaba yo pensando...! Lo primero es... no decirle nada a Catalina. Que sepa que va usted a los Pazos, bien; que va usted por la enfermedad de mi cuñado, corriente... Pero de la de mi sobrina, ni esto. ¿Conformes?
-Hasta la pared de enfrente.
-Además... que nos marchemos cuanto antes.
-¿Y el chocolate?
-Pretexto para quitarnos de encima a la pobre Catalina. No haga usted caso. Diga que es urgente echar a andar, y que en vez de chocolate, me contento con... cualquier cosa bebida... ¿Leche, supongamos?
-Bueno... pero en mientras que arrean la yegua, también está el chocolate listo.
-¡Se lo suplico... arréela usted al vuelo!
No bien acabó de manifestar este deseo, estaba el médico en la cuadra, dando al rapazuelo que curaba de su hacanea las necesarias órdenes. A los tres minutos volvía junto a Gabriel.
-Perdone, ya me doy prisa... pero es que no me ha dicho qué casta de mal es la que anda por los Pazos, y no sé qué he de llevar de medicamentos, instrumentos...
-Manuela sufre, desde ayer por la tarde, fuertes accesos nerviosos... Pero muy fuertes... Convulsiones, lloreras..., soponcios... Desvaría un poco... yo creo que hay delirio.
-¡Bien! Mal conocido, herencia materna... Bromuro de potasio. Por suerte lo tengo recién preparadito. ¿Y el... marqués?
-Ese no me parece que tenga cosa de cuidado... Ahogos, la sangre arrebatada a la cabeza...
-¡Bah, bah! Coser y cantar... Me llevo la lanceta, y le doy cuerda para un año... Le han acostumbrado desde muchacho a la sangría, y aunque yo las proscribo severamente, uniendo mi humilde opinión a la de los más ilustrados facultativos de Francia y Alemania... en este caso particular, me declaro empírico. El hábito es...
-Por Dios... Despachemos -exclamó Gabriel, que parecía también necesitar bromuro, según la agitación, no por reprimida menos honda, que se observaba en su rostro y movimientos. Conviene decir, en abono de la excelente voluntad de Juncal, que para ninguna de sus correrías médicas se preparó más brevemente que para aquélla. Ni tampoco, desde que el mundo es mundo, se ha sorbido más aprisa ni de peores ganas una taza de chocolate que la presentada por Catuxa a Pardo... y cuidado que venía para abrir el apetito a un difunto, por lo espumosa y aromática.
-¡Tan siquiera un bizcochito, señor! -suplicaba Catuxa-. Mire que están fresquitos de ahora, que cantan en los dientes... ¿Y el esponjado? ¡Ay, que el agua sola mata a un cristiano! Señor... ¿y las tostadas?
-Cállate la boca ya -gritó Juncal severamente-; cuando hay apuro, hay apuro... El marqués de Ulloa se encuentra mal... y vamos allá a escape.
Cosa de un kilómetro se habrían desviado de Cebre, cuando don Gabriel, ladeándose en la silla, preguntó a Juncal:
-¿Dice usted que es herencia materna lo de mi sobrina?
-Sí señor, ¡en mi desautorizada opinión al menos! La pobre doña Marcelina, que en gloria esté -masculló con gran compunción el impío clerófobo- era nerviosísima y algo débil, y aunque la señorita Manuela salió más robusta y se crió de otra manera muy distinta, en su edad es la cosa más fácil... Habrá tenido cualquier rabieta... Pero no pase susto, que ese no es mal de cuidado.
Enmudeció el artillero, y por algunos minutos no se oyó más que el trote de las dos yeguas sobre la carretera polvorosa. Gabriel callaba reflexionando, con la quijada metida en el pecho; de aquellas reflexiones salió para volverse a Juncal y decirle con tono suplicante y persuasivo:
-Amigo Máximo, en esta ocasión espero de usted mucho... Espero que me pruebe que efectivamente he encontrado aquí lo que tan rara vez se tropieza uno por el mundo adelante: un amigo verdadero, de corazón.
-¡Señor de Pardo! -exclamó el médico, a quien semejantes palabras cogían por su lado flaco- ¡Bien puede usted estar satisfecho -aunque la cosa no lo merece- de que ni a mi padre le tuve más respeto, ni a mis hermanos los quise más que a usted! Desde que le vi me entró una simpatía de repente... vamos, una cosa particular, que los diablos lleven si la sé explicar yo mismo. A mi señora se lo tengo dicho: mira, chica, si te da la ocurrencia de ponerte un día muy mala y quieres médico, que no sea el mismo día que me necesite don Gabriel... ¿Y luego, qué pensaba? Pero si no me pide otra cosa de más importancia que darle bromuro a la sobrina... para eso, maldito si...
-Las circunstancias -dijo Gabriel titubeando aún- son tales, que yo necesito creer a pie juntillas lo que usted me asegura para no perder el tino y desorientarme completamente. Voy a hablarle a usted con franqueza, como hablaría yo también a mi hermano...
-¿Pongo la yegua al paso? La de usted no lo sentirá -preguntó Juncal, que oía con toda su alma.
-Sí... conviene salir cuanto antes del atolladero, y que nos entendamos los dos.
-Hable con descanso, que así me arrodillasen para fusilarme, de mi boca no saldría una palabra.
-Eso quiero: cautela y secreto absoluto por parte de usted. Mi infeliz sobrina está desde ayer tarde en un estado de exaltación alarmantísimo. Yo creo que su razón se oscurece algunas veces. Y entonces grita, llora, habla, desbarra, dice enormidades que... que nadie debe oír, ¿lo entiende usted?, ¡sino personas que antes se dejen arrancar la lengua que repetirlas!
Juncal sacudió la cabeza gravemente, murmurando:
-¡Entendido!
-Los accesos -prosiguió el artillero- le dan con bastante intervalo, y del uno al otro se queda como postrada y sin fuerzas. Ayer ha tenido dos, uno a las cinco de la tarde y otro a las diez de la noche; dormitó unas horas, y a las tres de la madrugada, el acceso más fuerte, acompañado de una copiosa hemorragia por las narices; a las siete, se repitió la función, sin hemorragia; y así que la dejé algo tranquila, suponiendo que tendríamos al menos tres o cuatro horas de plazo, me vine reventando la yegua... y así que acabe la explicación la volveré a reventar, para llegar antes de que el acceso se produzca. ¿Qué opina usted? ¿Le dará antes de mi vuelta?
-Señor don Gabriel, esperanza en Dios... Es probable que no le dé. Según lo que usted me va contando, la neurosis de la señorita tiene carácter epiléptico, y hay un poco de tendencia al desvarío... Bien, ya puede hablar, que es como si se lo dijese a un agujero abierto en la pared. Y... ¿Usted no sospecha algo de las causas de este mal tan repentino?
Enderezose Gabriel en la silla, como afianzándose en una resolución inevitable.
-Sin que yo se lo dijese, en cuanto llegue usted a los Pazos se enterará de que allí han ocurrido ayer y anteayer sucesos gravísimos... Basta para imponerle a usted el primero que encuentre, el mozo de cuadra que recoja la yegua. Anteayer, de noche, mi cuñado sostuvo un altercado terrible con... ese muchacho que pasaba por hijo de los mayordomos...
-Bien, bien... Ya estamos al cabo... -indicó Juncal guiñando el ojo-. Pero ¡qué milagro enfadarse con él! Si lo quería por los quereres.
-Mucho le quiere, en efecto; ¿de qué está malo hoy, sino del berrinche? Pues... a consecuencia de la escena espantosa que se armó entre los dos, el muchacho, que es testarudo y resuelto, arregló ayer mañana su maletilla de estudiante, y ni visto ni oído... A pie se largó... y hasta la fecha no se ha vuelto a saber de él.
Al ir narrando, fijábase don Gabriel en la expresión del rostro de Juncal. Aunque este procuraba no dejar salir a él más pensamientos que los que no mortificasen ni alarmasen al artillero, no podía ocultar la luz que iba penetrando en su cerebro y que no tardaría en ser completa. La prueba es que exclamó como involuntariamente:
-Ah... ya.
-Sí -añadió Pardo con resignación-: desde que Manuela supo la marcha de su... amigo...
-¿Y quién se la contó? ¿A que se lo encajaron de golpe y porrazo... con todas las exageraciones?
-¡Lo mismito que usted lo piensa! La mayordoma...
-Que es una vaca...
-Se fue a abrazar con ella, llorando a gritos...
-A berridos, que es como lloran semejantes bestias...
-Y le dijo que Perucho no volvía más; que se había marchado decidido a embarcarse para América, y que iba tan desesperado, que era fácil que le diese por tomar arsénico...
-Séneca, que le llaman así.
-En fin, le dijo... ¿Hace falta más explicación?
-¡Qué lástima de albarda, Dios me lo perdone, para esa pollina vieja! Bueno, señor de Pardo; no añada más, no se moleste, sosiéguese; ya estamos enterados de lo que conviene ahora. Tranquilizarle a la niña el pensamiento... ¡todo lo posible...!
-Y en especial...
-¡Basta, basta! En especial, silencio... y que los curiosos se queden a la puerta... La curiosidad, para la ropa blanca. Fíese en mí. ¿Al trote?
-Al galope, que es cuesta arriba.
Arrancaron las dos yeguas alzando una polvareda infernal.